jueves, 19 de noviembre de 2020

Mi secreto


Nunca le he contado a nadie que a mí  no me gusta leer. Que en realidad nunca he leído ningún libro entero. He empezado unos cuantos, pero me aburro de tal manera que nunca paso de las primeras diez  o quince páginas. No me interesa nada de lo que se cuenta en los libros; la literatura me parece una falsedad, un engañabobos, un pasatiempo para insomnes perezosos.

Pero un escritor, y menos un escritor de éxito como yo, no puede decir eso. Sería un desprestigio, un escándalo que pondría en peligro mi medio de vida. Por eso tengo mi casa llena de libros, para cuando vienen las visitas, y sobre todo los críticos, los colegas y mis alumnos de los talleres de escritura. Hay que guardar las apariencias.

A veces casi me veo en un apuro, cuando en una entrevista, en clase o en cualquier acto literario me preguntan qué opino de tal o cual libro, de tal o cual autor. Pero ya tengo suficiente experiencia para salir del paso, y unas cuantas frases prefabricadas que utilizo según la ocasión. Por ejemplo, si me preguntan por alguna obra de reciente publicación, basta con decir: "No tengo tiempo para estar al tanto de las novedades"; o "Tengo buenas referencias de ese libro, pero no lo he leído aún".

Si me preguntan por mis obras favoritas, respondo: "Los clásicos nunca fallan. Siempre hay que recurrir a los clásicos". Entonces dejo caer algún que otro nombre de prestigio, como Henry James, Tolstoi, Flaubert, y listo. Y si quiero impresionar un poco, Gustav Meyrinc o Marina Tsvietáieva, por ejemplo, quedan fenomenal.

En ocasiones un colega o un alumno me ponen en un verdadero aprieto. Hay libros que, por lo visto, son "imprescindibles" y todo el mundo los ha leído; y me comentan algo de ellos dando por hecho que los conozco bien. En esas ocasiones suelo decir: "La verdad es que ya se ha dicho tanto sobre esa obra que es imposible añadir nada nuevo...". Y entonces  me dan la razón y pasamos a otro tema.

Otras veces me dicen que tal o cual libro mío tiene "claras reminiscencias nabokovianas"; o que en tal otro se perciben alusiones a, qué sé yo, "los poetas malditos del diecinueve". ¿Se puede saber de qué hablan? Pero, claro, tengo que poner cara de fumador de pipa y decir algo interesante. Entonces suelto cosas como: "Bueno, ya sabe usted que el propio autor es muchas veces inconsciente de lo que sus libros pueden sugerir  al lector". Y si me insisten sobre el asunto digo que es un honor que me relacionen con esos ilustres y rezo para que pasen a otra pregunta.

La verdad es que cada vez me resulta más agotador este continuo fingimiento. Y además últimamente noto que me faltan ideas, que escribir se me hace cada vez más cuesta arriba. Tanto es así que he empezado a fantasear con la idea de dar una rueda de prensa para decir la verdad, desvelar mi secreto y mandarlo todo a freír espárragos. Dejar de escribir y poner un bar. Pero tengo firmados contratos y compromisos, y hay tanto montado a mi alrededor, tanta gente que depende de mí, de las ventas de mis libros, que no me lo iban a permitir. 

Sin embargo otras veces pienso que a lo mejor un pequeño escándalo de ese tipo, en el momento adecuado,  podría ser hasta beneficioso: "El autor que nunca ha leído un libro". "El escritor que desprecia la literatura". Seguro que algo así crearía expectación, indignaría a unos y fascinaría a otros, y mis ventas aumentarían sin duda. Como cuando uno se muere y el interés por su obra resucita milagrosamente. El mundo es tan disparatado que necesita sus propias incongruencias para funcionar.

Y, ahora que lo pienso, a lo mejor podría escribir una novela sobre este asunto... Pero no, no creo que funcionara: demasiado incoherente para ser ficción.



miércoles, 4 de noviembre de 2020

Conexiones inconexas

Después de varios meses en los que Juguetes del Viento ha estado de reposo, regreso a este hogar virtual, a este saloncito de tertulias, para volver a charlar con ustedes, si les apetece.

