jueves, 1 de mayo de 2025

La impostora

Ya dije aquí, en alguna otra ocasión, que a veces me siento una impostora. Una impostora lingüística, concretamente. Esto me ocurre cuando utilizo frases hechas, proverbios o expresiones  cuyo significado literal no conozco en realidad. Conozco el sentido que tienen esas expresiones, claro, y sé cuándo utilizarlas; el problema es que hay en su composición alguna palabra cuyo significado literal, su significado independiente fuera de esa locución, ignoro.

Es lo que me pasaba, por ejemplo, con la palabra brete.  Yo decía, con toda precisión y seguridad, eso de "poner a alguien en un brete", o "estar en un brete", para referirme a un momento de dificultad, de apuro, a una situación conflictiva en la alguien no sabe bien cómo actuar o se ve incapacitado para actuar con autonomía. Pero no sabía que el brete, propiamente dicho, era un cepo para los pies, esos grilletes que impiden a los prisioneros moverse con libertad.

Aunque ya puse remedio en su momento a mi ignorancia respecto al brete y algunas otras palabras incluidas en este tipo de unidades léxicas, no dejan de aparecer a cada momento otras frases que, como decía antes, me hacen sentir como una impostora por utilizar palabras cuyo significado desconozco. Porque si alguien, en el momento en que pronuncio una de esas locuciones, me preguntara qué significa esa palabra concreta, me pondría en un brete, precisamente.

Es decir, no sabría cómo salir del atolladero. Vaya, aquí hay otra. Salir del atolladero. Está claro que esta frase significa resolver un problema, librarse de algún inconveniente o peligro, de algún conflicto o dilema. Pero ¿qué es específicamente un atolladero?

Pues literalmente un atolladero es un lugar donde se atascan los vehículos, los caballos o las personas, como por ejemplo un barrizal.  Porque atollar es lo mismo que encallar o tropezar, atascar o atrancarse. Es decir, quedarse inmovilizado, como si lo pusieran a uno en un brete, ni más ni menos.

dreamstime.com

Y no es extraño que uno, sea persona, caballo o carreta, se vea atollado en un barrizal si previamente han caído chuzos de punta. Y ahí vamos otra vez. Obviamente,  decimos "caer chuzos de punta" para referirnos a que llueve  con fuerza. Pero nuevamente he de preguntarme, contrita, qué es un chuzo.

Y una vez más el diccionario acude en mi socorro para sacarme de ese atolladero: un chuzo es un palo acabado en un pincho, en una punta de hierro, que se utiliza como arma. Es decir, un chuzo es una lanza o una pica.

Cabría preguntarse aquí, consecuentemente, por qué cuando llueve mucho decimos que caen chuzos de punta y no que "caen lanzas (o picas) de punta". Pero eso sería meterse en otro atolladero y por hoy ya está bien  de eso.


Foto Ángeles de los Santos


miércoles, 23 de abril de 2025

No estaría mal

 Esta entrada se publicó originalmente en Juguetes del viento el 7 de septiembre de 2018. 


No estaría mal, de vez en cuando,  poder vivir en ese mundo en el que todo tiene sentido.

En el que no quedan cabos sueltos.

En el que lo malo existe con una finalidad, no sólo por un motivo.

En el que nadie muere para siempre, porque lo pasado y lo futuro existen al mismo tiempo.

En el que la vida es un arte.

En el que las personas no hablan por hablar, ni  actúan por mera inercia.

No estaría mal, de vez en cuando, poder vivir la vida verosimil.

La que está hecha de palabras y pensamientos.

La coherente.

La que no defrauda.

La que sorprende pero no desconcierta.

La que emociona pero no abruma.

La que golpea pero no lastima.

La vida que a veces confunde pero nunca miente.

La que no busca ni espera nada, sólo ofrece.

No estaría mal, de vez en cuando, poder vivir en los libros.


pixabay.com



miércoles, 5 de febrero de 2025

Amor bajo control

Andrés Zabala llegó a la consulta abatido y demacrado.

—Usted dirá, señor Zabala, ¿a qué se debe su visita? —preguntó el doctor en psicología.

—A que desde hace un tiempo me devora la ansiedad. No como, no duermo, no disfruto, estoy siempre angustiado... 

—Entiendo —dijo el psicólogo llevándose la mano a la barba—. ¿A qué se dedica usted, señor Zabala?

—Soy propietario de una librería.

—Interesante. Y supongo que eligió usted esa profesión por vocación, ¿verdad?, por amor a los libros.

—Sí, señor. La literatura es mi pasión.

—Supongo que se hizo usted lector en la infancia.

—Así es. Aprender a leer y amar los libros fue todo uno.

—Entiendo. Y me imagino que tiene usted su casa también llena de libros.

—Efectivamente —dijo Zabala, que se entusiasmaba al hablar de cuestiones bibliófilas—. Vivo rodeado de los libros que he ido reuniendo a lo largo de mi vida. Incluso conservo todos los que leí de niño, de Amicis a Verne, y todos los que había en casa de mis padres, de Byron a Zola. —Y un tanto confuso añadió—: Pero ¿qué tiene que ver esto con mi problema de ansiedad?

