lunes, 18 de diciembre de 2023

El regalo de los Reyes Magos


Pablito tenía cinco años y se despertó muy emocionado la mañana de Reyes. Había soñado que era un astronauta que paseaba en su cohete por el asombroso espacio sideral, y estaba seguro de que encontraría en el salón el cohete que había pedido en su carta a los Reyes Magos. Sus dos hermanas  entraron en su habitación para ayudarle  a ponerse la bata antes de ir al salón, donde ya estaban sus padres, rodeados de coloridas cajas y bolsas de regalos.

Pero Pablito se sintió decepcionado porque entre todos aquellos regalos no estaba el que más deseaba. Entonces la madre, cogiendo algo que había sobre una mesita, miró extrañada al padre, y dijo:

—Aquí hay un sobre para Pablito.

—¿Ah, si? —dijo el padre, también extrañado.

—¡Ábrelo, ábrelo! —dijo Pablito entusiasmado por aquel asunto tan curioso.

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Así pues, abrieron el sobre y leyeron la tarjeta que contenía. «Pablito, te hemos dejado uno de los regalos en la azotea», decía la nota, que estaba firmada por «Los Reyes Magos».

Pablito y su padre, como dos exploradores en zapatillas, pijama y bata, subieron a pie los dos tramos de escaleras que separaban su casa de la azotea, para averiguar aquel misterio tan misterioso. Al salir al aire frío de la mañana, allí, en la azotea, se encontraron con un cohete espacial. Pablito miró a su padre con una pregunta en los ojos. Pero el padre no tenía respuesta. 

Los dos recorrieron con la vista, de abajo arriba, la silueta del cohete, y por más que echaban la cabeza hacia atrás y levantaban la barbilla, no conseguían ver la punta.

Entonces el padre se dio cuenta de que había otra nota en el fuselaje del cohete, pegada con cinta adhesiva. Cada vez más perplejo, la despegó con cuidado y leyó:

«Querido Pablito: Aquí tienes tu cohete. No es exactamente el mismo modelo que pedías en tu carta, pero creemos que éste también está muy bien. Disculpa que no lo hayamos dejado en el salón junto con los demás regalos, pero es que no cabía, ni de pie ni tumbado. Viene con dos trajes de astronauta, uno de niño y otro de adulto. Conviene ponérselos, porque por ahí arriba, en cuanto te alejas un poco del sol, hace bastante fresco. Esperamos que disfrutes mucho de tus paseos por el asombroso espacio sideral. Un abrazo y hasta el año que viene. Tus amigos, Melchor, Gaspar y Baltasar».

Pablito y su padre, sin decir una palabra, volvieron a contemplar el cohete. Lo rodearon, lo tocaron. Era imponente, blanco como la nieve recién caída, con unas franjas rojas a los lados y una gran estrella azul en el centro. Tenía también, junto a la puerta, unas teclas como las de los cajeros automáticos, y junto a las teclas, unos números escritos a mano con rotulador rojo: 5-7-9, que coincidían con las edades de Pablito y sus hermanas.

—¡Dale, papá, dale! —dijo Pablito.

Y el padre, con un dedo un poco tembloroso, pulsó las teclas correspondientes. Entonces, con un suspiro como el de un globo al desinflarse, la puerta del cohete se abrió. Pablito y su padre se inclinaron para asomarse al interior. Miraron y remiraron pero no se atrevieron a entrar. Entonces sacaron la cabeza y allí, de pie en la azotea, al lado de aquella nave asombrosa, Pablito y su padre se miraron el uno al otro con los ojos muy abiertos.

—¿Ahora qué hacemos, papá? —preguntó el niño, cogiendo a su padre de la mano.

—Pues... habrá que probarlo... ¿no? —respondió el padre, sin saber muy bien lo que decía.

—Vale... —dijo Pablito, entre emocionado y asustado.

—Pero primero vamos a desayunar —añadió el padre—, no vaya a enfadarse mamá.

Al dirigirse a la puerta de la azotea para volver a casa, a Pablito le pareció ver un destello en el cielo de la mañana, como si tres estrellas, una detrás de otra, estuvieran sobrevolando el edificio.


