viernes, 16 de agosto de 2019

Juzgamundos


Conocí a Augusto de la Torre en el club de lectura. Me llamó la atención desde el primer momento, porque era muy hablador, muy extrovertido, y parecía tener muchos conocimientos. Era educado y agradable, aunque al mismo tiempo, no sabía yo por qué,  me transmitía una sensación sutil, difusa, de incomodidad. Pensé que esto se debía a que me abrumaba su sociabilidad y su formidable seguridad en sí mismo.

Un día me invitó a cenar. Me sorprendió, porque en realidad no nos conocíamos, sólo nos habíamos visto tres veces en tres meses, el tiempo que yo llevaba asistiendo al club de lectura, y no habíamos mantenido ninguna conversación al margen de la tertulia. Pero dada la buena impresión general que tenía de él, acepté la invitación, pensando que podríamos pasar una rato agradable charlando de literatura.

Sin embargo, durante la cena Augusto de la Torre se reveló  como un extraordinario juzgamundos, contándome detalles que yo no le pedía sobre los compañeros del club de lectura, y criticándolos, desde su atalaya moral, por un motivo u otro. No obstante, su tema de conversación preferido era él mismo. Me contó toda su vida, me habló de sus éxitos profesionales y personales, que eran muchísimos por lo visto, y de lo bien que lo pasaba. Porque su forma de vivir, hedonista y egocéntrica según pude colegir, era, decía él,  la más lógica y la más sabia. 

También se pintaba a sí mismo como una persona de mentalidad abierta, respetuosa y defensora del vive y deja vivir, mientras, paradójicamente, despreciaba a quienes vivían y se comportaban de cualquier manera distinta a la suya.
Así que volví a casa decepcionada y molesta por la forma cínica en que este zascandil se gloriaba y se presentaba  como lo contrario de lo que era.

Seguí viéndolo una vez al mes en el club de lectura, y aunque volvió a invitarme a salir ya no acepté.
En las tertulias nos parecía cada vez más vocinglero, pomposo y superficial, y empezaba a resultarnos cargante. Sin embargo, cuando al terminar cada reunión nos despedíamos todos en la puerta de la librería, yo lo miraba mientras se iba, y lo veía marchar, caminando con aplomo, las manos en los bolsillos y la cabeza erguida. Y me daba pena, tan ufano, tan convencido de sus méritos, tan ignorante y tan solo. 


distorted

lunes, 5 de agosto de 2019

Un hombre peculiar

Celebrando la historia de Juguetes del viento, hoy recuperamos esta entrada, que fue publicada originalmente el 29 de enero de 2013.


Hace años, cuando iba al instituto, solía coincidir en los alrededores de mi casa con un hombre que me resultaba peculiar.
Yo no sabía nada de él, salvo que debía de vivir por allí, dada la frecuencia con que me cruzaba con él.
Lo veía por la calle, por el vecindario, y a veces también en la parada del autobús que nos llevaba al centro de la ciudad.
 
Era alto, muy delgado, con las mejillas un poco hundidas  y algo desaliñado en el vestir.
Era joven, pero caminaba levemente encorvado y con paso lento.
Me resultaba singular por su aspecto físico, sin duda,  pero había algo más que era lo que realmente hacía que me fijara en él. Algo que siempre captaba mi atención y que lo convertía, a mis ojos, en una persona diferente a la mayoría.
 
Siempre iba solo, y a pesar de esto y de su semblante serio, yo no me lo imaginaba solitario ni triste. Al contrario, siempre me dio la sensación de que debía de tener buenos amigos y probablemente un trabajo que le gustaba.
Quizá esta impresión mía venía provocada por ese rasgo especial que lo caracterizaba y  que siempre observaba en él. Siempre.

Un día volvía yo a casa con mi madre, y, como tantas veces, este hombre se cruzó en nuestro camino.
Yo no lo sabía, pero resultó que mi madre también se había fijado en él en ocasiones anteriores y también pensaba  que tenía un aspecto un tanto particular.

Cuando pasó de largo y se alejó, mi madre me dijo en voz baja:
-¿No te parece a ti que ese muchacho tiene una pinta un poco rara?
A lo que yo contesté, divertida:
-Sí, parece un malo de película.
Entonces ella dijo que  no le causaba muy buena impresión, pero yo le dije que, al contrario, yo estaba segura de que debía de ser educado y culto.
 
Mi madre se sorprendió un poco de mi opinión y mi convencimiento, puesto que, como he dicho, no lo conocíamos más que de vista.
Pero yo insistí en que a mí me parecía que aquel hombre tenía que ser una buena persona y alguien interesante.
Y al ver el asombro de mi madre, me expliqué:
-Lo digo porque siempre va con un libro en la mano.
 
Mi madre me miró con una sonrisa, pero no sé qué pensó exactamente.


Cecil Court, London