lunes, 18 de diciembre de 2023

El regalo de los Reyes Magos


Pablito tenía cinco años y se despertó muy emocionado la mañana de Reyes. Había soñado que era un astronauta que paseaba en su cohete por el asombroso espacio sideral, y estaba seguro de que encontraría en el salón el cohete que había pedido en su carta a los Reyes Magos. Sus dos hermanas  entraron en su habitación para ayudarle  a ponerse la bata antes de ir al salón, donde ya estaban sus padres, rodeados de coloridas cajas y bolsas de regalos.

Pero Pablito se sintió decepcionado porque entre todos aquellos regalos no estaba el que más deseaba. Entonces la madre, cogiendo algo que había sobre una mesita, miró extrañada al padre, y dijo:

—Aquí hay un sobre para Pablito.

—¿Ah, si? —dijo el padre, también extrañado.

—¡Ábrelo, ábrelo! —dijo Pablito entusiasmado por aquel asunto tan curioso.

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Así pues, abrieron el sobre y leyeron la tarjeta que contenía. «Pablito, te hemos dejado uno de los regalos en la azotea», decía la nota, que estaba firmada por «Los Reyes Magos».

Pablito y su padre, como dos exploradores en zapatillas, pijama y bata, subieron a pie los dos tramos de escaleras que separaban su casa de la azotea, para averiguar aquel misterio tan misterioso. Al salir al aire frío de la mañana, allí, en la azotea, se encontraron con un cohete espacial. Pablito miró a su padre con una pregunta en los ojos. Pero el padre no tenía respuesta. 

Los dos recorrieron con la vista, de abajo arriba, la silueta del cohete, y por más que echaban la cabeza hacia atrás y levantaban la barbilla, no conseguían ver la punta.

Entonces el padre se dio cuenta de que había otra nota en el fuselaje del cohete, pegada con cinta adhesiva. Cada vez más perplejo, la despegó con cuidado y leyó:

«Querido Pablito: Aquí tienes tu cohete. No es exactamente el mismo modelo que pedías en tu carta, pero creemos que éste también está muy bien. Disculpa que no lo hayamos dejado en el salón junto con los demás regalos, pero es que no cabía, ni de pie ni tumbado. Viene con dos trajes de astronauta, uno de niño y otro de adulto. Conviene ponérselos, porque por ahí arriba, en cuanto te alejas un poco del sol, hace bastante fresco. Esperamos que disfrutes mucho de tus paseos por el asombroso espacio sideral. Un abrazo y hasta el año que viene. Tus amigos, Melchor, Gaspar y Baltasar».

Pablito y su padre, sin decir una palabra, volvieron a contemplar el cohete. Lo rodearon, lo tocaron. Era imponente, blanco como la nieve recién caída, con unas franjas rojas a los lados y una gran estrella azul en el centro. Tenía también, junto a la puerta, unas teclas como las de los cajeros automáticos, y junto a las teclas, unos números escritos a mano con rotulador rojo: 5-7-9, que coincidían con las edades de Pablito y sus hermanas.

—¡Dale, papá, dale! —dijo Pablito.

Y el padre, con un dedo un poco tembloroso, pulsó las teclas correspondientes. Entonces, con un suspiro como el de un globo al desinflarse, la puerta del cohete se abrió. Pablito y su padre se inclinaron para asomarse al interior. Miraron y remiraron pero no se atrevieron a entrar. Entonces sacaron la cabeza y allí, de pie en la azotea, al lado de aquella nave asombrosa, Pablito y su padre se miraron el uno al otro con los ojos muy abiertos.

—¿Ahora qué hacemos, papá? —preguntó el niño, cogiendo a su padre de la mano.

—Pues... habrá que probarlo... ¿no? —respondió el padre, sin saber muy bien lo que decía.

—Vale... —dijo Pablito, entre emocionado y asustado.

—Pero primero vamos a desayunar —añadió el padre—, no vaya a enfadarse mamá.

Al dirigirse a la puerta de la azotea para volver a casa, a Pablito le pareció ver un destello en el cielo de la mañana, como si tres estrellas, una detrás de otra, estuvieran sobrevolando el edificio.


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sábado, 2 de diciembre de 2023

Yo me encargaré

Era un domingo de principios de diciembre. El suelo estaba blanco y crujiente, y de los aleros colgaban grandes lágrimas heladas.

Mario llegó al refugio a pie, las manos en los bolsillos y la cabeza gacha, casi oculta por la capucha de su anorak. Aun así, Manuel y Olga,  que estaban descargando una furgoneta, lo reconocieron al momento.

Buenos días, Mario —saludó Manuel—. Ahí dentro está tu protegido, desayunando. 

Buenos días —respondió Mario—. Entonces sigue mejor mi Goku, ¿verdad? 

Mucho mejor, Mario, mucho mejor. Ese perro no sabe la suerte que tuvo al toparse contigo —dijo Olga.

Mario llevaba varios años colaborando con el refugio de animales del pueblo. Llevaba comida, compraba medicinas cuando era necesario, y siempre que su trabajo le dejaba tiempo, ayudaba atendiendo él mismo a los animales.

Pero Goku, un setter inglés de dulce mirada, era especial para él: era el primer animal al que había salvado. Lo había encontrado dos semanas antes, vagando por las afueras del pueblo, sucio, flaco, agotado. Debía llevar varios días perdido.

