martes, 27 de octubre de 2015

Cuestiones sobre un cuestionario



A mediados del siglo XIX se puso de moda en Inglaterra un juego de salón que consistía en responder una serie de preguntas de carácter personal, y que tenía la finalidad de conocer a fondo la personalidad de quienes las respondían. Las respuestas se anotaban y conservaban en los “álbumes de confesiones”, que fueron muy populares hasta finales de siglo y se intercambiaban entre los amigos como recuerdo.
El cuestionario manuscrito de Proust de 1890
Entrado el siglo XX estos álbumes o libros de confesiones ya no se usaban, pero  volvieron a ser conocidos cuando se encontraron  dos cuestionarios contestados por Marcel Proust: uno a los trece años de edad, en el álbum de una amiga, y otro, muy similar, a los veinte.

Desde entonces ese juego de preguntas se conoce como el cuestionario de Proust y algunos presentadores de la televisiones francesa y americana lo han utilizado para entrevistar a sus invitados y conocer algunos de sus rasgos más personales.

A mí me resulta curioso el hecho de que el cuestionario alterna preguntas muy sencillas con otras que me parecen muy difíciles de contestar. Aunque, en realidad creo que yo no sabría contestar siquiera a las más fáciles. Todas ellas requieren conocerse muy bien a uno mismo y haberse planteado con anterioridad determinadas cuestiones que no creo que se puedan contestar de improviso. Por ejemplo:

-¿Qué es lo que más valoras en tus amigos?
-¿Cuál es tu color favorito?
-¿Cuál es tu ocupación favorita?
-¿Qué don natural te gustaría poseer?
-¿Qué figura histórica te inspira mayor desprecio?
-¿Qué es lo que más detestas en general?

Quizás la única pregunta a la  que yo podría responder con cierta seguridad es cuál es mi flor favorita (la margarita); pero sería incapaz de decidirme por un escritor ni por un nombre; o decir cuál es mi héroe favorito de ficción y cuál de la vida real, Tampoco sabría decir el lugar donde me gustaría vivir, ni quién me gustaría ser, ni cuál es mi ideal de felicidad.


Pero sin duda debe de ser muy interesante ser capaz de contestar a estas preguntas y, sobre todo, contestarlas en diferentes momentos de nuestra vida, para ver cómo cambian nuestros gustos, nuestros deseos, nuestras opiniones.
Existe de hecho un sitio en internet (The Proust Questionaire Archive) en el que se puede realizar el cuestionario online y que registra y conserva las respuestas en páginas individuales, de manera que cada persona puede contestar varias veces a lo largo de los años y después comparar sus respuestas al cabo del tiempo.

Hoy día también se utiliza el Cuestionario de Proust en cursos y talleres de escritura creativa, para que los autores en ciernes imaginen las respuestas que darían los personajes que quieren crear. De este modo se supone que los personajes son dotados de una personalidad definida que los hará más verosímiles y con mayor entidad.
Y esto me ha hecho pensar en los grandes personajes de la literatura, en esos que parecen vivir más allá de las páginas de los libros, que nos parecen tan reales como nosotros mismos; y preguntarme si sus autores necesitaron o se les ocurrió crearles de antemano una personalidad, diseñarles un carácter, unos gustos determinados y unas opiniones definidas sobre cuestiones concretas.
Y me he imaginado a Cervantes preguntándole a Don Quijote, por ejemplo, cuál es el principal rasgo de su carácter o cuál su nombre favorito de mujer.
Álbum de confesiones. 1860
Y a Mary Shelley preguntándole al doctor Frankenstein cuál es su principal defecto o cómo querría morir.
¿Y qué le habría preguntado Emily Bronte a su Catherine Earnshaw? Tal vez cuál es la cualidad que más aprecia en un hombre, o cuál sería para ella la mayor desgracia.

No, no creo que ninguno de ellos, ni Shakespeare, ni Dostoievski, ni Galdós, ni Virginia Woolf, ni el propio Marcel Proust se plantearan de esta manera preguntas sobre la personalidad de sus creaciones literarias.

