Yin
Bai era el empleado más puntual de su
empresa. Y probablemente de toda la ciudad. En diez años no había llegado tarde
ni una sola vez. Y no solo no llegaba tarde, sino que llegaba con tiempo de
sobra, sin prisas ni carreras.
Cada
mañana se levantaba a la misma hora, como un gallo, desayunaba, se acicalaba y
partía hacia el trabajo a ritmo de paseo.
Cuando
empezaban a llegar sus compañeros él ya estaba en su mesa con las tareas del
día organizadas.
-Siempre
puntual, Yin –le decían unos.
-No
hay quien te haga sombra, Bai –le decían otros.
Y
Yin Bai sonreía ufano, orgulloso de su puntualidad sin tacha.
Lo más
curioso de este asunto era que Yin Bai no tenía despertador.
-¿Y
cómo te las apañas para levantarte a tiempo? –le preguntaban los compañeros.
Y él
respondía que todo era cuestión de disciplina y que cada noche al acostarse, se
ordenaba a sí mismo despertarse a una hora determinada; y que el cuerpo y la
mente, doblegados por la rutina y por el sentido de la responsabilidad, obedecían
sumisos de manera natural. Y añadía:
-Se
trata de programar el reloj biológico. No hace falta otro reloj.
Y
los compañeros lo miraban con admiración, subyugados por la sabiduría y la
espiritualidad que desprendían sus palabras.
Sin
duda Yin Bai era un hombre disciplinado y responsable como él solo. Y bastante
metafísico también. Pero el verdadero
motivo por el que no tenía despertador no era su espiritualidad ni su dominio del
cuerpo y la mente.
El
verdadero motivo era algo de lo que nunca hablaba. Pues lo cierto era que Yin
Bai era también algo supersticioso y bastante asustadizo. No soportaba el
martilleo agudo y enervante del despertador, pero no porque le resultara
irritante, como a todo el mundo, sino
porque le daba miedo.
Y es
que Yin Bai estaba convencido de que por las noches, mientras dormimos, el alma
abandona el cuerpo para viajar al mundo de los sueños. Y también estaba
seguro de que el alma necesita tiempo para volver y estar de nuevo en su
sitio cuando el cuerpo despierte. Así
que si el cuerpo se veía obligado a despertar bruscamente, el alma no tendría
tiempo de regresar. Y a Yin le aterraba la idea de despertar sin alma, sin emociones, convertido en un mero cuerpo vacío, una cáscara ambulante, un muerto interior.
Un
día llegó a la empresa una nueva empleada. Se llamaba Song See y no era, ni
mucho menos, la muchacha más hermosa que Yin hubiera visto jamás. Pero se
enamoró de ella en seguida. Son cosas que pasan.
Con
el transcurso de los días, el trato amable que ambos se profesaban y el
descubrimiento paulatino de gustos e intereses en común, Yin y Song se hicieron
muy buenos amigos.
Y
como Yin estaba enamorado y Song mostraba cada vez más simpatía por él, Yin
empezó a sentirse un tanto alterado: estaba distraído, le costaba concentrarse
y le fallaba el apetito.
Yin
sabía a qué se debía este estado emocional, por lo que no se asustó mucho, pero
lo malo era que su famoso reloj biológico, ese mecanismo infalible en el que
confiaba plenamente, empezó a desajustarse.
Tanto
era así que su consabida puntualidad desapareció y se hizo habitual que llegara
a la oficina con el tiempo justo, casi tarde.
-Yin,
¿qué te está pasando? -le decían los compañeros entre risas-. ¿Se ha quedado
sin pilas tu reloj biológico?
Y Yin,
desconcertado no por las bromas sino por la razón que las motivaba, empezó a
preocuparse. ¿Qué pasaría si continuaba así, si empezaba a descuidar sus rutinas
y a llegar tarde al trabajo? ¿Es que ya no podía confiar en su reloj interno?
Un
viernes de primavera Song le propuso a Yin ir de excursión el domingo,
invitación que él aceptó con muchísimo gusto y bastante temor. ¿Cómo estar
seguro de que se levantaría a tiempo?
“No
me queda más remedio”, se dijo, “que tomar una decisión drástica, como los
grandes héroes de la historia”. Y tragando saliva pensó: “Tengo que arriesgar
mi alma, pero merecerá la pena.”
Y
fue a la tienda de electrónica y compró un despertador.
Aquella
noche, por primera vez en su vida, Yin Bai puso un despertador en su mesita de
noche y programó la alarma.
Se
acostó y, a pesar de sus temores, quizá por el agotamiento que le producían
sus inquietudes, se quedó dormido muy pronto.
Sin
duda esa noche su alma voló al mundo de los sueños como todas las noches, y
cuando el despertador sonó, Yin abrió los ojos sobresaltado y desconcertado.
Durante unos segundos no se atrevió a moverse ni a respirar siquiera.
Pero
enseguida se dio cuenta de que no se notaba vacío, de que no había perdido su alma por el brusco despertar, como había temido toda
su vida, sino todo lo contrario: se
sentía repleto de ilusión y más vivo que nunca.