¿Qué haces por aquí tú solo, precioso? —le dijo Mario cuando lo encontró, al tiempo que se inclinaba para acariciarlo. Y entonces vio que el perro llevaba collar y una chapa con su nombre.

El animal, habituado a la compañía de personas, se mostró confiado y se dejó acariciar, quizá intuyendo que aquel hombre iba a ser su salvador. Y en cuanto Mario vio que no le tenía miedo, lo subió a su camioneta y lo llevó al refugio.

Es raro que se haya perdido —dijo Manuel aquel día—, un perro como éste, que debe estar acostumbrado al campo...

Habrá que ver si está enfermo, y quizá por eso lo hayan abandonado —dijo Olga.

Pero si fuese así —añadió Manuel—,  no le habrían dejado el collar con la chapa. No sé... en todo caso, no será de por aquí, no conoce estos andurriales y por eso no ha sabido volver a su casa.

No sé cómo nadie puede tener la maldad de abandonar así a un animal. Y encima con este frío... —dijo Mario, acariciando el largo pelaje blanco y negro, que había perdido su lustre y estaba apelmazado.

Ahora, al cabo de quince días, gracias a los cuidados de Manuel y Olga, y al cariño que Mario le había mostrado, Goku había recuperado peso y estaba mucho más fuerte y alegre. Y así, con vitalidad y alegría, recibió a Mario cuando lo vio entrar.

¡Hola, precioso! —le dijo Mario, abrazándolo. Y dirigiéndose a Manuel añadió—: Me lo llevo a campear un rato.

Era la segunda vez, desde que Goku había empezado a mejorar, que Mario se lo llevaba a pasear por el campo. Estaba esperando a que se recuperase por completo para adoptarlo.

Cuando llevaban ya un rato caminando entre árboles y matorrales, Mario se sentó en una gran rama caída, y el perro se acercó a él.

Yo me encargaré de que nunca vuelvas a pasarlo mal, precioso —le dijo al animal, que lo miraba con devoción—. Y el canalla que te abandonó tampoco volverá a abandonar a ningún perro. También me he encargado de eso.

Goku lo miraba con la cabeza inclinada a un lado y un brillo en los ojos que parecía una interrogación.

Sí, precioso —continuó Mario—, después de encontrarte vi carteles con tu foto en las tiendas del pueblo. «Perro perdido», había puesto el canalla. Se ve que se arrepintió de haberte dejado. Tenías que haberle visto la cara cuando entré en su casa... Seguro que pasó más miedo que tú cuando te viste solo y perdido, y le está bien empleado.

Echaron de nuevo a andar, y al llegar a otra zona de vegetación espesa, Goku pareció alterarse. Empezó a olfatear el suelo, dando vueltas sobre un mismo punto. Mario se detuvo a su lado, mirándolo con una sonrisa casi inapreciable en la cara. Pero cuando el perro empezó a escarbar el suelo lo sujetó y lo apartó del sitio.

Deja eso, Goku. Ahí no hay nada que valga la pena —le dijo.

 

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sábado, 11 de noviembre de 2023

Un juego

En esta entrada les planteo un pequeño juego que espero les resulte interesante. Se trata de intentar descubrir qué tienen en común las tres frases que podrán leer a continuación y que he elaborado yo misma expresamente para este juego.  Es decir,  no pertenecen a ningún texto mayor de ninguna clase ni son de ningún autor conocido o desconocido. 

Por otra parte, si el juego les gusta, los invito a que prueben a crear ustedes mismos otras frases siguiendo la misma pauta (la que han de descubrir), y que las dejen aquí detrás, ya saben, en el saloncito de los comentarios, para deleite de todos nosotros.

Sin más, éstas son las frases que propongo:


El mar, afanoso y extenuado, alza su voz wagneriana hacia las nubes, pero ellas, en su kilométrica altivez, ignoran ese lamento que jamás podrá teñir de verde el cielo.

****

El lápiz, elegante clown en un circo de papel, dibuja en la pista extrañas formas geométricas, caóticas y kafkianas, que volando hacia delante van creando universos. 

****

El abanico, en un fracasado show,  azota con grave levedad kinésica el aire ardiente, hasta que la mano exhausta afloja su empeño y se rinde al enemigo.

 *

Estoy segura de que darán ustedes con la clave sin mucho esfuerzo. Espero sus comentarios, y gracias, como siempre, por jugar. 


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lunes, 23 de octubre de 2023

Onomaturgia II

Como dijimos en la entrada anterior, la onomaturgia es el concepto lingüístico que se refiere a la creación de palabras por parte de personas concretas. Es decir, palabras acuñadas por alguien en particular en un momento determinado.

Entre los ejemplos que mencionamos estaba la palabra "conspiranoia", que se relaciona estrechamente con otra de las palabras que, como ya dije, guardo en mi colección onomatúrgica.

Esa otra palabra es magufo, creada por Xoán M. Carreira en 1997, mediante la combinación de "mago" y "ufólogo", para referirse a los profesionales del ocultismo. Después su significado se ha ampliado y se usa para denominar a aquellas personas que propagan  pseudociencias y teorías conspiranoicas y a quienes creen en ellas.

