domingo, 28 de enero de 2018

Una de ésas


Hace un par de semanas se me plantó delante una de ésas. Una de esas palabras que me obligan a indagar sobre ellas si no quiero que me persigan hasta en sueños.
Pero al contrario de lo que es habitual en estos casos de persecución léxica, esta palabra no era nueva para mí.  La conocía, sí, aunque sólo de oídas, porque, por alguna misteriosa razón, nunca había ido al diccionario para comprobar su significado.

La palabra en cuestión es tuera, y nunca se la he oído a nadie más que a mi madre, y sólo en la expresión “amargo como la tuera”. Supongo que por eso nunca pregunté por su significado, porque formaba parte de esa locución cuyo sentido completo sí entendía. Es lo mismo que me ocurría hasta no hace mucho con palabras como brete o dechado como quizá recuerden algunos de ustedes.

colothyntisLa cuestión es que días atrás, como decía al principio, por algún  motivo estaba yo pensando en que hay personas de trato muy áspero y descortés, y me dije que esas personas “resultan amargas como la tuera”. Esta expresión surgió de la forma más natural y espontánea, y en ese mismo momento, con cierta sorpresa por cierto, me pregunté por primera vez qué sería exactamente la tuera.
Y eso fue lo que dio pie a una nueva pesquisa semántica y a sus curiosos resultados.

El primer paso, como siempre y como es lógico, fue acudir al diccionario, y ahí encontré la primera sorpresa. Porque la entrada tuera remite a coloquíntida, que es otra palabra que conozco desde pequeña y que, dicho sea de paso, siempre me ha gustado mucho. Además, sabía que una coloquíntida es una planta, una especie de calabaza. De hecho la palabra griega de la que procede, kolokynthís, significa justamente “tipo de calabaza”.

Después de este primer descubrimiento seguí indagando un poco más, y así supe que la tuera o coloquíntida procede originariamente del norte de África y Egipto, que es del tamaño de una naranja y que tiene un sabor sumamente amargo. Por esta razón en la antigüedad se usaba como vomitivo o purgante. Lo malo es que, al parecer, sus efectos eran tan drásticos y violentos que resultaban muy perjudiciales; es decir, que era, literalmente, peor el remedio que la enfermedad.

La etimología nos dice que el término tuera deriva del mozárabe turah, que a su vez procede del latín phthora y éste del griego phtorá, que curiosamente significa ruina. De manera que en última instancia tuera significa ruina, lo cual me hace pensar que quizá se le dio esa denominación a la planta por la ruina que causaba en la salud. Y pensé también que decir “amargo como la tuera” sería entonces como decir “amargo como la ruina”, lo cual a mí me parece muy poético.

Por otra parte, como las palabras siempre van de la mano unas de otras, al indagar sobre tuera me encontré con que también existe el tuero, que a pesar del gran parecido no es pariente suyo. Tuero procede del latín torus, que tampoco es pariente del toro, y significa abultamiento. Por eso se denomina así al leño grueso que se pone al fondo del hogar. Y debido a esto el tuero se denomina también trashoguero, que a mí, no sé por qué, me parece una palabra colosal.
Jean Anglade
Jean Anglade

Hemos dejado atrás, pero no por ello olvidada,  a la coloquíntida, que como decía antes, es una palabra que siempre me pareció muy bonita, cantarina, con un sonido como de campanilla. Una palabra que resulta, curiosamente, dulce al paladar del oído.

Como también comenté antes, es una palabra que conozco desde siempre. Porque resulta que de niña leí una historia de la cual no recuerdo nada pero cuyo título nunca he olvidado: “Ladrón de coloquíntidas”. Y ahora que pienso en ello, se me ocurre que quizá fuese esa palabra tan curiosa del título lo que me llevó a coger el libro de las estanterías de casa y querer leer la historia.
Así que desde pequeña tuve en la cabeza estas dos palabras tan curiosas, tuera y coloquíntida, sin saber que ambas se referían a una misma cosa.

