Recuerdo que una vez, preparando un examen con dos
compañeros de clase y repasando un tema determinado, dije yo que “en aquel
momento, la preocupal principación era…” Los tres nos reímos,
claro, pero uno de mis compañeros no tuvo suficiente con eso y, queriendo hacer
befa y mofa de mi desliz, él mismo se deslizó cuando dijo: “¿Es que tú no
puedes decir de dejar tonterías? Con lo que se cumplió aquello de “en el
pecado lleva la penitencia”.
Pero lo importante del asunto no es que el burlón
quedase burlado, sino la cuestión en sí del desliz, del resbalón, del lapsus
linguae. O, como se dice en inglés, del spoonerism, palabra derivada del
nombre de William Archibald Spooner, rector de Oxford en el siglo XIX, que,
según cuentan, tenía este tipo de deslices con mucha frecuencia.
Si nos paramos a observar de cerca estos errores del
habla tan curiosos y tan graciosos, veremos que tienen una “lógica gramatical”,
por así decir; que no son unos errores cualquiera sino que siguen un patrón, y que
encajan con las leyes gramaticales que, según Chomsky, tenemos impresas en el
cerebro, y que denominó gramática universal.
Por ejemplo, en el caso de mi famosa preocupal
principación, tenemos dos elementos: preocupación y principal,
un sustantivo y un adjetivo, entre los cuales se produce una metátesis -un intercambio de lugar entre los sonidos de los dos elementos- y una
anticipación: antes de que yo terminara de pronunciar preocupación mi
cerebro ya estaba anticipando la pronunciación de principal, y, con esas
prisas, me hizo mezclar ambas palabras.
Pero ¿verdad que “preocupal” y “principación” suenan
a sustantivo y adjetivo? ¿Que podrían perfectamente ser un sustantivo y un adjetivo reales? Eso es porque
la estructura de estas palabras, aunque sean erróneas, se ajusta a las
estructuras que esperamos que tengan sustantivos y adjetivos, y como tales
están colocadas en la frase.
Es como si completáramos un puzle con piezas que no le
corresponden pero que encajan perfectamente en el todo porque tienen la forma y
el tamaño adecuado.
Lo mismo ocurre con el lapsus de aquel compañero burlesco:
decir de dejar tiene la misma estructura que dejar de decir, dos
verbos en infinitivo conectados por una preposición. Una estructura —una
perífrasis verbal— perfectamente acorde con esa “gramática mental” o “gramática
intuitiva” que todos tenemos y que nos hace percibir como naturales o extrañas
las construcciones gramaticales que nos salen al paso. Aunque no sepamos qué es
una preposición ni un infinitivo ni nada semejante.
Podríamos decir que nuestro cerebro, cuando comete
este tipo de errores, está haciendo juegos de palabras por su cuenta, sin
contar con nuestra intervención consciente; pero que esos “juegos de palabras”,
como tales, conservan la lógica y el funcionamiento propios de nuestras
estructuras lingüísticas. Y seguramente por eso, cuando oímos algún desliz de
este tipo lo identificamos como lo que es y nos damos cuenta de cuáles son las
palabras que se han mezclado en esa ocasión. Como cuando alguien dijo “te lo
sagro por lo más jurado”.
Todo esto a mí me parece una prueba más de lo mágico y
maravilloso que es el lenguaje humano; de cómo su articulación, sus mecanismos,
sus trucos y recovecos, son una fuente sin fin de sorpresas, un pozo sin fondo
de posibilidades. Algo que, siendo tan nuestro, tan inherente a nuestra
condición humana y tan cotidiano, sigue teniendo al mismo tiempo secretos y
misterios que nos sorprenden a cada momento.
Y todo esto también me hace
pensar en una de las características esenciales del lenguaje humano: la
arbitrariedad.
Pero ése es otro tema del
que, si acaso, podríamos hablar en otra ocasión.