Otra palabra que guarda relación con lo oculto, lo misterioso y lo mágico es numinoso, a la que le dedicamos una entrada en su momento.

El término "numinoso" fue creado por el teólogo y filósofo alemán Rudolf Otto (1869-1937) para  denominar la oposición entre lo terrenal y lo sobrenatural, ese  “misterium tremendum que inspira temor y veneración”. 

Y a mí es que eso de "misterium tremendum" me chifla, la verdad.

También me chifla una palabra muy simpática que acuñó don Miguel de Unamuno para referirse nada menos que al arte de hacer pajaritas de papel, al que él mismo era aficionado. A esta poética ocupación la denominó cocotología, a partir del francés cocotte, que significa justamente "pajarito", "pájaro joven". Unamuno dejó constancia de su creación en un ensayo titulado Apuntes para un tratado de cocotología (1902).

No sería justo hablar de onomaturgos, es decir, de creadores de palabras, y no mencionar a John Koenig, a quien también le dedicamos una entrada tiempo ha.

Como probablemente sepan ustedes, Koenig es el creador del Dictionary of Obscure Sorrows, en el que recoge numerosas palabras acuñadas por él mismo para denominar emociones, sensaciones y sentimientos que en la mayoría de los idiomas no tienen un término específico que las denomine.

Entre sus creaciones está, por ejemplo, la palabra agnosthesia, que denomina el "estado de no saber cómo nos sentimos respecto a algo", y está formada a partir del griego agnostos ("desconocido") y diathesis ("estado de ánimo"). Otro ejemplo es adomania, que es la sensación de que el futuro está llegando antes de tiempo.

No creo que las palabras de Koenig lleguen a ser de uso común en algún idioma como para entrar en los diccionarios generales, porque suelen ser complejas en su significado  y requerirían adaptaciones ortográficas,  pero como puro  ejercicio de creación  intelectual son admirables.

Por último, para terminar con unas risas, permítanme incluir aquí unas tontas palabras acuñadas por mí misma, como mero divertimento léxico-semántico.

Una de esas palabras tontas es pelibro, que se refiere a un libro que, por la razón que sea, resulta peligroso.

Otra, sumamente tonta, es cacturado, que denominaría a alguien que ha quedado atrapado en un cactus.

Igual de tonta es tabernícola, que no es otra cosa que un habitante de las tabernas.

Y por último tenemos el tonto término bibliotez, que sería un libro que es una idiotez.

Ya ven, la onomaturgia, que tiene un nombre tan serio y solemne, también se presta al juego, la broma y el esparcimiento.  


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domingo, 1 de octubre de 2023

Onomaturgia

Onomaturgia. Suena a algo solemne, trascendente, metafísico. Y en realidad lo es, porque, como quizá sepan ustedes, el término onomaturgia se refiere nada menos que a la creación de palabras, y más específicamente a las "palabras de autor". Es decir, neologismos creados conscientemente por alguien, por personas concretas y reconocidas como creadoras de las palabras en cuestión.  Son palabras con partida de nacimiento, como quien dice.

Claro que todos podemos crear palabras y hemos creado palabras alguna vez, pero para que se considere un caso de onomaturgia, es necesario que la palabra inventada se popularice, llegue a formar parte del habla común y quede constancia de ella en el diccionario, libros, prensa... 

Un caso clásico de onomaturgia es, por ejemplo, la palabra "perogrullada", creada por Francisco de Quevedo en 1622 e incluida en su obra Los sueños.

Como es sabido, la perogrullada es un dicho propio de Pero Grullo, personaje de la tradición oral que se caracterizaba por expresar de manera solemne lo que no eran más que obviedades.

Curiosamente, la palabra onomaturgia es en sí misma un ejemplo de onomaturgia, ya que sabemos quién la acuñó, cuándo y dónde. En efecto, el término es creación del filólogo italiano Bruno Migliorini, que la incluyó en su libro Parole de autore en 1975.

Para acuñar el término, Migliorini utilizó el prefijo griego onoma-  que significa "nombre" y el sufijo -urgia, que procede del griego érgon e indica oficio, obra, técnica, arte. Lo tenemos en siderurgia, liturgia, dramaturgia, taumaturgia...

Hace tiempo, cuando conocí la palabra onomaturgia, me resultó imponente, y sin pararme a pensarlo empecé a tomar nota de cada neologismo "con partida de nacimiento" que me salía al paso.

En esa colección mía figuran algunos muy populares, que todos usamos con frecuencia, aun sin ser conscientes de que se trata de casos de onomaturgia.  Uno de ellos es "mileurista", palabra que al parecer fue acuñada por una ciudadana, la señora Carolina Alguacil, que la utilizó en una carta que escribió al diario El País en agosto de 2005.

Otro ejemplo de onomaturgia también muy popular es "conspiranoia" (y de ahí "conspiranoico") que el diccionario define como la "tendencia a interpretar determinados acontecimientos como producto de una conspiración", y que es una fusión de "conspiración" y "paranoia". El autor de esta palabra es el sociólogo Enrique de Vicente, que la creó en 1989.

También utilizamos con frecuencia la palabra "meme" (y los propios memes, claro), que fue ideada en 1976 por  el científico británico Richard Dawkins en su libro El gen egoísta, combinando la forma de "gene" (gen) y el  término griego mímēma, que significa "cosa que se imita".

