Un tío mío contaba entre risas,
para diversión de la familia, una anécdota que le ocurrió cuando era joven. A lo largo de los años la anécdota se contó en casa en diversas ocasiones y gracias a eso la recuerdo yo.
A ese muchacho que era entonces mi tío le gustaban las historias de terror (no sé, por cierto, si esto es algo
que se transmita por herencia genética, pero si así fuera, ya puedo suponer de dónde
viene mi gusto e interés por el género), y cada noche, antes de
dormir, leía un rato alguna novela o cuento escalofriante.
Decía que pasaba miedo, que se ponía nervioso, y que muchas veces estaba a punto de soltar el libro y no leer más, pero que al mismo tiempo disfrutaba mucho con aquellas emociones producidas por seres de pesadilla, sótanos siniestros, cementerios en ruinas y lúgubres bosques.
Una
noche, al parecer, se sintió especialmente impresionado por la historia que
acababa de leer y le estaba resultando difícil quedarse dormido.
Además se dio la circunstancia de que aquel día había
dejado una camisa blanca colgada de una percha y ésta colgada en el tirador de
la ventana.
Cuando
sus ojos se acomodaron a la penumbra de la habitación, pudieron
percibir el contorno de la camisa, que, colgada como estaba, le pareció por un momento un hombre allí de pie.
Con esta idea ya en la cabeza y con la imaginación estimulada por la lectura, mi tío se iba obsesionando cada vez más con la dichosa camisa, que ya se le figuraba el asesino de la novela que hubiera escapado de sus páginas.
Era consciente de que aquello no era más que su camisa, pero no podía librarse de
la impresión que le causaba. Y así, incapaz de ignorar aquella silueta fantasmal, tuvo que saltar de la cama, descolgar la camisa y guardarla en el armario.
Cuando
contaba la anécdota decía: “¡Yo ya veía al tío con sombrero y todo!”
Las
novelas que tanto entretenían y sugestionaban a mi tío en su juventud eran de las que se denominan, según he sabido después, “novelas de a duro” o "bolsilibros", que se vendían en los quioscos, constituían
lo que se considera infraliteratura, y eran el equivalente español de la literatura pulp americana.
En concreto, las
que coleccionaba mi tío eran las que publicó la editorial Bruguera durante los años setenta, en la colección “Selección Terror”, y que tienen títulos tan estupendos y rotundos como Bajo la fría lápida, El siniestro asesino soy yo, Calefacción en la tumba, Las llaves del diablo, o ¡Matad, muertos, matad!
Un día,
cuando mi tío ya estaba casado y era padre de familia, descubrí que las
novelitas seguían en casa de mis abuelos, olvidadas allí cuando su dueño
dejó la casa paterna. Mi abuelo me dijo que podía quedarme con ellas si las
quería.
Claro
que las quería, y hoy sigo conservando esa colección de historias
baratas que recuperé del olvido sin saber que con el tiempo se habían convertido en el preciado
objeto de coleccionismo que hoy día son.
Durante
las noches de aquel verano en que mi abuelo me las dio, esas novelitas pulp fueron
para mí un ligero e intrascendente entretenimiento. No me parecieron muy terroríficas ni tan persuasivas, pero siempre, antes de
apagar la luz, me aseguraba de que en mi habitación no hubiera nada que, en la
oscuridad, pudiera parecerse a la camisa de mi tío.
Es fácil encontrar en internet información sobre estas novelas y sobre sus autores más emblemáticos.