(viene de aquí)
Decíamos en la entrada anterior que hay palabras que nos resultan divertidas por su mero sonido; que nos hacen gracia aunque su significado no aluda a ningún concepto cómico.
Me ha pasado siempre, por poner sólo unos cuantos ejemplos que me vienen ahora a la cabeza, con términos como psicopompo, sochantre, Machupichu, cimborrio, mercachifle... que me parecen divertidísimos.
También ocurre esto con palabras inexistentes, bien porque las inventemos a propósito, o, más divertido aún, cuando son producto de un lapsus linguae (cuando se nos lengua la traba) o de un lapsus calami (nuestras amigas las erratas), como cuando yo misma, hace unos días, en vez de "cosmopolita" escribí cosmopilita. Una simple vocal en lugar de otra y la risa está servida.
Pero, como nos preguntábamos en la entrada anterior, ¿por qué será que algunas palabras nos resultan cómicas y nos hacen reír? ¿Por qué, independientemente de su significado, el sonido de esas palabras nos parece por sí mismo divertido? ¿A qué se deberá esta jocosidad fonética?
Esta pregunta, claro está, no me ha intrigado a mí sola ni en compañía de ustedes. Hace unos años, el profesor Chris Westbury de la universidad de Alberta, también se lo preguntó al ver que unas personas que colaboraban con él en un estudio sobre una cuestión lingüística diferente, se partían de risa con determinadas palabras inventadas que les presentaba. Inventadas con otra finalidad, claro, sin ninguna intención de hacer reír.
Entonces,
intrigado por esta circunstancia, se puso el erudito a pensar sobre el asunto, y
llegó a la conclusión de que la clave
está en la combinación inusual de los sonidos dentro de la palabra. Es decir,
cuando las letras y sus correspondientes sonidos se combinan de manera poco
frecuente en un idioma determinado se produce ese efecto cómico. Dicho de otro
modo, es la sorpresa, lo inesperado de esos sonidos, lo que nos produce esa
sensación divertida.
Lo más llamativo es que esta idea surge en realidad, como indica el profesor, de una teoría de 1818 y elaborada nada menos que por Schopenhauer, que no tiene fama de gracioso precisamente, y que propuso que el humor proviene de una desviación de lo esperado.
Así pues, podemos
concluir que
cuanto menor sea la posibilidad de que determinados sonidos aparezcan juntos en
una palabra, cuanto menos esperemos una determinada conjunción de sonidos, mayor
será el efecto cómico de esa combinación. Y que por lo tanto, algo tan
intangible, tan etéreo como el humor, sería en realidad cuantificable, porque sería cuestión de probabilidades.
Al contemplar la cuestión desde este punto de vista, observo que muchas de las palabras que he puesto como ejemplo, tanto en esta entrada como en la anterior, tienen en común unas combinaciones de sonidos determinadas: machucho, sochantre, mercachifle, Machupichu... Parece que a mí, y tal vez a ustedes también, la repetición del sonido /ch/ dentro de una misma palabra me resulta cómico, al igual que ese sonido /ch/ en combinación con otros quizá también poco frecuentes en nuestra lengua, como /fl/ en posición final. Y pienso ahora en otras dos graciosísimas, como "chufla" y "cuchufleta", que también cumplirían esta regla desmañada que acabo de establecer de manera insensata.
Por supuesto, para llegar a una conclusión certera habría que hacer un análisis meticuloso de cuáles son las combinaciones de sonidos más y menos frecuentes en español, y qué posibilidades hay de encontrarlas en posición inicial, intermedia o final de la palabra.
Pero creo que esta pequeña muestra, estos escasos
ejemplos nuestros, pueden indicarnos que, en efecto, la teoría del profesor
Westbury no es ninguna chufla.