Andrés
Zabala llegó a la consulta abatido y demacrado.
—Usted
dirá, señor Zabala, ¿a qué se debe su visita? —preguntó el doctor en
psicología.
—A
que desde hace un tiempo me devora la ansiedad. No como, no duermo, no
disfruto, estoy siempre angustiado...
—Entiendo
—dijo el psicólogo llevándose la mano a la barba—. ¿A qué se dedica usted,
señor Zabala?
—Soy
propietario de una librería.
—Interesante.
Y supongo que eligió usted esa profesión por vocación, ¿verdad?, por amor a los
libros.
—Sí,
señor. La literatura es mi pasión.
—Supongo
que se hizo usted lector en la infancia.
—Así
es. Aprender a leer y amar los libros fue todo uno.
—Entiendo.
Y me imagino que tiene usted su casa también llena de libros.
—Efectivamente
—dijo Zabala, que se entusiasmaba al hablar de cuestiones bibliófilas—. Vivo
rodeado de los libros que he ido reuniendo a lo largo de mi vida. Incluso
conservo todos los que leí de niño, de Amicis a Verne, y todos los que había en
casa de mis padres, de Byron a Zola. —Y un tanto confuso añadió—: Pero ¿qué
tiene que ver esto con mi problema de ansiedad?
Ignorando
la pregunta, el psicólogo añadió:
—Y
seguro que nunca se ha desprendido usted de ningún ejemplar.
—Por
favor...
—Disculpe,
no quería ofender. Pero dígame, ¿desde cuándo, aproximadamente, viene usted
sufriendo esa ansiedad?
—Aproximadamente
no; se lo puedo decir con exactitud: desde el 24 de marzo.
El
psicólogo se acarició de nuevo la barba mientras meditaba brevemente. Entonces
dijo:
—Me
atrevería a decir que el 24 de marzo es su cumpleaños.
—Así
es —respondió el paciente sin mostrar sorpresa.
—Y
diría incluso que el pasado 24 de marzo cumplió usted 50 años.
—Sí,
sí, claro. Esos datos estarán en mi ficha.
—Estarán,
sí —dijo el doctor—, pero yo no veo nunca las fichas de los pacientes. Prefiero
no conocer ningún dato a priori.
—Pues
entonces, más que un discípulo de Freud, parece usted un alumno aventajado de
Sherlock Holmes, si me permite decírselo.
—Se
lo permito, por supuesto. Son posiblemente los más grandes conocedores de la
mente humana. Pero sigamos con su caso, que me parece muy claro. Usted sufre de
lo que llamamos «ansiedad de la abundancia». Ama usted tanto la literatura, y
tiene tantos libros a su disposición que quisiera leerlo todo. Pero el día 24,
al cumplir los cincuenta, que es media vida o más, tomó usted conciencia,
aunque fuese inconscientemente, de que jamás podrá leer todos los libros que
tiene al alcance de la mano. Eso le ha creado el estado de angustia y
pesadumbre que lo atormenta.
—¡No
me diga!
—Sí,
señor Zabala, no me cabe duda. Usted es un bibliófilo, un bibliómano y un
bibliófago. Incluso un bibliótafo, si me apura. El amor que siente por los
libros es desmedido, desbordante, y ha llegado a tal extremo que ya no lo puede
controlar y se ha convertido en un problema. Y es que el amor, de la clase que
sea, hay que do-si-fi-car-lo. No se puede ir por la vida amando sin límites,
sin medida, porque todo lo que se ama así, a barullo, a lo bruto, dejándose
llevar por el apasionamiento, acaba por atragantarse.
—No
irá usted a decirme que deje de leer...
—No,
no, las soluciones drásticas pueden empeorar el problema. Pero sí debe moderar
su amor. ¿Conoce usted la «teoría de las pequeñas dosis»?
Zabala
negó con la cabeza y el doctor continuó:
—Esta
teoría consiste básicamente en que las cosas que se toman en dosis pequeñas
saben mejor, se aprecian mejor y por lo tanto se disfrutan más, y además no
crean adicción. Que es lo que tiene usted: adicción a los libros, y por lo
tanto tiene que desengancharse.
—Pero
eso me va a resultar muy difícil.
—Claro.
Tan difícil como es dejar el tabaco para el fumador empedernido; o como hacer
dieta para el glotón irredento. Usted es un glotón de la lectura, por así
decir, y deberá ponerse a dieta si quiere recuperar su bienestar.
—Pero
es que precisamente a mí el bienestar siempre me lo han proporcionado los
libros.
—Hasta
ahora, estimado Zabala, hasta ahora. Pero en casos así, llega un momento en que
el bienestar se acaba y empiezan los problemas.
Zabala
asintió, resignado.
—Va
usted a hacer lo siguiente —continuó el psicólogo en tono afable—: cuando esté
en casa y le entren ganas de leer, lea, pero no se dé un atracón. Póngase un
límite de, por ejemplo, veinte páginas diarias.
—Qué
poco...
—Bueno,
que sean veinticinco, pero ni una más. Y en la librería procure dominar su
curiosidad por ver lo que cada libro encierra entre sus tapas. Cuando sienta
ese deseo, distráigase con otra cosa; póngase, por ejemplo, a hacer crucigramas.
—Ah,
pues me parece buena idea —admitió Zabala, algo más animado.
—Ya
ve usted, si todo es buscar el lado bueno de las cosas.
Andrés
Zabala salió de la consulta esperanzado. Había comprendido que las pasiones hay
que controlarlas, no dejar que lo controlen a uno, y que todo exceso, antes o
después se vuelve pernicioso.
Cuando
llegó a su casa estaba decidido a hacer esa peculiar dieta que le había
recomendado el psicólogo. Se sentía capaz, motivado, con un objetivo claro.
Al
entrar en el salón contempló su biblioteca: tres paredes y media cubiertas de
libros. Después fue a su estudio y observó otras tres paredes de libros más
varias torres de ejemplares que subían desde el suelo a alturas diversas. A
continuación entró en el dormitorio y suspiró al ver por todas partes estantes
repletos de volúmenes.
Entonces
volvió al salón, se acercó a una de las filas de libros y sacó uno de los más
gruesos. Se sentó en su sillón de lectura y abrió el libro con deleite.
«Veinticinco
páginas al día», recordó.
—Mañana
empiezo la dieta, lo prometo —dijo en voz alta, como si hablara con el doctor.