Pero a mí sí me gustaría jugar al juego del cuestionario con algunos de mis personajes favoritos. Por ejemplo, a Holden Caufield le preguntaría cuál es su estado de ánimo más típico; a Edna Pontellier cuál es su ideal de felicidad; a Hamlet le preguntaría cuál es el hábito ajeno que más detesta, y a Edmundo Dantés qué espera de sus amigos.

Probablemente ellos serían más capaces que yo de responder a las preguntas.
¿Y ustedes? ¿Sabrían contestar? ¿Y a qué personaje literario les gustaría hacerle alguna pregunta del cuestionario?




El cuestionario a los lectores, aquí.


miércoles, 14 de octubre de 2015

Una carta

Querido señor Walser:
 
En los últimos días he estado leyendo sus Historias de amor y, como ya me ha ocurrido en otras ocasiones, he sentido el deseo de escribirle unas líneas. Esta vez, como  ve, no he dejado pasar ese capricho.
Si me permite, señor Walser, yo sé que su vida no fue muy fácil ni alegre. Sé que padeció usted la melancolía de los poetas, el insomnio de los soñadores, la angustia de los sensibles. Y que pasó mucho tiempo solo y que así murió.
Sé también que fue usted una persona sin pretensiones, sin deseos de relucir, de destacar ni de ser alguien en el mundo. Al contrario, creo que, como el protagonista de su novela Jakob von Gunten, usted prefería no ser nadie, que  deseaba pasar  desapercibido, no tener responsabilidades ni compromisos duraderos; hacer sus modestas tareas con esmero y que lo dejaran soñar tranquilo.
Me embelesa y me admira,  señor Walser, que a pesar de sus desdichas, de su inadaptación, de sus fracasos, sus historias en general y estos pequeños cuentos de amor en particular, tengan un espíritu alegre. Ese tono inocente, juguetón, irónico y como de ensueño que hay en ellos me hace sonreír mientras los leo, y al final me provocan una leve sorpresa, un suspiro romántico o cualquier otra suave conmoción del espíritu.
Leer sus cuentos me hace sentir bien, ¿sabe usted?, me relaja y me alegra, porque al leerlos tengo la sensación de que no hay por qué enfadarse, afligirse ni quejarse; pero no por inconsciencia ni por indolencia, sino porque siempre hay un motivo para estar contento o porque se puede estar contento sin motivo.
Quizás algunos hayan pensado alguna vez que sus historias son insustanciales, que en ellas no ocurre nada, y que son incluso un poco deslavazadas. O que sus personajes no tienen entidad. Pero a mí me parece que sus cuentos y sus personajes reflejan un pequeño desdén por lo convencional, por lo esperado; y como usted vivió de otra manera,  también escribió de otra manera, sin encajar en lo previsto. Y que el encanto de su escritura está precisamente en la falta de aspiraciones, en la ingenuidad y en la naturalidad;  y en la sutileza del humor, de la ironía y de la parodia de las novelitas románticas y  de las convenciones que rigen las relaciones amorosas.
No quisiera resultar superficial, porque le tengo a usted mucho respeto, pero lo cierto es que me fascina la forma en que dejó usted este mundo, mientras daba un paseo por el campo nevado, aquel invierno de 1956. Y que fuera el día de Navidad y lo encontraran unos niños, caído en la nieve, herido de frío, como un ángel helado, le da a la circunstancia un aire de cuento de hadas que encaja muy bien con la imagen que tengo de usted, de persona desvalida, vulnerable y consciente de su fragilidad; de un hombre con el alma cándida y amorosa, feliz a su manera a pesar de todo. Un vagabundo de la vida que amaba el mundo y que sin decir "nada acerca de nada” cuenta mucho de sí mismo y de todos nosotros.
Cierro aquí esta carta, señor Walser, para seguir leyendo sus historias imprevisibles y sorprendentes, su imprevisible y sorprendente historia de amor por el mundo. 


Robert Walser. Historias de amor (Siruela, 2010)
Traducción de Juan de Sola Jovet y Juan José del Solar