¿Qué pueden tener en común un joven impresor norteamericano
del siglo dieciocho, un rico empresario escocés del siglo diecinueve, y un
humilde trabajador colombiano del siglo XXI?
Diríase que nada, salvo que nos refiramos a algo que
está por encima del tiempo y de las circunstancias personales y sociales, de
las condiciones de vida y del carácter de cada cual.
Y a algo así nos referimos, en efecto.
Nuestro primer personaje, el impresor dieciochesco,
mostró de niño grandes aptitudes para el aprendizaje y fue un alumno brillante.
Sin embargo, a los diez años tuvo que abandonar la escuela para empezar a
trabajar como aprendiz en la imprenta de su padre.
Pero como era estudioso por naturaleza, dedicaba
varias horas al día a leer, supliendo así la formación académica que no pudo
recibir.
Siendo ya un joven profesional, organizó con unos
amigos un club intelectual. Se reunían una vez a la semana y charlaban sobre
política y filosofía.
Pero para sus debates necesitaban libros
que leer, y esto representaba un problema: había pocas librerías y los libros
eran caros para sus escasos medios económicos.
Y las bibliotecas públicas, donde poder ir a leer y sacar libros en
préstamo, no existían aún.
Pero este muchacho inteligente tuvo una gran idea:
reunir los libros que tenían entre todos los amigos, y además establecer una
cuota para comprar más.
Así fueron añadiendo volúmenes hasta formar una buena colección. Y entonces
el joven impresor estableció una
biblioteca en su propia casa, que abría los sábados por la tarde.
La cosa estaba bien organizada: los miembros del club,
es decir, los que pagaban la cuota, podían llevarse los libros que quisieran,
pero si los perdían tendrían que pagar una multa. Y además la biblioteca
también estaba abierta para el púbico en general, que debía pagar una fianza
por si no devolvían los libros que sacaban.
Esta idea librera fue un gran éxito en su ciudad,
donde leer y aprender se convirtió en una prestigiosa afición, y sus habitantes
adquirieron fama de ser los más cultos del país. Tanto fue así que pronto llegaron nuevos patrocinadores para la biblioteca, y otras ciudades pusieron en
marcha proyectos similares.
Y así fue cómo este joven intelectual autodidacta,
llamado Benjamin Franklin, inventó la biblioteca pública.
Nuestro segundo personaje fue un niño escocés muy
pobre que a los doce años emigró con su
familia a Estados Unidos.
Empezó a trabajar en
una fábrica, y siendo aún adolescente ya estaba decidido a no quedarse en eso.
Sabía que si se formaba, si estudiaba, podría cambiar sus perspectivas de vida.
No tenía dinero para comprar libros ni para pagar la cuota de la única
biblioteca que tenía a mano y que era privada; pero supo convencer a sus
responsables para que le permitieran utilizarla.
Gracias a su interés
por aprender, a su espíritu de trabajo y a su ambición por superar la pobreza,
el joven emprendedor fue poco a poco mejorando su situación, de tal manera
que llegó a ser una de las personas más ricas del mundo.
Pero la riqueza no le
hizo olvidar las convicciones políticas que había heredado de su padre y su abuelo, que habían luchado en
Escocia por la igualdad y los derechos de los trabajadores. Pensaba este hombre que la responsabilidad de los ricos era compensar a la sociedad por los beneficios que
conseguían gracias al trabajo de los obreros, de manera que éstos tuvieran
también la posibilidad de mejorar sus condiciones de vida.
Y siendo consciente de
la importancia de la formación intelectual, y de la importancia de las bibliotecas para que todo el mundo pudiera
tener acceso al conocimiento, dedicó gran parte de su riqueza a fundar bibliotecas públicas por todo Estados Unidos
y también en el Reino Unido.
Por otro lado, todo hay
que decirlo, pagaba poco a sus empleados. Pensaba que la mejor manera de
compensarlos y mejorar su vida era mediante los libros. Curiosa manera de
entender las necesidades del obrero.
Pero lo importante en
esta historia sobre bibliotecas es que un sólo hombre, con una visión puramente
altruista, creó más de dos mil bibliotecas. Imaginemos cuántos libros puede
haber en dos mil bibliotecas, y a cuantos miles de personas se les facilita así
el acceso a la cultura y al conocimiento. Con todos los beneficios que eso
implica.
Este filántropo raro se
llamaba Andrew Carnegie, y a pesar de su ingente labor bibliófila, hoy su nombe
no se recuerda tanto por las bibliotecas que fundó como por otra de sus contribuciones
a la cultura: el prestigioso auditorio Carnegie Hall, que construyó en 1891.
Y llegamos ahora a la historia del trabajador
colombiano, un hombre sencillo que trabaja en el servicio de recogida de
basuras de Bogotá.
Casi no tiene estudios, pero sí un gran amor por la
lectura: cuando era niño apenas pudo ir a la escuela, pero su madre le leía
todas las noches.
Hace unos veinte años, cuando hacía su servicio por
los vecindarios pudientes de la ciudad, este basurero intelectual decidió
rescatar los libros que encontraba en la basura. Y no debían de ser pocos,
porque ha llegado a reunir más de veinte mil.
Los hay de todo tipo, y con ellos ha creado, igual que aquel joven del siglo
dieciocho, una biblioteca pública en su modesta casa. A ella acuden los niños de
las zonas más pobres y apartadas, para quienes los libros son un verdadero
lujo, y que tampoco pueden acceder, por la distancia, a las bibliotecas
públicas de la ciudad.
Y es que, al igual que el rico empresario escocés, este
hombre sencillo considera que los libros, el conocimiento, son el mejor medio
para salir de la miseria.
Su nombre es José Gutiérrez, pero en Colombia lo
llaman El Señor de los Libros.
Así es, los libros están por encima de
condiciones sociales y personales; por encima de épocas y nacionalidades; por
encima de ideologías y conflictos.
Los libros despiertan el espíritu e igualan a las
personas más dispares dándoles un destino común: el amor por el conocimiento y
el deseo de compartir esa riqueza intangible con nuestros semejantes.
Aquí, la historia de otro héroe colombiano