Tengo también en mi colección una palabra que me gusta mucho, tanto por su sonido como por su significado y por su origen. La palabra es  nostalgia.

Esta palabra tan espiritual, tan melancólica y emotiva se la debemos a un estudiante de medicina suizo llamado Johannes Hofer, que la acuñó en 1688. El joven científico había observado que las personas que estaban lejos de su patria, como los soldados o quienes trabajaban en el extranjero, sentían a veces un pesar, un trastorno psicológico tan intenso que podía llegar incluso a causar la muerte. Cuando Hofer escribió su tesis le dio a este trastorno el nombre de "nostalgia", utilizando las voces griegas nóstos (regreso al hogar) y algos (dolor). Por lo tanto, como nos dice Corominas, el término nostalgia significaría propiamente "deseo doloroso de regresar".

En fin, esto sólo es una muy pequeña muestra de este concepto lingüístico, la onomaturgia, que nos ofrece el origen delimitado y preciso de determinadas palabras. De esta manera esas palabras aparecen no como algo originado en el nebuloso pasado de los tiempos, en el infinito ayer de la humanidad, sino como creaciones de una mente individual en un momento concreto. Y esto  a su vez nos permite vislumbrar por un instante, un destello de los misteriosos mecanismos del lenguaje.

 (Continuará)

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domingo, 3 de septiembre de 2023

De ollas y sopas

En mis viajes por los libros de este verano he encontrado varias joyas léxicas de esas que tanto me deleitan y regocijan. Ya saben ustedes, palabras que me llaman la atención de tal manera que me resulta imposible dejarlas pasar, leerlas y olvidarlas. 

Todo lo contrario: como quien no resiste la tentación de comprar un souvenir cuando hace turismo, yo "adquiero" esas palabras, me las llevo conmigo. Después intento saber de ellas todo lo que esté a mi alcance; a continuación las coloco en las estanterías de mi cabeza, y a partir de entonces espero la oportunidad de mostrarlas en alguna conversación. Esto no siempre es fácil, claro, pero no me arredro.

Y mientras sí o mientras no, las traigo aquí —qué mejor manera de disfrutarlas— con el deseo de que a ustedes también les resulten interesantes o curiosas.

Una de estas palabras es pampirolada, que no sé a ustedes, pero a mí me parece graciosísima.

Una pampirolada es una una tontería, una sandez, y también algo insustancial, una insignificancia, porque  originalmente la pampirolada es una exigua sopa hecha con agua, ajo y pan. Vamos, un aguachirle, o "aguachirri", como se dice por aquí. 

Lo cierto es que esta palabra estupenda sí que podemos emplearla a diario, pues a diario se oyen necedades, memeces y patochadas. Pampiroladas por doquier. 

Otra de las palabras que he adquirido este verano es cárcava, que suena algo siniestra, ¿no les parece? A mí me lo pareció desde el primer momento, antes de saber lo que significa, y miren ustedes por donde, resulta  que una cárcava es un hoyo para enterrar un cadáver.

Según nos explica nuestro viejo amigo Corominas,  cárcava es una variación de cárcavo, que a su vez es una alteración de cácavo, del latín caccabus, procedente del griego kákkabos, y que significa olla o cazuela. La relación parece clara: una olla es un recipiente cóncavo y un hoyo es una concavidad en la tierra.

Quizá se están preguntando ustedes, como me lo pregunté yo, si caccabus será el origen de cóncavo. Debería serlo, desde luego, para redondear la cosa, pero no lo es. Porque cóncavo deriva, qué desilusión, de concavus.

Y quizá a ustedes, como a mí, la olla les haya hecho pensar en la hoya, que es también una concavidad en la tierra. O sea, un hoyo. Lo curioso es que el diccionario señala que una hoya es específicamente un "hoyo para enterrar un cadáver". Es decir, que en última instancia, la olla y la hoya son la misma cosa.

Todo esto me hizo pensar que "olla" y "hoya" debían tener su origen en una misma palabra, es decir, que derivarían de un mismo término. Pero aquí tampoco acerté, porque sus orígenes son bien dispares, ya que olla deriva de olla, tal cual, mientras que hoya procede de fovea. 

En fin, ya ven ustedes que en este caso se me fue un poco la olla.

Sin embargo, esta palabra nos ofrece aún otro dato curioso. Como ya hemos dicho, la cárcava tuvo también la forma "cárcavo". Y resulta que de cárcavo se pasó a "cárcamo", de donde derivó "carcamal", es decir, aquel que, por decrépito y caduco, parece ir camino del cárcamo.

Así se ve cómo las palabras se mezclan entre sí, se combinan, se complementan y se enriquecen unas a otras,  cual si fuesen ingredientes de una sopa. Pero de una sopa con mucha sustancia. Nada de pampiroladas. 