No di por terminadas aquí mis pesquisas, porque al recordar la historia de aquel ladrón de coloquíntidas quise saber quién sería su autor. Así que introduje el título de la historia en el buscador y en seguida obtuve el resultado: es un escritor francés llamado Jean Anglade, que, curiosamente había fallecido apenas dos meses antes, en noviembre de este recién pasado 2017, y además a la bonita edad de 102 años.

A veces las coincidencias se acumulan de tal modo que dan que pensar. Porque son demasiado coincidentes, valga la expresión, y cuesta creer que sean consecuencia del puro azar. Puede que no sean sólo las palabras las que van de la mano unas de otras, sino también los conceptos a los que se refieren. Quizá es que las palabras son aún más poderosas de lo que ya sabemos que son.
A mí al menos me gusta pensar que es así.


vintage vegetable


jueves, 18 de enero de 2018

De cómo Pascualito descubrió que necesitaba más palabras



Un día de primavera Pascualito iba caminando, de la mano de su madre, por un paseo en el que había grandes árboles a cada lado. Después de andar un trecho mirándose los zapatos, Pascualito levantó la vista un poco, y luego otro poco, y luego del todo, hasta ver las copas de los árboles, que le parecieron gigantes.
Y al fijarse en las ramas que se estiraban hacia arriba como si estuvieran sujetando el cielo, y al ver la enorme maraña de hojas que parecían nubes verdes, Pascualito tuvo una sensación muy rara.
Si hubiera conocido las palabras adecuadas habría podido decir que se sintió abrumado. O que esos árboles enredados con el cielo le hicieron sentirse aún más pequeño de lo que era. O podría haber dicho que tuvo una sensación de infinito, o que había sentido vértigo.

Pero como no conocía ninguna de esas palabras, y tampoco era capaz todavía de comprender sus emociones, no pudo decir nada de eso.  Sin embargo, intentó expresar lo que sentía preguntándole a su madre:
-Mamá, ¿el mundo no se acaba nunca?
A lo que su madre respondió que el mundo se acaba para cada persona al morir.

Pascualito tuvo entonces otra sensación rara,  como si no hubiera preguntado lo que quería. Como si lo que decía su pregunta no fuera suficiente para que su madre lo entendiera.  Porque eso de morir ya lo sabía. Lo que quería saber ahora era si alguna vez el mundo se acabaría del todo, para todos  al mismo tiempo. Quería saber si el mundo se termina como se termina una caja de galletas; si se va gastando poco a poco hasta que se apaga, como una vela,  o si duraría para siempre.
Pero claro, Pascualito, con seis años que tenía, no podía pensar esas cosas ni decirlas. No podía decirlas ni pensarlas, pero el caso es que eso era lo que sentía.

Y así fue como comprendió que necesitaba más palabras de las que sabía, que tendría que aprender muchas más para poder decirlo todo y que los demás lo entendieran bien.
Porque también comprendió, a su manera, que las palabras, a veces, no dicen lo que queremos que digan o lo que creemos estar diciendo; que las palabras, a veces, no significan lo mismo para todos. Y eso también le dio vértigo.



Aquí, otra historia de Pascualito

domingo, 7 de enero de 2018

Una tarea maravillosa


Dedicado a Conxita, Mar y Javier


Esta entrada corresponde a otra de las sugerencias presentadas por los lectores con motivo del aniversario del blog. En este caso, Conxita, Javier y Mar coincidieron en su interés por conocer el proceso de traducción de una obra literaria, y en concreto cómo abordo yo la traducción de un libro.

Y creo que lo primero que debo decir  es que me resulta muy difícil hablar sobre esto con brevedad y orden, porque son muchos  los elementos que intervienen y se entrelazan en el proceso de la traducción. Pero intentaré dar una idea clara y sin extenderme demasiado.

Untitled Jan Frederik Pieter Portielje
Mi primer paso ante cada nueva traducción es la lectura de la obra, o parte de ella, si de antemano no la conozco. Hay traductores que prefieren trabajar sin conocer el texto previamente, para tener la misma sensación de “novedad” o de “sorpresa” que tiene el lector, que va leyendo sin saber lo que viene a continuación. 

