Eulalia era una joven agraciada y de aspecto dulce. Era también inteligente, trabajadora, responsable. Era buena compañera, siempre deseosa de ayudar. Era generosa y detallista; culta y paciente; sencilla en sus gustos y necesidades. Era limpia y ordenada y no tenía maldad.
Sólo un defecto manchaba su pulcra personalidad. Y es que para Eulalia no existía diferencia entre hablar y respirar. Su verborrea era de tal calibre que, dejada a su aire, hubiera podido hablar durante días, sin parar siquiera para comer.
Los que la conocían huían de ella sin disimulo, olvidando las convenciones de cortesía y educación más elementales. Porque Eulalia estaba perfectamente capacitada para llevar a cualquiera a la desesperación. Una vez que empezaba a hablar era inútil esperar que callara. Y era inútil intentar conversar. El concepto de diálogo era desconocido para ella. Sus charlas eran como un denso e interminable párrafo, farragoso, sin puntos ni comas, y no había sitio donde un interlocutor pudiera encajar una frase.
Al conocerla, al tratar con ella por primera vez, todos coincidían en que era muy amable, educada y buena persona, y se sorprendían del ninguneo a que la sometían los compañeros.
-Pero si es muy agradable –decían.
-Sí, sí, dímelo pasado mañana –respondían los veteranos.
Y efectivamente, al cabo de un par de días, tres como mucho, ya estaban todos de acuerdo en que Eulalia era simplemente insoportable.
En consecuencia, siempre estaba sola, en el trabajo tanto como en la vida privada. Cuando se acercaba a un grupo durante un descanso, era recibida con algún saludo desganado y miradas de soslayo. Los presentes seguían su conversación mientras ella permaneciera en silencio, pero en cuanto empezaba a hablar, a contar alguna de sus numerosas e insulsas anécdotas, a repetirse, a darle vueltas a lo mismo, el grupo se disolvía en cuestión de segundos, como azúcar en agua caliente.
Y la pobre Eulalia, en su inocencia, en su candor, en su incapacidad para pensar mal de nadie, ni de sí misma, entendía que se marchaban porque tenían cosas que hacer. Nunca se le habría ocurrido que era ella, con su dicción aburrida, plana y somnífera; con su retahíla de experiencias laborales que a nadie interesaban, con su discurso cansino e inacabable, la que espantaba a la gente, la que ahuyentaba a todos de su lado.
He aquí cómo un solo defecto del carácter puede anular muchas virtudes, y cómo la palabrería, el cacareo, el hablar continuo sin decir nada que interese, divierta o emocione, cansa, adormece, aburre y hastía.
Y de pocas cosas huimos más lejos que de la perorata pelma y el parloteo redundante.
Sólo un defecto manchaba su pulcra personalidad. Y es que para Eulalia no existía diferencia entre hablar y respirar. Su verborrea era de tal calibre que, dejada a su aire, hubiera podido hablar durante días, sin parar siquiera para comer.
Los que la conocían huían de ella sin disimulo, olvidando las convenciones de cortesía y educación más elementales. Porque Eulalia estaba perfectamente capacitada para llevar a cualquiera a la desesperación. Una vez que empezaba a hablar era inútil esperar que callara. Y era inútil intentar conversar. El concepto de diálogo era desconocido para ella. Sus charlas eran como un denso e interminable párrafo, farragoso, sin puntos ni comas, y no había sitio donde un interlocutor pudiera encajar una frase.
Al conocerla, al tratar con ella por primera vez, todos coincidían en que era muy amable, educada y buena persona, y se sorprendían del ninguneo a que la sometían los compañeros.
-Pero si es muy agradable –decían.
-Sí, sí, dímelo pasado mañana –respondían los veteranos.
Y efectivamente, al cabo de un par de días, tres como mucho, ya estaban todos de acuerdo en que Eulalia era simplemente insoportable.
En consecuencia, siempre estaba sola, en el trabajo tanto como en la vida privada. Cuando se acercaba a un grupo durante un descanso, era recibida con algún saludo desganado y miradas de soslayo. Los presentes seguían su conversación mientras ella permaneciera en silencio, pero en cuanto empezaba a hablar, a contar alguna de sus numerosas e insulsas anécdotas, a repetirse, a darle vueltas a lo mismo, el grupo se disolvía en cuestión de segundos, como azúcar en agua caliente.
Y la pobre Eulalia, en su inocencia, en su candor, en su incapacidad para pensar mal de nadie, ni de sí misma, entendía que se marchaban porque tenían cosas que hacer. Nunca se le habría ocurrido que era ella, con su dicción aburrida, plana y somnífera; con su retahíla de experiencias laborales que a nadie interesaban, con su discurso cansino e inacabable, la que espantaba a la gente, la que ahuyentaba a todos de su lado.
He aquí cómo un solo defecto del carácter puede anular muchas virtudes, y cómo la palabrería, el cacareo, el hablar continuo sin decir nada que interese, divierta o emocione, cansa, adormece, aburre y hastía.
Y de pocas cosas huimos más lejos que de la perorata pelma y el parloteo redundante.
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th qidf si ¿ ) no yo ] *mi @ me # le ) te¿
oh $ % O se ! yo se Ç = a # º % su le
bla @#$%prf bla no & sí
kshfurkfjhgit
fg%$@?! jk
wqai