 

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jueves, 27 de julio de 2023

Pensamientos greguerescos

(Divertimento veraniego)


La t es la l con pajarita

 *

La q es la p cuando se mira en el espejo

 *

La guitarra es un fusil que dispara balas musicales

 *

 Cuando el viento sopla los árboles le hacen cosquillas al cielo

El televisor es la jaula en la que habita la realidad domesticada 

A la misa del gallo van las gallinas de luto

*

Los bebés son personas de repuesto 

*

El calamar se defiende pintando acuarelas

Las dunas del desierto se desplazan a lomos de los camellos

*

Quizá el sentido de la vida consista en buscar el sentido de la vida

*

Un suspiro es el espíritu de un recuerdo 

*

Las vías del tren son las cremalleras del campo

 ***



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lunes, 26 de junio de 2023

Yo inventé los blogs

Juguetes del viento acaba de cumplir un año más, quince nada menos, y para celebrarlo he querido recordar esta entrada que se publicó originalmente el 2 de junio de 2011. También quiero manifestar mi más profunda gratitud a los lectores que me acompañaron en etapas anteriores y a los que siguen acompañándome hoy.


Yo inventé los blogs

Bueno, no es eso exactamente.
En realidad debería decir, para ajustarme más a la verdad, que yo deseé los blogs antes de que estos se inventaran.
Porque cuando yo era adolescente, preadolescente incluso, imaginaba -o deseaba- un lugar donde uno pudiera escribir cosas y otras personas pudieran leerlo.
Sí, claro, existían los periódicos, las revistas y los libros, pero eso era inaccesible para la gente normal y corriente y sobre todo para los niños.

Lo que yo anhelaba era un lugar, un medio, donde pudiera escribir cualquiera, por ejemplo yo, y que fuera público. Un sitio donde hablar de lo que a uno le interesaba o le gustaba; de lo que uno pensaba sobre cualquier asunto, o contar algo interesante que nos hubiera pasado; algo que fuera importante para nosotros…


Y pensaba y pensaba qué sitio podría ser ese, cómo se podría llevar a cabo lo que yo imaginaba. Pero no se me ocurría nada que no fuera lo que ya existía, y que, efectivamente, no estaba a mi alcance.

Por aquel entonces yo me conformaba –qué remedio- con escribir para mí misma: un diario para las cositas personales, y una libreta donde apuntaba otras cosas que sí me hubiera gustado "publicar". Por ejemplo, juegos de palabras que se me ocurrían; cuentecillos y sobre todo, errores de expresión encontrados en diferentes medios o curiosidades lingüísticas escuchadas por aquí y por allá.

Recuerdo, por ejemplo,  haber anotado una frase que oí en una película, en la que unos amigos iban a un restaurante y decía uno de ellos: “Vamos a ordenar una pizza”. Y  a continuación de la frase yo comentaba que deberían haber dicho “vamos a pedir una pizza”, y que sin duda se trataba de un error de traducción.
Ya se sabe: el repipi no se hace; nace.

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De manera que para dar rienda suelta a mi vocación de correctora repelente, de cansina notaria de lo cotidiano y de narradora pretenciosa, lo único que podía hacer era esperar a ser mayor, estudiar periodismo y, cuando trabajara en un periódico o una revista, escribir artículos sobre esas cosas.
O, directamente, hacerme escritora (risas).

Por supuesto, estamos hablando de la era paleozoica, de modo que los ordenadores no eran todavía, ni mucho menos, de uso doméstico, y de internet no conocíamos ni el nombre.

Durante un breve espacio de tiempo, pude en cierto modo dar satisfacción a esos anhelos míos de escribir cosas y que aparecieran en algún sitio. Fue cuando algún profesor del instituto, con mucha voluntad y pocos medios, puso en marcha una revista. Y allá que fui yo a contribuir con articulillos y comentarios.
La experiencia no duró mucho, pero sirvió para que me diera cuenta de una cosa: aquello no era lo que yo buscaba.
No. Seguía sin saber qué era, en qué consistía lo que yo soñaba, pero no era una revista de instituto.
Era otra cosa. Tenía que haber otra cosa.

Y ahí me quedé, en ese anhelo, en ese echar de menos algo que no sabía qué era pero que, estaba segura, tarde o temprano tendría que aparecer.

Hasta que un buen día, ya en el siglo XXI, y ya con internet en nuestras vidas como elemento cotidiano, oí hablar de los “diarios online”, de los weblogs y de los blogs.
 Al principio no sabía muy bien qué eran realmente, pero cuando lo comprendí y empecé a ver algunos me dije: ¡Tate! Ahí está. Eso era.

Y efectivamente, eso era.

Lo que hoy llamamos blogs tan alegremente, que consideramos algo de lo más normal y que está al alcance de cualquiera, es aquello con lo que yo soñaba, lo que yo esperaba, aunque no supiera ni cómo denominarlo.

Y es que como todos somos humanos y todos tenemos los mismos sueños y las mismas necesidades, no hay más que esperar –con paciencia, eso sí- a que alguien invente o dé forma a lo que otros solo podemos intuir vagamente.

Y siempre ocurre. Siempre hay alguien que, tarde o temprano, es capaz de hacer realidad lo que para otros no es más que una mera fantasía, una ilusión sin sustento.

Demos gracias por ello.


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domingo, 11 de junio de 2023

Lo inútil

Entre otras muchas cosas esenciales, dice Nuccio Ordine en La utilidad de lo inútil, que mantenerse ajeno a las leyes del mercado,  no aspirar a beneficios materiales y estar al margen de la dictadura del utilitarismo que impera en el mundo actual, es una forma de resistencia, de enfrentarse a esa supremacía del tener sobre el ser que domina nuestra sociedad.

