Recuerdo que en una
ocasión, en el instituto, un profesor nos habló de su frustración
porque nunca podría llegar a leer todos los libros que querría, y
que se arrepentía del tiempo que no había aprovechado para leer a
lo largo de su vida.
Quizás aquel profesor
era un poco exagerado en sus emociones, pero la cuestión es que sus
palabras me hicieron pensar por primera vez en la lectura como algo
infinito, inabarcable y en cierto modo, sí, frustrante.
Más tarde, a esta
conciencia de la imposibilidad de leer todo lo que querríamos, añadí
otro motivo de desasosiego: empecé a darle muchas vueltas a la
cuestión de la relectura. Me preguntaba, y he seguido
preguntándomelo hasta hace poco, qué sería mejor, si leer solo
libros nuevos, es decir, libros que no hubiera leído antes, o releer
libros que me hubieran gustado mucho. Durante mucho tiempo, y después
de haber releído algunos, no tuve dudas: con tantos libros que había
por leer, era una locura dedicar las horas a leer libros repetidos.
Y así estuve mucho
tiempo, años, sin releer ningún libro, por mucho que me hubiese
gustado alguno en particular. Siempre me acordaba de las palabras de
mi profesor y me vencía la idea de que había que aprovechar el
tiempo para lecturas nuevas, para leer las demás obras de los
autores que me gustaban y para descubrir otros que me podrían
gustar.
Pero un día, no sé por
qué razón, empecé a cambiar mi forma de ver este asunto. Hacía ya
unos cuantos años que había leído La conjura de los necios,
un libro que fue para mí una especie de revelación, que me divirtió
mucho y me hizo pensar mucho. Y un buen día, sin otro motivo
aparente que el buen recuerdo que tenía de esta novela, sentí
muchas ganas de volver a leerla. Sin dudar y haciendo caso omiso de
mi propio convencimiento, me puse a ello y descubrí que, al
contrario de lo que había pensado durante todo aquel tiempo, la
relectura no me resultó, ni mucho menos, una pérdida de tiempo,
sino un tiempo muy bien empleado.
Desde
entonces, cada vez que he releído un libro he comprobado que es
verdad lo que dice Stephen King: que un buen libro no nos revela
todos sus secretos de una vez. Y eso es precisamente lo que nos hace
volver a leerlo: el saber, o más bien sentir, que no nos lo ha
contado todo, que aunque hayamos leído ya todas sus páginas, sigue
teniendo algo que decirnos. Y claro, nosotros queremos saberlo.
Aunque también creo que,
a veces, lo que buscamos en la relectura no es lo que el libro nos
pueda ofrecer de nuevo sino volver a encontrarnos con algo que ya
conocemos, con algo que ya nos ofreció y que es algo que nos
reconforta. Hay libros que nos hacen sentir bien, porque nos vemos
reflejados en ellos, porque nos hacen ver que no estamos solos en
nuestras cuitas, porque nos dicen cosas que nos ayudan de una manera
o de otra. Y por eso volvemos a leerlo, para volver a escuchar esas
palabras que nos consuelan o nos alientan o cuya melodía,
simplemente, nos agrada.
Claro
está que no cualquier libro merece una relectura. De hecho, algunos
no merecen ni una primera lectura, y se pierde mucho más el tiempo
leyendo un libro que no nos satisface, que nos deja indiferentes, que
releyendo, las veces que nos apetezca, un libro que nos resulta
provechoso.
Ya
dijo Oscar Wilde que si no disfrutamos al leer un libro otra vez, es
que ese libro no merecía la primera lectura. O, en palabras de Susan
Sontag: “No merece la pena leer un libro que no merezca la pena
releer.”
Creo
que con frecuencia nos ocurre como a aquel profesor, que sentimos una
especie de ansiedad por leer más, que nos impide disfrutar realmente
de la lectura; una avidez que nos lleva más a acumular libros leídos
con premura que a obtener beneficio de ellos.
Por
eso, al contrario que en el título de esta entrada, con los libros
no debería haber dilemas ni decisiones que tomar.
No
hay que elegir, sino leer y releer según nos apetezca, sin estropear
con ansiedad ni impaciencia el placer de pasar las páginas con
deleite y dedicándoles el tiempo que queramos, las veces que
queramos.
Siempre
será un tiempo bien empleado.