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sábado, 2 de diciembre de 2023

Yo me encargaré

Era un domingo de principios de diciembre. El suelo estaba blanco y crujiente, y de los aleros colgaban grandes lágrimas heladas.

Mario llegó al refugio a pie, las manos en los bolsillos y la cabeza gacha, casi oculta por la capucha de su anorak. Aun así, Manuel y Olga,  que estaban descargando una furgoneta, lo reconocieron al momento.

Buenos días, Mario —saludó Manuel—. Ahí dentro está tu protegido, desayunando. 

Buenos días —respondió Mario—. Entonces sigue mejor mi Goku, ¿verdad? 

Mucho mejor, Mario, mucho mejor. Ese perro no sabe la suerte que tuvo al toparse contigo —dijo Olga.

Mario llevaba varios años colaborando con el refugio de animales del pueblo. Llevaba comida, compraba medicinas cuando era necesario, y siempre que su trabajo le dejaba tiempo, ayudaba atendiendo él mismo a los animales.

Pero Goku, un setter inglés de dulce mirada, era especial para él: era el primer animal al que había salvado. Lo había encontrado dos semanas antes, vagando por las afueras del pueblo, sucio, flaco, agotado. Debía llevar varios días perdido.

¿Qué haces por aquí tú solo, precioso? —le dijo Mario cuando lo encontró, al tiempo que se inclinaba para acariciarlo. Y entonces vio que el perro llevaba collar y una chapa con su nombre.

El animal, habituado a la compañía de personas, se mostró confiado y se dejó acariciar, quizá intuyendo que aquel hombre iba a ser su salvador. Y en cuanto Mario vio que no le tenía miedo, lo subió a su camioneta y lo llevó al refugio.

Es raro que se haya perdido —dijo Manuel aquel día—, un perro como éste, que debe estar acostumbrado al campo...

Habrá que ver si está enfermo, y quizá por eso lo hayan abandonado —dijo Olga.

Pero si fuese así —añadió Manuel—,  no le habrían dejado el collar con la chapa. No sé... en todo caso, no será de por aquí, no conoce estos andurriales y por eso no ha sabido volver a su casa.

No sé cómo nadie puede tener la maldad de abandonar así a un animal. Y encima con este frío... —dijo Mario, acariciando el largo pelaje blanco y negro, que había perdido su lustre y estaba apelmazado.

Ahora, al cabo de quince días, gracias a los cuidados de Manuel y Olga, y al cariño que Mario le había mostrado, Goku había recuperado peso y estaba mucho más fuerte y alegre. Y así, con vitalidad y alegría, recibió a Mario cuando lo vio entrar.

¡Hola, precioso! —le dijo Mario, abrazándolo. Y dirigiéndose a Manuel añadió—: Me lo llevo a campear un rato.

Era la segunda vez, desde que Goku había empezado a mejorar, que Mario se lo llevaba a pasear por el campo. Estaba esperando a que se recuperase por completo para adoptarlo.

Cuando llevaban ya un rato caminando entre árboles y matorrales, Mario se sentó en una gran rama caída, y el perro se acercó a él.

Yo me encargaré de que nunca vuelvas a pasarlo mal, precioso —le dijo al animal, que lo miraba con devoción—. Y el canalla que te abandonó tampoco volverá a abandonar a ningún perro. También me he encargado de eso.

Goku lo miraba con la cabeza inclinada a un lado y un brillo en los ojos que parecía una interrogación.

Sí, precioso —continuó Mario—, después de encontrarte vi carteles con tu foto en las tiendas del pueblo. «Perro perdido», había puesto el canalla. Se ve que se arrepintió de haberte dejado. Tenías que haberle visto la cara cuando entré en su casa... Seguro que pasó más miedo que tú cuando te viste solo y perdido, y le está bien empleado.

Echaron de nuevo a andar, y al llegar a otra zona de vegetación espesa, Goku pareció alterarse. Empezó a olfatear el suelo, dando vueltas sobre un mismo punto. Mario se detuvo a su lado, mirándolo con una sonrisa casi inapreciable en la cara. Pero cuando el perro empezó a escarbar el suelo lo sujetó y lo apartó del sitio.

Deja eso, Goku. Ahí no hay nada que valga la pena —le dijo.

 

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