Hace un par de semanas se me plantó delante una de ésas. Una de esas palabras que me obligan a indagar sobre ellas si no quiero que me persigan hasta en sueños.
Pero al contrario de lo que es habitual en estos casos
de persecución léxica, esta palabra no era nueva para mí. La conocía, sí, aunque sólo de oídas, porque,
por alguna misteriosa razón, nunca había ido al diccionario para comprobar su
significado.
La palabra en cuestión es tuera, y nunca se la
he oído a nadie más que a mi madre, y sólo en la expresión “amargo como la tuera”.
Supongo que por eso nunca pregunté por su significado, porque formaba
parte de esa locución cuyo sentido completo sí entendía. Es lo mismo que me
ocurría hasta no hace mucho con palabras como brete o dechado como quizá recuerden algunos de ustedes.
La cuestión es que días atrás, como decía al
principio, por algún motivo estaba yo
pensando en que hay personas de trato muy áspero y descortés, y me dije que
esas personas “resultan amargas como la tuera”. Esta expresión surgió de la forma más natural y espontánea, y en ese mismo momento, con
cierta sorpresa por cierto, me pregunté
por primera vez qué sería exactamente la tuera.
Y eso fue lo que dio pie a una nueva pesquisa
semántica y a sus curiosos resultados.
El primer paso, como siempre y como es lógico, fue
acudir al diccionario, y ahí encontré la primera sorpresa. Porque la entrada tuera
remite a coloquíntida, que es otra palabra que conozco desde pequeña y
que, dicho sea de paso, siempre me ha gustado mucho. Además, sabía que una coloquíntida es una
planta, una especie de calabaza. De hecho la palabra griega de la que procede, kolokynthís,
significa justamente “tipo de calabaza”.
Después de este primer descubrimiento seguí indagando
un poco más, y así supe que la tuera o coloquíntida procede originariamente del
norte de África y Egipto, que es del tamaño de una naranja y que tiene un sabor
sumamente amargo. Por esta razón en la antigüedad se usaba como vomitivo o
purgante. Lo malo es que, al parecer, sus efectos eran tan drásticos y
violentos que resultaban muy perjudiciales; es decir, que era, literalmente,
peor el remedio que la enfermedad.
La etimología nos dice que el término tuera
deriva del mozárabe turah, que a su vez procede del latín phthora
y éste del griego phtorá, que curiosamente significa ruina. De manera que en
última instancia tuera significa ruina, lo cual me hace pensar
que quizá se le dio esa denominación a la planta por la ruina que causaba en la
salud. Y pensé también que decir “amargo como la tuera” sería entonces como
decir “amargo como la ruina”, lo cual a mí me parece muy poético.
Por otra parte, como las palabras siempre van de la
mano unas de otras, al indagar sobre tuera me encontré con que también
existe el tuero, que a pesar del gran parecido no es pariente suyo. Tuero
procede del latín torus, que tampoco es pariente del toro, y
significa abultamiento. Por eso se denomina así al leño grueso que se
pone al fondo del hogar. Y debido a esto el tuero se denomina también trashoguero,
que a mí, no sé por qué, me parece una palabra colosal.
Jean Anglade |
Hemos dejado atrás, pero no por ello olvidada, a la coloquíntida, que como decía
antes, es una palabra que siempre me pareció muy bonita, cantarina, con un
sonido como de campanilla. Una palabra que resulta, curiosamente, dulce al
paladar del oído.
Como también comenté antes, es una palabra que conozco
desde siempre. Porque resulta que de niña leí una historia de la cual no
recuerdo nada pero cuyo título nunca he olvidado: “Ladrón de coloquíntidas”. Y
ahora que pienso en ello, se me ocurre que quizá fuese esa palabra tan curiosa
del título lo que me llevó a coger el libro de las estanterías de casa y querer
leer la historia.
Así que desde pequeña tuve en la cabeza estas dos
palabras tan curiosas, tuera y coloquíntida, sin saber que ambas se referían a
una misma cosa.
No di por terminadas aquí mis pesquisas, porque al
recordar la historia de aquel ladrón de coloquíntidas quise saber quién sería su
autor. Así que introduje el título de la historia en el buscador y en seguida
obtuve el resultado: es un escritor francés llamado Jean Anglade, que, curiosamente
había fallecido apenas dos meses antes, en noviembre de este recién pasado
2017, y además a la bonita edad de 102 años.
A veces las coincidencias se acumulan de tal modo que
dan que pensar. Porque son demasiado coincidentes, valga la expresión, y cuesta
creer que sean consecuencia del puro azar. Puede que no sean sólo las palabras
las que van de la mano unas de otras, sino también los conceptos a los que se
refieren. Quizá es que las palabras son aún más poderosas de lo que ya sabemos
que son.
A mí al menos me gusta pensar que es así.