Lo cierto es que casi nunca hay tiempo de leer el libro entero antes de empezar a trabajar en él, pero yo siempre leo al menos unos capítulos, un cierto número de páginas, para familiarizarme con el estilo, los temas, los personajes, etc., y hacerme una idea general del tipo de obra de que se trata.

Igualmente, si el autor es desconocido para mí, también me informo sobre su vida y su contexto social e histórico. Porque creo que, en general,  para comprender a fondo una obra literaria, su sentido, su origen, en suma, su porqué, es conveniente conocer al autor  y sus circunstancias. Y esto puede ser particularmente importante en las obras que tienen un carácter metafórico.

Y después de este primer acercamiento empieza la traducción en sí, que, grosso modo, podría resumirse en lo que muchas personas creen verdaderamente que es traducir: ir leyendo el libro en un idioma y escribiéndolo en otro. 

Pero cada idioma tiene sus estructuras propias y su carácter, por lo que rara vez las frases se pueden traducir palabra por palabra, sobre todo cuando se trata de idiomas cuyas estructuras sintácticas y sus formas de expresión son muy dispares entre sí, como ocurre por ejemplo entre el inglés y el español. Ya lo dijo san Jerónimo: non verbum e verbo, sed sensum exprimere de sensu”, no palabra por palabra sino sentido por sentido.

Porque la obra, que está hecha de lenguaje, es como un mar: tiene una estructura superficial y una estructura profunda; lo  que dicen las palabras y cómo lo dicen, por un lado,  y lo que significan,  sus connotaciones, por otro. 
Y, dependiendo del nivel de complejidad de cada obra,  estas estructuras no siempre se pueden descifrar a la primera, o al mismo tiempo, o no siempre con total certeza. 

Por eso con el paso de las páginas trabajadas es como se va conociendo verdaderamente la personalidad de la obra. Y por eso, conforme ésta se va revelando a sí misma, es con frecuencia necesario ir volviendo atrás, para cambiar palabras, recomponer pasajes, y hacer cualquier modificación que se revele necesaria a la luz de las nuevas informaciones que la propia obra nos va proporcionando.

stack of books libros apilados
Otro aspecto del proceso de traducción, y sobre lo que Conxita preguntaba expresamente, es la documentación. En ocasiones, sobre todo con libros de tipo ensayístico, hay que dedicar un tiempo considerable a documentarse sobre determinados conceptos, para poder entenderlos plenamente y por lo tanto traducirlos con propiedad. 
Si en una obra se habla de un hecho histórico, o de un concepto filosófico, por ejemplo, debo cerciorame, primero, de si estoy interpretando correctamente lo que dice el autor sobre ese hecho o concepto; y segundo, de cuál es la manera habitual  de referirse a ellos en español. Porque no podemos traducir sólo las palabras que denominan ese concepto,  sino el concepto en sí; es decir, no darle otro nombre -aunque literalmente sea correcto- a algo que ya tiene una denominación establecida. 

Para terminar  este somero recorrido nos iremos directamente a la última fase del proceso, que es la revisión final, es decir, una lectura (o dos) de toda la obra ya traducida, para resolver dudas y  hacer modificaciones de carácter semántico, o fonético, o de ritmo, de tono, de estilo, cuya conveniencia se percibe  al leer la obra como un continuo, como un todo; también para detectar posibles equivocaciones o imprecisiones de sentido o de redacción; para eliminar erratas, etc. 

En fin, hay libros y más libros dedicados a la traducción, a todos sus aspectos, que son innumerables si no infinitos, como infinitas son las posibilidades del lenguaje. Esto es sólo una visión muy escueta y reducidísima de esta tarea maravillosa que requiere tiempo, dedicación, meticulosidad, paciencia, mimo… y por supuesto amor y pasión por el lenguaje y su manifestación más exquisita, la literatura. 

Old books and key Libros Antiguos y llave