Anoche, no sé por qué, la memoria me trajo un recuerdo
que yo no sabía que tenía guardado. Me acordé, de pronto, y diría que sin motivación
alguna, de un armario. Un armario que había en una de las aulas de mi
infancia, en la que pasé varios cursos.
Según lo veo ahora, en mi recuerdo, era un armario
corriente, más bien estrecho, de madera clara, y con dos puertas.
Estaba al fondo del aula, casi ignorado, silencioso y discreto. Los pupitres le daban la espalda, concentrados sólo en la pizarra por obligación y en la puerta por devoción. Y no se abría con frecuencia: sólo en determinadas ocasiones la maestra, como un sacerdote ante el sagrario, se
dirigía con ceremonia hacia él y abría las puertas del misterio.
Porque en verdad era un misterio lo que se guardaba en su interior. Nunca vi lo que había dentro, o, mejor dicho, nunca vi el
armario por dentro. Porque aunque yo me volvía para mirar cuando la maestra lo
abría, su propia figura me impedía la visión; porque en realidad no
lo abría del todo, sólo lo suficiente para
alcanzar lo que quisiera sacar de allí, como si de hecho quisiera que aquello resultase misterioso.
La mayoría de las veces sólo se dirigía el armario
para coger tizas nuevas, aquellas nacaradas barritas blancas que a
mí tanto me gustaban y con las que hubiera deseado escribir en la pizarra cada
vez que hubiera querido.
Pero alguna que otra vez de aquel armario salieron lápices,
bolígrafos, gomas de borrar, carpetas, tubos de pegamento o tijeras sin punta…
incluso, en ocasiones especiales, la maestra, como el mago que tira y tira de
un pañuelo infinito de colores, sacaba del armario cartulinas, y ceras, y botecitos de témpera…
Así que yo sabía, aunque no lo viera, que ese armario
era una especie de papelería en miniatura, un paraíso de material escolar; un
cofre de los tesoros como los que los piratas de dibujos animados enterraban
debajo de una palmera. Cuánto me habría gustado abrirlo y contemplar aquellas
joyas.
Pero allí dentro había algo más. Algo que me intrigaba
de un modo especial y de lo que no tengo más que un recuerdo muy borroso, más
nebuloso que muchos sueños. En el armario de las maravillas había una caja que
contenía unas piezas planas, cuadradas, de colores, como galletas de plástico
transparente. Y recuerdo, o quizá imagino, que esas piezas encajaban entre sí, que tenían unas ranuras en los bordes, por las que
se unían unas con otras. Y creo recordar, o quizá sólo imagino, que con esas piezas se
podían construir extrañas formas arquitectónicas, geometrías abstractas,
castillos de naipes de ciencia-ficción.
Quizá alguna vez la maestra usó ese juego por algún motivo, pero no imagino qué pudo ser. Lo que sí sé es que muchas
veces me pregunté qué haría falta para que la maestra sacara aquel juego; qué
habría que hacer, qué tendría yo que hacer, para que me dejara jugar con
aquellas piezas que tanto me intrigaban.
La cuestión es que nunca supe qué era aquello en realidad, de quién era ni por qué estaba en el armario. Pero sabía que estaba, y aquella sola visión
fugaz que alguna vez debí de tener, bastó para impresionar mi cerebro con una
imagen difusa que nunca se borró, y que anoche, por alguna razón que no imagino, apareció en
mi recuerdo.
Entonces pensé que algunos misterios de la infancia nunca se
resuelven, y que es mejor que no se resuelvan; porque gracias a eso aquel armario, aquel cofre del tesoro papelero, sigue pareciéndome maravilloso y
enigmático hoy día, y puedo seguir soñando con él.
Y pensé que nuestro cerebro es también una especie de
armario de las maravillas, en el que se guardan cosas que no siempre vemos pero
que están ahí, y que cualquier día, por alguna razón, pueden aparecer por sorpresa y sin explicación,
como los sueños.
Y eso es siempre fascinante, como piezas de colores que tal vez encajen entre sí.