Nunca le he contado a nadie
que a mí no me gusta leer. Que en
realidad nunca he leído ningún libro entero. He empezado unos cuantos, pero me
aburro de tal manera que nunca paso de las primeras diez o quince páginas. No me interesa nada de lo
que se cuenta en los libros; la literatura me parece una falsedad, un
engañabobos, un pasatiempo para insomnes perezosos.
Pero un escritor, y menos un escritor de éxito como yo, no puede decir eso. Sería un desprestigio, un escándalo que pondría en peligro mi medio de vida. Por eso tengo mi casa llena de libros, para cuando vienen las visitas, y sobre todo los críticos, los colegas y mis alumnos de los talleres de escritura. Hay que guardar las apariencias.
A veces casi me veo en un apuro, cuando en una entrevista, en clase o en cualquier acto literario me preguntan qué opino de tal o cual libro, de tal o cual autor. Pero ya tengo suficiente experiencia para salir del paso, y unas cuantas frases prefabricadas que utilizo según la ocasión. Por ejemplo, si me preguntan por alguna obra de reciente publicación, basta con decir: "No tengo tiempo para estar al tanto de las novedades"; o "Tengo buenas referencias de ese libro, pero no lo he leído aún".
Si me preguntan por mis obras favoritas, respondo: "Los clásicos nunca fallan. Siempre hay que recurrir a los clásicos". Entonces dejo caer algún que otro nombre de prestigio, como Henry James, Tolstoi, Flaubert, y listo. Y si quiero impresionar un poco, Gustav Meyrinc o Marina Tsvietáieva, por ejemplo, quedan fenomenal.
En ocasiones un colega o un alumno me ponen en un verdadero aprieto. Hay libros que, por lo visto, son "imprescindibles" y todo el mundo los ha leído; y me comentan algo de ellos dando por hecho que los conozco bien. En esas ocasiones suelo decir: "La verdad es que ya se ha dicho tanto sobre esa obra que es imposible añadir nada nuevo...". Y entonces me dan la razón y pasamos a otro tema.
Otras veces me dicen que tal o cual libro mío tiene "claras reminiscencias nabokovianas"; o que en tal otro se perciben alusiones a, qué sé yo, "los poetas malditos del diecinueve". ¿Se puede saber de qué hablan? Pero, claro, tengo que poner cara de fumador de pipa y decir algo interesante. Entonces suelto cosas como: "Bueno, ya sabe usted que el propio autor es muchas veces inconsciente de lo que sus libros pueden sugerir al lector". Y si me insisten sobre el asunto digo que es un honor que me relacionen con esos ilustres y rezo para que pasen a otra pregunta.
La verdad es que cada vez me resulta más agotador este continuo fingimiento. Y además últimamente noto que me faltan ideas, que escribir se me hace cada vez más cuesta arriba. Tanto es así que he empezado a fantasear con la idea de dar una rueda de prensa para decir la verdad, desvelar mi secreto y mandarlo todo a freír espárragos. Dejar de escribir y poner un bar. Pero tengo firmados contratos y compromisos, y hay tanto montado a mi alrededor, tanta gente que depende de mí, de las ventas de mis libros, que no me lo iban a permitir.
Sin embargo otras veces pienso que a lo mejor un pequeño escándalo de ese tipo, en el momento adecuado, podría ser hasta beneficioso: "El autor que nunca ha leído un libro". "El escritor que desprecia la literatura". Seguro que algo así crearía expectación, indignaría a unos y fascinaría a otros, y mis ventas aumentarían sin duda. Como cuando uno se muere y el interés por su obra resucita milagrosamente. El mundo es tan disparatado que necesita sus propias incongruencias para funcionar.
Y, ahora que lo pienso, a lo mejor podría escribir una novela sobre este asunto... Pero no, no creo que funcionara: demasiado incoherente para ser ficción.