(Inspirado en hechos reales)
En una lejana ciudad vivió una vez un hombre sencillo, trabajador, divertido e inteligente que tenía la cabeza llena de historias.
Eran historias que a todos encandilaban y que hablaban de reyes valientes que luchaban en terribles batallas junto a sus soldados; de príncipes tristes; de mujeres rebeldes; de amores imposibles; de hadas y duendes…
Sus historias se representaban en el teatro, y siempre resultaban un gran éxito, de modo que William, que así se llamaba este hombre, era muy querido y admirado.
Tenía muchos amigos, pero en especial dos de ellos, John y Henry, se preocupaban por el destino de esas extraordinarias historias, y le decían:
-Oye, William, deberías tener más cuidado con tus obras.
-¿Más cuidado? –preguntaba William sorprendido. -¿Por qué decís eso, queridos míos?
-Pues porque deberías recopilarlas, ordenarlas y publicarlas.
-¿Publicarlas? ¿Para qué?
-Pues para que todo el mundo pueda leerlas, hombre.
-Pero mis historias no son para leerlas. Son para el teatro. Mis personajes viven en el escenario.
-Bueno, sí, eso está muy bien -decía Henry-, pero en el teatro tienen una vida efímera. Se representan durante un tiempo y luego son sustituidas por otras.
-Es verdad, William, -añadía John-. Sería una gran lástima que esas historias y personajes maravillosos cayeran en el olvido.
-¿Y no es el olvido el destino de todo, incluídos nosotros mismos? -decía William, que era muy modesto.
Pero cada vez William se mostraba incrédulo y despreocupado con eso de la posteridad y la gloria.
Así que lo dejaban por imposible y se marchaban algo contrariados por la tozudez de su genial amigo.
-Qué cabezota es…
-Es que este Shakespeare… no sabe lo que vale.