Durante estos meses me han acompañado diversas lecturas, lo cual no es nada sorprendente. Pero a mí sí me ha sorprendido un poco que algunas de esas lecturas se hayan conectado entre sí de manera un tanto curiosa. O quizá es que yo quiero verlo así.

Una de esas lecturas fue Encuentros con libros*, una colección de ensayos y críticas literarias del maestro Stefan Zweig. En uno de los textos Zweig reflexiona sobre los diarios que escriben los adolescentes, y sobre todo las adolescentes, como forma de "rendir cuentas ante uno mismo", y de reflejar no sólo sentimientos y pensamientos, sino también hechos cotidianos, sin gran consecuencia, pero que para el adolescente resultan trascendentales, ya que en esa etapa se vive todo con mucha intensidad.

Dice también Zweig que por eso es excepcional que un adulto lleve un diario, y que sólo los poetas conservan esa manera tan intensa de vivir que tienen los adolescentes, y esa forma "pura y apasionada" de contemplar el mundo y sus misterios.

Y así se conectaron este libro y otro con el que lo estaba alternando: el impresionante Libro del desasosiego*. Porque esta obra es precisamente eso, un diario escrito por un adulto: el  poeta Pessoa. Aunque él, qué curioso, muestra una pasión inversa, por así decir, porque aparece pasionalmente desapasionado, sensiblemente indiferente a la vida, pero, por ello mismo, viviendo intensamente.

Y estas dos lecturas me llevaron, como formando una cadena de intangibles eslabones, a recordar otras páginas más peculiares, personales y exclusivas: mis propios diarios de  adolescencia y temprana juventud.  

Entonces me resultó inevitable hacer un breve viaje al pasado, repasando algunos de los pasajes que escribí entonces.  Y he comprobado que en aquel registro de lo cotidiano, de mis alegrías y mis desasosiegos, están, en efecto, ese entusiasmo, esa intensidad y esa mirada apasionada al mundo y a la vida que menciona Zweig. Y también está "el interés por la realidad, el ansia de conocimiento y el deseo de completar la imagen del mundo". 

De este modo me pareció que mis humildes páginas se conectaban con las ilustres de Zweig  y las eminentes de Pessoa.

Y por último, en otro de los libros leídos en estos meses, Oblómov*, he encontrado otra de estas peculiares conexiones. En los capítulos finales de esta novela, uno de los personajes, Olga Serguéievna, recuerda una etapa anterior de su vida, una etapa en la que "jugaba a vivir", y en la que "se iniciaba en el conocimiento de la vida, la estudiaba, comenzaba a conocer su propia mente y su carácter, iba recopilando datos únicamente..."; y en la que "sus pasos eran inseguros"; "se preparaba para el futuro"...

En aquellos momentos, cuando escribía mis diarios, mi única intención (o la única que yo era capaz de identificar) era conservar y preservar todos esos momentos, todas aquellas vivencias que tan importantes me parecían (y que de hecho eran), para que no se perdieran en el tiempo, para que no se disolvieran en el aire del olvido. Para que no se "marchitaran" -según   Olga y Oblómov en la novela- y quedaran en nada. O quizá para no "sentir el tiempo con un dolor enorme", como dice Pessoa en su Libro.

Pero al leerlos ahora he percibido justamente lo que piensa la heroína de Oblómov, y he comprendido que yo, en efecto, también lo escribía todo, y lo analizaba, para entender mejor las cosas, para ir conociendo la vida. Y, como también señala Stefan Zweig, un intento de conocer mi propio carácter, mi propia forma de pensar, de hacer las cosas y de actuar en cada circunstancia. 

Así es como estas tres obras magistrales se han conectado entre sí, y a su vez se han conectado a mí de una forma muy personal, llevándome además, pasito a paso, a que yo me conecte conmigo misma, con mi yo del pasado, y de la manera más sencilla y eficaz: a través de las palabras.


Jonathan Wolsten Holme


 

*Stefan Zweig. Encuentros con libros. Acantilado, 2020. Traducción de Roberto Bravo de la Varga.
*Fernando Pessoa. Libro del desasosiego. Seix Barral, 1997. Traducción de Ángel Crespo.
*Iván Goncharov. Oblómov. Alba, 2002. Traducción de Lydia Kúper de Velasco.