Dice también que las posesiones materiales importan hoy más que la cultura y los valores humanos fundamentales. Por eso, hacer las cosas por el puro gozo de hacerlas, de manera gratuita y desinteresada, es anticuado e "inútil", en el sentido de que no produce ningún beneficio material. Pero justamente por ello, es un antídoto contra la "dictadura del beneficio y la posesión" que impregna todos los aspectos de la vida cotidiana.

Añade que la literatura, la verdadera, la que no está supeditada a los mandatos del mercado, es necesaria para entender lo que es realmente esencial, y nos enseña a no caer en la obsesión por las ganancias y los beneficios materiales o prácticos. 

Porque la cuestión es que, como nos enseña el Quijote, la ilusión y los ideales, la fantasía, el entusiasmo, el deseo de conocer... es decir,  lo "inútil", es lo que en realidad da sentido a la vida, no las riquezas ni el poder.

Así pues, creo que podemos concluir que ustedes, señoras y señores que se dedican a bloguear, a compartir gratuitamente sus ideas y sus creaciones, a regalar pensamientos y conocimientos; a infundir entusiasmo e inspirar emociones y reflexiones, por el mero gusto de compartir y comunicarse, ustedes, blogueros, son unos desinteresados, unos antiguos, unos quijotes y unos poetas locos que van contracorriente y que resisten a la vorágine utilitarista del mundo. Y precisamente por eso son ustedes necesarios.



 

Nuccio Ordine, el filósofo, el profesor, el humanista, el clásico, nos dejó ayer, 10 de junio de 2023. Creo que ya habrá llegado al paraíso de los sabios.


jueves, 25 de mayo de 2023

Las experiencias de leer

En la entrada anterior hablábamos sobre lo que nos aporta emocionalmente la lectura de libros, y, como siempre, ustedes, amables lectores, dejaron comentarios muy sugerentes, con puntos de vista diversos y referidos a muchos aspectos diferentes de la cuestión. 

El caso es que con esas ideas rondando por la cabeza me acordé de un libro que leí hace algún tiempo, La experiencia de leer, de C. S. Lewis,  que me dejó también muchas ideas interesantes sobre las que meditar. Y he pensado que quizá estaría bien compartir con ustedes algunas de esas ideas, por si les resultan de interés.

Por ejemplo, el autor se pregunta, o nos pregunta, de qué sirve interesarse y entusiasmarse por historias que no han sucedido, o por sentimientos que, en muchos casos, no nos gustaría experimentar en la realidad. Qué utilidad tiene imaginar cosas que nunca existirán. En resumidas cuentas, a qué se debe que la lectura de ficción nos interese y nos atraiga tanto. Y la razón, según plantea Lewis, es (como ya sospechábamos nosotros) que con la lectura perseguimos una ampliación de nuestro ser, nada menos; que buscamos ser más de lo que somos, ver el mundo como lo ven otras personas, imaginar lo que imaginan otros y sentir lo que sienten otros.

Es decir, con la lectura buscamos salir de nosotros mismos y entrar en otras mentes, y así convertirnos temporalmente en esas otras personas. Es, por lo tanto, una forma de trascendernos a nosotros mismos.

Claro que esto sólo lo consigue la buena literatura. Sólo la buena literatura nos permite acceder a experiencias distintas de la nuestra. Pero ¿qué es la buena literatura? ¿Qué es un buen libro? Según Lewis, un buen libro es aquel que resiste una buena lectura, o sea, una lectura exigente. Por lo tanto un buen libro es, en cuanto a la escritura, aquél que está libre de defectos de forma: de ideas y frases tópicas, de lugares comunes, de descripciones farragosas, de situaciones inverosímiles,  personajes incoherentes, etc. Y en cuanto al contenido, es bueno el libro que tiene interés para quien busca algo más que emociones superficiales o historias entretenidas.

Respecto a esto, también distingue Lewis dos clases de lectores: aquellos a quienes no les importa que el libro esté mal escrito, que tenga una técnica defectuosa, o cuyo contenido sea trivial, ya que sólo leen para distraerse con aventuras o misterios. Estos lectores no profundizan en los libros porque en realidad la lectura no forma parte importante de sus vidas, sino que es sólo un entretenimiento. La otra clase la forman los que Lewis considera buenos lectores, que son  los que no admiten los defectos antes mencionados. Son lectores que tienen sensibilidad literaria, y a los que les gusta hablar sobre libros y reflexionar sobre lo que leen, y que buscan con la lectura enriquecer su mundo mental.

Esas son las dos clases de lectores que distingue el autor, pero yo creo que hay una tercera, que tiene parte de ambas. Son aquellos lectores que tienen sensibilidad, que le exigen a un libro algo más que una mera historia para entretenerse y que buscan también ampliar su visión de las cosas, pero que, por una razón u otra, no suelen compartir sus impresiones con otras personas, no suelen hablar de libros aunque mediten sobre ellos.

O quizá se podrían establecer muchas otras clases de lectores, porque la lectura, ya sea superficial o profunda, según la inclinación, el gusto y los deseos de cada cual,  es una experiencia personal e íntima, diferente para cada uno, y tal vez la actividad más individual, la que más nos hace estar con nosotros mismos, aunque al mismo tiempo nos lleva más allá de nosotros. Lo cual me parece una fascinante paradoja, por cierto.

