Qué cosa más curiosa son las palabras.
A veces da la impresión —ya lo hemos dicho en ocasiones anteriores— de que tuvieran vida propia y tomaran decisiones conscientes, para sorprendernos, para reírse un poco de nosotros y para hacernos saber que ellas son las que mandan.
Volví a pensar en todo esto hace poco, después de haber hecho una de esas conexiones inconexas que —como ya les he contado también otras veces— hago de vez en cuando, y que me hacen tirar de un hilo suelto que acaba llevándome a una madeja compleja.
Y en este caso, ese hilo suelto fue la palabra «erudito», que por alguna razón estaba dando vueltas en mi cabeza. Me dije tontamente que «erudito» parecía un diminutivo, y que en caso de que lo fuera, la palabra original debería ser «erudo». Ya ven ustedes las cosas a las que se dedica mi cerebro sin pedirme permiso ni nada.
El caso es que eso de «erudo» me dio risa, y pensé entonces que esta palabreja tontaina que acababa de inventarme estaba curiosamente cerca de «rudo», aunque sus respectivos significados no tuviesen mucho que ver. ¿O tal vez sí?
Entonces, claro, no tuve más remedio que indagar un poco en la cuestión, para ver si «rudo» y «erudito» estuvieran, por un curioso casual, emparentadas la una con la otra.
José Cadalso (P. Castas Romero, 1855) |
Pero lo que yo nunca hubiese esperado, a pesar de mis elucubraciones léxicas, es que de rudis derivase también, mire usted, erudito.
En efecto, «erudito», que es aquel que está «instruido en varias ciencias, artes y otras materias», es decir, el que es sabio, ilustrado, culto, proviene del latín eruditus, que es el participio del verbo erudire, que significa "quitar la rudeza" o "desbastar".
Es
decir, que el erudito es aquel al que se le ha quitado la rudeza; el que ha
pasado de los rudimentos de una ciencia a conocerla con profundidad, y todo
ello con un prefijo de nada. Convendrán ustedes conmigo en que mi invención de
"erudo" tiene por lo tanto su lógica etimológica.
Pues bien, por muy interesante que me pareciera todo esto, resulta que lo mejor de mi rudimentaria investigación es que gracias a ella descubrí la maravillosa expresión «erudito a la violeta», que designa a aquel que solo tiene «una tintura superficial de ciencias y artes».
Quizá se pregunten ustedes, como me lo pregunté yo, de dónde procede esta exquisita locución, y puedo decírselo: procede de la obra Los eruditos a la violeta, escrita en 1781 por el insigne don José Cadalso, quizá más conocido por sus Cartas marruecas.
Los eruditos a la violeta es una obra satírica dedicada a los pedantes que sin saber de nada pretenden dárselas de conocedores de todo y se permiten opinar de todo, y tiene la graciosa forma de un curso en siete lecciones para convertirse en eso, en un erudito a la violeta, un sabelotodo de tres al cuarto.
Ya sólo me faltaba saber a qué se debe la denominación «a la violeta», y el propio Cadalso me lo explicó: es una alusión al perfume de violetas, que en la época era uno de los favoritos de aquellos frívolos sabiondos, petimetres con ínfulas de expertos.
Después de todo esto creo que podemos concluir que, en efecto, a veces el rudo y el erudito están muy cerca el uno del otro, y no sólo en lo etimológico.
Ein Schubertabend in einem Wiener Bürgerhause (Julius Schmid, 1897) |