“Yo sólo creo en los
cuentos/nunca apuesto por la verdad,
sé que la vida es un
sueño/pero el libro es real.
Yo no confío en los
hechos/no me pone la realidad
es más fuerte un solo
poeta/que una tropa vulgar.”
(Conde. El último de
los creyentes)
No
hace mucho, leyendo La educación sentimental de Flaubert, volví a comprobar que las novelas están escritas para cada uno de nosotros, para
decirnos algo que nos hace falta o nos conviene saber.
En
esta ocasión en particular, al leer determinados pasajes de la novela he
comprendido lo que una persona allegada a mí me decía hace unos meses y que yo
no llegaba a entender. Y en general, leyendo las vicisitudes de los
protagonistas de la historia he visto reproducidas actitudes ajenas y propias y
he comprendido con claridad el porqué de unas y las repercusiones de otras.
Estos
efectos que tienen las novelas, las historias en general, los constatamos en
muchas ocasiones. Cualquier persona que tenga el hábito de leer ficción,
especialmente lo que solemos llamar “gran literatura”, habrá tenido esa
sensación de que la historia parece escrita expresamente para quien la lee; de
que el autor, con lo que le cuenta, le da pistas para entender mejor las
relaciones humanas y por lo tanto le ayuda a vivir mejor.
Que
un escritor nos hable a nosotros personalmente, a través del tiempo, de los
siglos incluso, puede parecer cosa esotérica o ensoñación de mentes románticas.
Y puede que incluso nos guste considerar que así es. Pero lo cierto es que esto
tiene fundamento científico.
Parece ser que nuestro cerebro se maneja mejor con los cuentos que con los hechos, como dice el poeta. Y es que recordamos mejor, entendemos mejor y aprendemos más de aquello que se nos cuenta con estructura narrativa y con personajes que actúan e interactúan entre sí. En cambio, la mera información sobre hechos determinados deja en nuestro cerebro una impresión mucho más leve y pasajera.
¿Y
por qué ocurre esto? Cuando nos hablan o leemos sobre cualquier asunto, las
palabras mediante las cuales recibimos esa información llegan a las áreas del cerebro encargadas de procesar el lenguaje. Entendemos el
mensaje, pero ya está.
Sin
embargo, cuando nos narran una historia se ponen en funcionamiento no sólo esas
áreas que procesan el significado de las palabras sino también otras áreas que se activan cuando experimentamos en la vida
real hechos similares y las emociones correspondientes.
Dicho
de otro modo, nuestro cerebro no establece diferencias entre las sensaciones y
sentimientos que experimentamos en la vida real y los que experimentamos a través
de una historia. Y nos identificamos con los personajes y las situaciones porque recibimos
esa “sensación de realidad” e incluso la asociamos con experiencias similares previas.
Curiosamente,
hay un área del cerebro relacionada con las emociones, una “pieza” fundamental llamada
ínsula, que es bastante desconocida aún. Es ahora, desde hace pocos años,
cuando los científicos están empezando a comprender su función y su importancia
en el proceso de las experiencias emocionales y físicas que van
asociadas a diferentes estímulos.
Por eso yo, a partir de ahora, cuando lea una historia, además de darle las gracias a Flaubert y a quien
corresponda en cada caso, por sus enseñanzas, me acordaré también de esa ínsula
misteriosa, de esa pequeña isla en la que se esconde el mapa secreto de
nuestras emociones.