 

 

Parque de Málaga

 

 

sábado, 6 de mayo de 2023

Días de libro y rosas

Esta entrada se publicó originalmente en Juguetes del viento el 23 de abril de 2018.

Una vez conocí a una persona que, según me dijo, nunca había leído un libro.

No era la primera vez que oía a alguien decir eso, claro, pero en esta ocasión me llamó más la atención, quizá porque entonces yo ya era consciente de la importancia que la lectura tenía para mí.

La cuestión es que en ese momento pensé que esa persona “no sabía lo que se perdía”, como se suele decir,  porque yo estaba segura de que así era, de que no leer libros era privarse de muchas posibilidades: de aprender, de descubrir, de divertirse, de meditar, de sentir consuelo y compañía… Como dice Eugene Field en Los amores de un bibliómano:

Risa para mis momentos más alegres, distracción para mis preocupaciones, 
consuelo para mis pesares, charla ociosa para mis momentos de mayor pereza, 
lágrimas para mis penas, consejo para mis dudas, y seguridad contra mis miedos. 
Todo esto me dan mis libros…


Sin embargo, más adelante cambié de opinión. No es que ya no creyera en las bondades de los libros, sino que empecé a pensar que me equivocaba, que quienes no leían libros no se perdían nada, que seguramente esas personas encontrarían de otra forma el deleite y el solaz que otros encontramos en la lectura. Y siguiendo este pensamiento me dije que los amantes del deporte, por ejemplo, podrían pensar igualmente que yo “no sabía lo que me perdía” por no tener afición a ellos. Es decir, que cada uno disfruta a su manera y encuentra satisfacción en cosas diferentes.

Pero un tiempo después cambié de opinión nuevamente, y volví a pensar que no leer quizá sí suponga, no perder, pero sí dejar de ganar algo. Porque me parecía que otras aficiones –el deporte, la ópera, el ajedrez, la pintura, los puzzles…– implicaban una inclinación determinada y específica que como es lógico no todo el mundo siente, mientras que la lectura, me parecía a mí, era algo general, inherente al ser humano y hasta necesario.

No sé si esto tiene alguna lógica o algún fundamento científico, pero mi sensación es que sí. Porque lo cierto es que desde que nacemos nos gusta que nos cuenten cosas, nos gustan los cuentos, las historias, y sabemos que el cerebro las recibe con agrado y saca provecho de ellas. También nos gustan las películas, los chistes, las anécdotas, las canciones… que no son sino formas de contar historias. Es decir, que la esencia de la literatura -la narración de historias- es, en efecto, inherente al ser humano, un acto natural.

En los tiempos de las cavernas nuestros ancestros se reunían
alrededor del fuego por la noche. Los lobos aullaban en la oscuridad,
más allá del resplandor del fuego. Y una persona empezaba a hablar.
Y contaba una historia, para que la oscuridad no nos diese tanto miedo.

                                                            (El editor de libros. “Genius”, Michael Grandaje, 2016)
  
De manera que quizá el gusto por la lectura, por las narraciones, sea algo con lo que nacemos pero que con el tiempo muchas personas van perdiendo, como ocurre con la inocencia, el deseo de aprender o las ganas de jugar. Y en otras personas, por el contrario, no sólo se mantiene ese gusto sino que va haciéndose más completo y cabal.

Creo que no se puede dudar que la lectura de libros también nos da, aparte del regocijo personal, una visión más amplia del mundo, nuevos puntos de vista, aspectos que desconocemos de la realidad, ideas que nunca habíamos tenido y circunstancias en las que nunca habíamos pensado; y todo esto, creo yo, desemboca en un conocimiento mayor del ser humano –incluidos nosotros mismos– y una mayor capacidad de comprensión de nuestros semejantes.

Y también creo que todo esto influye en nuestro bienestar. Se dice que cuanto más conscientes seamos de todo, de la realidad en su más amplio sentido, más pesimistas nos volveremos. Y puede que sea verdad, pero creo que el conocimiento, en todo su sentido también, nos abastece  de nuevos recursos mentales y emocionales para manejar mejor esa conciencia de la realidad.

Sin duda hay personas felices e infelices, lúcidas y no tan lúcidas tanto entre quienes leen como entre quienes no leen. Pero aunque me demostrasen que leer libros no sirve para todo eso que yo creo, y que el bienestar personal no tiene nada que ver con la lectura, yo me alegro de ser lectora. Entre otras cosas, porque gracias a eso puedo compartir muchas meditaciones con ustedes. 





sábado, 15 de abril de 2023

Querido librito

Espero que no te importe que me refiera a ti con este diminutivo. Desde luego, no lo utilizo porque seas pequeño, ya que no lo eres en ningún sentido. Tienes más de seiscientas páginas y contienes una obra clásica, considerada entre las grandes de su género por su carácter innovador, su estilo, su estructura narrativa y la apasionante historia que nos cuentas.

Si utilizo el diminutivo es con intención afectuosa, con amor incluso, y con gratitud. Porque tus páginas están acompañándome estos días de una forma gratísima y están proporcionándome momentos de gran solaz.