Ignorando la pregunta, el psicólogo añadió:

—Y seguro que nunca se ha desprendido usted de ningún ejemplar.

—Por favor...

—Disculpe, no quería ofender. Pero dígame, ¿desde cuándo, aproximadamente, viene usted sufriendo esa ansiedad?

—Aproximadamente no; se lo puedo decir con exactitud: desde el 24 de marzo.

El psicólogo se acarició de nuevo la barba mientras meditaba brevemente. Entonces dijo:

—Me atrevería a decir que el 24 de marzo es su cumpleaños.

—Así es —respondió el paciente sin mostrar sorpresa.

—Y diría incluso que el pasado 24 de marzo cumplió usted 50 años.

—Sí, sí, claro. Esos datos estarán en mi ficha.

—Estarán, sí —dijo el doctor—, pero yo no veo nunca las fichas de los pacientes. Prefiero no conocer ningún dato a priori.

—Pues entonces, más que un discípulo de Freud, parece usted un alumno aventajado de Sherlock Holmes, si me permite decírselo.

—Se lo permito, por supuesto. Son posiblemente los más grandes conocedores de la mente humana. Pero sigamos con su caso, que me parece muy claro. Usted sufre de lo que llamamos «ansiedad de la abundancia». Ama usted tanto la literatura, y tiene tantos libros a su disposición que quisiera leerlo todo. Pero el día 24, al cumplir los cincuenta, que es media vida o más, tomó usted conciencia, aunque fuese inconscientemente, de que jamás podrá leer todos los libros que tiene al alcance de la mano. Eso le ha creado el estado de angustia y pesadumbre que lo atormenta.

—¡No me diga!

—Sí, señor Zabala, no me cabe duda. Usted es un bibliófilo, un bibliómano y un bibliófago. Incluso un bibliótafo, si me apura. El amor que siente por los libros es desmedido, desbordante, y ha llegado a tal extremo que ya no lo puede controlar y se ha convertido en un problema. Y es que el amor, de la clase que sea, hay que do-si-fi-car-lo. No se puede ir por la vida amando sin límites, sin medida, porque todo lo que se ama así, a barullo, a lo bruto, dejándose llevar por el apasionamiento, acaba por atragantarse.

—No irá usted a decirme que deje de leer...

—No, no, las soluciones drásticas pueden empeorar el problema. Pero sí debe moderar su amor. ¿Conoce usted la «teoría de las pequeñas dosis»?

Zabala negó con la cabeza y el doctor continuó:

—Esta teoría consiste básicamente en que las cosas que se toman en dosis pequeñas saben mejor, se aprecian mejor y por lo tanto se disfrutan más, y además no crean adicción. Que es lo que tiene usted: adicción a los libros, y por lo tanto tiene que desengancharse.

—Pero eso me va a resultar muy difícil.

—Claro. Tan difícil como es dejar el tabaco para el fumador empedernido; o como hacer dieta para el glotón irredento. Usted es un glotón de la lectura, por así decir, y deberá ponerse a dieta si quiere recuperar su bienestar.

—Pero es que precisamente a mí el bienestar siempre me lo han proporcionado los libros.

—Hasta ahora, estimado Zabala, hasta ahora. Pero en casos así, llega un momento en que el bienestar se acaba y empiezan los problemas.

Zabala asintió, resignado.

—Va usted a hacer lo siguiente —continuó el psicólogo en tono afable—: cuando esté en casa y le entren ganas de leer, lea, pero no se dé un atracón. Póngase un límite de, por ejemplo, veinte páginas diarias.

—Qué poco...

—Bueno, que sean veinticinco, pero ni una más. Y en la librería procure dominar su curiosidad por ver lo que cada libro encierra entre sus tapas. Cuando sienta ese deseo, distráigase con otra cosa; póngase, por ejemplo, a hacer crucigramas.

—Ah, pues me parece buena idea —admitió Zabala, algo más animado.

—Ya ve usted, si todo es buscar el lado bueno de las cosas.

 

Andrés Zabala salió de la consulta esperanzado. Había comprendido que las pasiones hay que controlarlas, no dejar que lo controlen a uno, y que todo exceso, antes o después se vuelve pernicioso.

Cuando llegó a su casa estaba decidido a hacer esa peculiar dieta que le había recomendado el psicólogo. Se sentía capaz, motivado, con un objetivo claro.

Al entrar en el salón contempló su biblioteca: tres paredes y media cubiertas de libros. Después fue a su estudio y observó otras tres paredes de libros más varias torres de ejemplares que subían desde el suelo a alturas diversas. A continuación entró en el dormitorio y suspiró al ver por todas partes estantes repletos de volúmenes.

Entonces volvió al salón, se acercó a una de las filas de libros y sacó uno de los más gruesos. Se sentó en su sillón de lectura y abrió el libro con deleite.

«Veinticinco páginas al día», recordó.

—Mañana empiezo la dieta, lo prometo —dijo en voz alta, como si hablara con el doctor.


Librería Feltrinelli (Milán)