En varias ocasiones me han preguntado por el lema que figura en la cabecera de este blog:
“Léalo el curioso, ámelo el discreto y abunde en su sentir”. Y parece que eso
de “ámelo el discreto” no se entiende bien.
Conocemos la palabra
discreto con el sentido de prudente, moderado, reservado, alguien
o algo que no destaca. Pero originalmente esta palabra se refería al que está “dotado
de discernimiento”, ya que discreto proviene de discretus que es
el participio de discernere.
Y éste, claro está, es el sentido que tiene el término
discreto en el susodicho lema.
Las palabras, como las personas, cambian a lo largo
del tiempo, modificando su significado, perdiendo algunas de las diversas acepciones
que puedan tener, o ganando acepciones nuevas. Esto último, de hecho, está
ocurriendo en la actualidad a diario, debido a la tecnología. Palabras como
subir, bajar, descargar, pirata o piratería, ventana, y tantas otras, tienen
ahora significados que no tenían hace un par de décadas. Y esto se ha
convertido en algo tan cotidiano que no nos llama la atención.
Más sorprendente nos resulta, quizá, el hecho de que
algunas palabras hayan perdido el significado que tuvieron en otras épocas.
El lingüista
David Crystal dice que una palabra puede perder su significado, o uno de
sus significados, porque el concepto denominado por ella deja de tener validez
para el hablante; ya sea porque esa
palabra adquiere connotaciones negativas, o porque uno de sus sentidos empieza
a expresarse con otra palabra que se considera más moderna; o porque los
hablantes vamos otorgando nuevas interpretaciones a los conceptos abstractos.
Es decir, los cambios semánticos se producen por
motivos psicológicos, sociales y culturales.
Y yo creo que hoy día estos cambios
se producen sobre todo por la influencia de otros idiomas.
Hace algún tiempo hablamos
aquí de la palabra bizarro. Esta palabra, que procede del italiano bizzarro
(iracundo, altanero), significa en español “valiente”, “arriesgado” y también “generoso”:
“Ellas, antes, viéndolo tan hermoso, tan bizarro, tan
ardiente…”
(Eduardo Barrios. Gran señor y rajadiablos, 1948)
“Era el recién llegado un caballero bizarro, de noble
y elevada estatura y de esbelto tallo; vestía una sencilla armadura…”
(Nicasio C. Jover. Las amarguras de un rey, 1856)
Pero cada vez
con más frecuencia esta palabra se utiliza con el sentido de “extraño,
inusual”, que es el significado que
tiene bizarre en inglés. Y así se habla de “concursos bizarros”,
“noticias bizarras”, etc.
Así que si sigue extendiéndose el uso de este sentido y la
palabra bizarro cambia definitivamente su significado en español, podremos
decir que nosotros asistimos en directo a ese proceso de modificación
semántica.
El clásico villano |
El caso es que donde hay un caballero bizarro suele
haber también un villano, por lo que me pregunto si ese tipo “ruin, indigno o
indecoroso” ha sufrido también algún
cambio semántico.
Y resulta que sí, porque originalmente el villano,
del latín villanus, era el vecino o habitante de una villa o aldea.
¿Cómo pasaría el vecino de la villa a convertirse
en un tipo ruin? Como el villano, es decir, el labriego, el
hombre del campo, era lo contrario del hidalgo, del aristócrata, supongo yo que
si había algún malvado por ahí tenía que ser un villano. Porque bien sabido es que
de la nobleza jamás ha salido un bellaco, ¿verdad?
Si leemos libros escritos no hace unos cuantos siglos, sino sólo unas décadas, encontraremos muchos ejemplos de estos cambios
semánticos. Debido a esto algunas expresiones nos resultan incomprensibles, o,
cuando menos, chocantes. Y éste, por
cierto, es uno de los motivos por los que se dice que las traducciones tienen
caducidad, como los yogures.
Un ejemplo emblemático es el caso de la novela Los
monederos falsos (Les faux-monnayeurs, 1925) de André Guidé. En los
años treinta, cuando se publicó esta obra en español, la palabra monedero
tenía el significado de “fabricante de moneda”, y la locución monedero falso
por lo tanto designaba al falsificador. De hecho el diccionario de la RAE recoge tal cual la expresión monedero
falso y la define como “persona que acuña moneda falsa o subrepticia, o le da curso a
sabiendas”.
Pero hoy día la palabra monedero ha perdido, al menos en el habla común, la acepción de “fabricante de moneda” y
significa sólo el estuche en el que se guardan las monedas, por lo que monedero
falso hoy resulta una expresión extraña e incluso absurda.*
Por cierto, si hemos de
vérnoslas con un villano y con un monedero falso, nos convendría contar con un letrado.
Pero ojo, un letrado de hoy día, porque originalmente un letrado era sencillamente
una persona que sabía leer y escribir:
“…alto, hermoso, rudo,
valiente, emprendedor, poco letrado, pero locuaz en extremo…”
(Pedro Antonio de Alarcón. Buena pesca,
1854)
Y relacionada con las
letras está también la palabra letrero, que antes de significar “cartel”
o “anuncio”, significó, precisamente, letrado:
“¿Por qué?, dirá el menos
letrado o letrero de mis lectores.”
(Ángel Muro. El practicón, 1893).
Estos cambios de significado a mí me fascinan, no sólo
por el propio hecho del cambio, que es en sí mismo algo interesantísimo desde
el punto de vista lingüístico, sino sobre todo porque demuestran
la conexión tan profunda e indisoluble que existe entre el lenguaje y la vida;
entre el lenguaje y nuestra esencia humana. Pues del mismo modo y al mismo
tiempo que cambiamos nosotros y nuestra sociedad, cambia el lenguaje, reflejando y revelando cómo a lo largo del tiempo se modifican
nuestras actitudes, nuestra forma de pensar y nuestra forma de entender el
mundo.
*existe ya una traducción actualizada, con el título de Los
falsificadores de moneda, realizada por María
Teresa Gallego en 2012 para Alba Editorial.