Cuando me interno en la historia que contienes, querido librito, siento como si entrara en una cápsula mágica que me aísla del ruido, de los males del mundo real y de los pensamientos perturbadores. Y entonces me dejo emocionar por la valiente Marian, por su carácter resuelto, su perspicacia y el amor absoluto que siente por su hermana menor. Y me emociono también con ella, la joven Laura, tan desdichada, tan sufrida y tan generosa.

Y me conmuevo con la desventura del joven Walter, con la forma altruista con que renuncia a su amor; y me enfado con el señor F. por su pasividad, por su indolencia, su egoísmo y su falta de consideración, aunque también me resulta risible por sus caprichos y sus melindres; y me irrito cada vez que aparece el exquisito P. G. porque es tan correcto, tan galante y apuesto que no puedo sino sospechar de tanta perfección; y me siento intrigada con el misterioso e inquietante conde F...

Sí, me manipulas, librito. Juegas con mis sentimientos, me llevas de acá para allá en un vaivén de emociones,  y yo te sigo el juego gustosamente.

Tengo entendido que algunos consideran que la historia que contienes es un mero folletín, pero cómo va a serlo cuando tus páginas están escritas con palabras tan precisas y tan elegantes; cuando se congregan en ellas personajes tan carnales, tan humanos en sus peculiaridades, sus dudas, sus preocupaciones y sus errores, y cuando su historia está presentada con tanta maestría.

Así que no te acabes todavía, querido librito, déjame seguir leyendo; déjame seguir viviendo en tu mundo de papel, ese mundo en el que todo es lógico y coherente, y en el que todo, hasta lo más extraño, tiene pleno sentido y un por qué; ese mundo en el que, por esas razones, me siento segura y a salvo.

***


Queridos lectores de este modesto blog:

Ya que hemos hablado de juego, ¿quizá les gustaría jugar a adivinar, con las escasas pistas que he dejado, de qué obra se trata?



domingo, 26 de marzo de 2023

EL SERPIENTE


Rogelio se rascaba la cabeza y luego se miraba las uñas, como si esperase encontrar  alguna sorpresa que hubiese estado oculta en su escaso pelo. Entonces miraba las cabezas de sus compañeros, repartidas por la sala y adornadas con cantidades de cabello variables, pero ninguna tan calva como la suya. Y miraba sus barrigas, algunas con cierta curvatura, pero ninguna tan prominente como la suya. 

Los compañeros —salvo Mariana, a la que no le gustaban los motes— se referían a Rogelio como el serpiente, porque tenía cada ojo de un color: uno azul y otro marrón rojizo. Esto, según la percepción de los compañeros, le daba un aire reptiliano, amenazador. Pero sobre todo lo llamaban el serpiente porque lo consideraban repulsivo.

El desprecio era mutuo, en realidad, pero Rogelio tenía la ventaja de que él no  necesitaba a nadie, mientras que los otros se veían con frecuencia obligados a recurrir a él.

En esas ocasiones, Rogelio se retrepaba en su silla, cruzaba las manos sobre la barriga, siempre aprisionada en camisetas descoloridas, y los miraba con su mirada bífida, que él acentuaba con una media sonrisa insidiosa y satisfecha.

—Parece mentira que no sepáis solucionar esto —decía, abriendo algún programa informático y pulsando unas cuantas teclas—. Ya está, ya lo tenéis en vuestros ordenadores, lumbreras.

Y los miraba fijamente con su mirada bicolor, sabiendo que eso los desconcertaba, porque cada ojo parecía expresar una emoción diferente.

—Gracias, Rogelio —respondían los compañeros, humillados y ofendidos por no tener más remedio que pedirle ayuda. 

Cuando se alejaban, Rogelio murmuraba:

—No podéis pasar sin mí.

Y lo decía de manera que pudiesen oírlo pero al mismo tiempo no pudiesen estar seguros de lo que había dicho.

Por las tardes, en la soledad de su casa, Rogelio se miraba en el espejo. Intentaba comprobar si había perdido más pelo o si le empezaba a salir nuevo, y se medía la barriga para ver si había variado de tamaño. A continuación se lavaba la cabeza con un champú anticaída, fortificante y tonificante; después se aplicaba una loción estimulante del crecimiento capilar y, siguiendo las instrucciones del envase, se cubría la cabeza con un gorro de plástico para que el calor favoreciera la penetración del producto en la piel.

Acto seguido intentaba realizar una sesión de gimnasia que incluía una serie de flexiones, ejercicios con pesas y una caminata en la cinta andadora. Apenas lograba agacharse ligeramente dos o tres veces, levantar dos o tres veces unas pequeñas pesas de dos kilos, y caminar diez minutos en la cinta a velocidad media. Sin embargo, cuando terminaba se sentía agotado, asfixiado y dolorido, y unos riachuelos de sudor y loción le caían por la cara desde debajo del gorro. 

En esos momentos, pensaba entre jadeos en lo humillante que sería que lo viesen así sus compañeros, que lo viese Mariana en esa tesitura, y se estremecía de vergüenza.

Entonces volvía al espejo y se miraba de cerca. Se miraba la mirada. Se miraba aquellos ojos dispares, díscolos, desconcertantes, y sonreía con su media sonrisa de satisfacción.


Foto Ángeles