Era
un domingo de principios de diciembre. El suelo estaba blanco y
crujiente, y de los aleros colgaban grandes lágrimas heladas.
Mario
llegó al refugio a pie, las manos en los bolsillos y la cabeza
gacha, casi oculta por la capucha de su anorak. Aun así, Manuel y
Olga, que estaban descargando una furgoneta, lo
reconocieron al momento.
—Buenos
días, Mario —saludó Manuel—. Ahí dentro está tu protegido,
desayunando.
—Buenos
días —respondió Mario—. Entonces sigue mejor mi Goku, ¿verdad?
—Mucho
mejor, Mario, mucho mejor. Ese perro no sabe la suerte que tuvo al
toparse contigo —dijo Olga.
Mario
llevaba varios años colaborando con el refugio de animales del
pueblo. Llevaba comida, compraba medicinas cuando era necesario, y
siempre que su trabajo le dejaba tiempo, ayudaba atendiendo él mismo
a los animales.
Pero
Goku, un setter inglés de dulce mirada, era
especial para él: era el primer animal al que había salvado. Lo
había encontrado dos semanas antes, vagando por las afueras del
pueblo, sucio, flaco, agotado. Debía llevar varios días perdido.
—¿Qué
haces por aquí tú solo, precioso? —le dijo Mario cuando lo
encontró, al tiempo que se inclinaba para acariciarlo. Y entonces
vio que el perro llevaba collar y una chapa con su nombre.
El
animal, habituado a la compañía de personas, se mostró confiado y
se dejó acariciar, quizá intuyendo que aquel hombre iba a ser su
salvador. Y en cuanto Mario vio que no le tenía miedo, lo subió a
su camioneta y lo llevó al refugio.
—Es
raro que se haya perdido —dijo Manuel aquel día—, un perro como
éste, que debe estar acostumbrado al campo...
—Habrá
que ver si está enfermo, y quizá por eso lo hayan abandonado —dijo
Olga.
—Pero
si fuese así —añadió Manuel—, no le habrían dejado
el collar con la chapa. No sé... en todo caso, no será de por aquí,
no conoce estos andurriales y por eso no ha sabido volver a su casa.
—No
sé cómo nadie puede tener la maldad de abandonar así a un animal.
Y encima con este frío... —dijo Mario, acariciando el largo pelaje
blanco y negro, que había perdido su lustre y estaba apelmazado.
Ahora,
al cabo de quince días, gracias a los cuidados de Manuel y Olga, y
al cariño que Mario le había mostrado, Goku había recuperado peso
y estaba mucho más fuerte y alegre. Y así, con vitalidad y alegría,
recibió a Mario cuando lo vio entrar.
—¡Hola,
precioso! —le dijo Mario, abrazándolo. Y dirigiéndose a Manuel
añadió—: Me lo llevo a campear un rato.
Era
la segunda vez, desde que Goku había empezado a mejorar, que Mario
se lo llevaba a pasear por el campo. Estaba esperando a que se
recuperase por completo para adoptarlo.
Cuando
llevaban ya un rato caminando entre árboles y matorrales, Mario se
sentó en una gran rama caída, y el perro se acercó a él.
—Yo
me encargaré de que nunca vuelvas a pasarlo mal, precioso —le dijo
al animal, que lo miraba con devoción—. Y el canalla que te
abandonó tampoco volverá a abandonar a ningún perro. También me
he encargado de eso.
Goku
lo miraba con la cabeza inclinada a un lado y un brillo en los ojos
que parecía una interrogación.
—Sí,
precioso —continuó Mario—, después de encontrarte vi carteles
con tu foto en las tiendas del pueblo. «Perro perdido», había
puesto el canalla. Se ve que se arrepintió de haberte dejado. Tenías
que haberle visto la cara cuando entré en su casa... Seguro que pasó
más miedo que tú cuando te viste solo y perdido, y le está bien
empleado.
Echaron
de nuevo a andar, y al llegar a otra zona de vegetación espesa, Goku
pareció alterarse. Empezó a olfatear el suelo, dando vueltas sobre
un mismo punto. Mario se detuvo a su lado, mirándolo con una sonrisa
casi inapreciable en la cara. Pero cuando el perro empezó a escarbar
el suelo lo sujetó y lo apartó del sitio.
—Deja
eso, Goku. Ahí no hay nada que valga la pena —le dijo.