(Inspirado por "Cuando fui mortal", de Javier Marías)
Leí una vez que convertirse en fantasma era una maldición, porque quien llega a este estado perpetuo y estático, adquiere la capacidad de recordarlo todo, incluso aquello de lo que no pudo tener noticia mientras fue mortal pero que de un modo u otro le concernía.
Yo también creí, mientras fui material, que era mejor no saberlo todo, que ignorar ciertos hechos y circunstancias era lo conveniente para vivir sin demasiado desasosiego.
Sin embargo, ahora que yo misma soy un fantasma y que, efectivamente, he adquirido esa capacidad de recordar hasta lo que no supe en su momento, he descubierto que éste no es un estado de crueldad, como había leído, sino de alivio. Porque ahora puedo ver lo equivocada que estuve en muchas ocasiones, los temores infundados que sufrí y las opiniones erradas que me formé. No, saber no es una maldición, sino todo lo contrario. Ahora me he liberado de temores e inseguridades nacidos de la ignorancia y que me mortificaron sin justificación.
Recuerdo, por ejemplo, la época, cercana a mi jubilación, en que estuve convencida de que mis compañeros de trabajo me compadecían por mi edad y mi torpeza. Yo me sentía incapaz de aprender cosas nuevas, temía encontrarme con programas informáticos nuevos, con protocolos nuevos, y pensaba que los demás, más jóvenes y más inteligentes, sentían cierto rechazo y lástima por mí, y que los jefes ya me consideraban un lastre, un estorbo.
Ahora, al poder recordar aquellos días al completo, en todas sus dimensiones, he sabido que estaba del todo equivocada, y que cuando veía que mis compañeros y jefes murmuraban sobre mí, no pronunciaban sino elogios por mi capacidad para adaptarme a los cambios y por el ritmo de trabajo que seguía manteniendo. Es decir, eran mis complejos y mi inseguridad lo que me hacía ver una realidad que no existía; y mi limitado punto de vista humano lo que me impedía ver la que sí existía. Así que esta capacidad de conocer me ha proporcionado un gran alivio y un gran sentimiento de gratitud por aquellas personas. Y sólo por eso la eternidad merece la pena.
También recuerdo el día en que murió mi hermana, la pena insoportable, la sensación de error, de injusticia; la imposibilidad de aceptar el hecho, y la frustración por no saber qué había ocurrido, por qué aquella muerte repentina por una enfermedad que nos había ocultado. Ahora veo todo aquello otra vez pero en su totalidad. Veo a mi hermana escribiendo en su diario sobre su estado, sobre su deterioro mental, el mismo que pronto le impediría volver a escribir y a leer; y sobre su profundo deseo de morir antes de que llegara ese momento. La veo preguntarse si para morir sería suficiente el deseo, la falta de voluntad de vivir. Y entonces veo que su muerte fue, por terrible que resulte decirlo, una bendición, una piadosa evitación de una agonía que habría resultado mucho más dolorosa que la propia muerte.
Así que esta capacidad de conocerlo todo me ha liberado de penas, decepciones y temores que por falta de información sufrí cuando fui material, y que me habrían acompañado en este deambular infinito y fantasmal, haciendo de mi eternidad un calvario.
Pero hay algo más, quizá más reconfortante aún para mí, y es que las personas a las que quise y todas aquellas con las que tuve alguna clase de relación, también han llegado o llegarán a este estado, y entonces ellas también sentirán el alivio de saber. Se disiparán todas las nubes y por fin todos conoceremos la paz y el sosiego, lo que tantas veces nos faltó mientras fuimos materiales.