Recientemente he pasado unos días en París, ciudad que me ha resultado fascinante, asombrosa y extraordinaria.
Algunas personas que conocen mi debilidad por Londres me han preguntado cuál de las dos ciudades me gusta más.
La respuesta, que en principio puede parecer complicada, es sencilla en realidad: me parecen tan diferentes que no hay competencia entre ellas. Cada una encandila por su propia peculiaridad.
Y si tuviera que decir en qué se diferencian, seguramente la clave estaría en la grandiosidad.
París es una ciudad enorme llena de cosas enormes, por su tamaño o por alguna otra razón: edificios, puentes, estatuas, avenidas… todo es tremendo, exagerado.
Parece que los parisinos dijeran, como el castizo, “que no nos falte de na”: el Arco de Triunfo, el más grande del mundo. El Louvre, el museo más grande del mundo. Notre Dame, la catedral más famosa del mundo. Los Campos Elíseos, la zona comercial más cara del mundo… y así todo. Lo más.
En cambio, Londres, que es grandiosa también, pero en otro sentido, me resulta a mí más recoleta, más acogedora.
Es magnífica, pero no es exagerada. Me parece hecha a la medida del hombre, mientras que París parece hecha a la medida de los titanes.
Efectivamente, la fastuosidad de París no está solo en el tamaño de sus construcciones. También está en la profusión de ornamentos, en la abundancia de elementos decorativos, en la exhuberancia escultórica, en los dorados y en el sinfín de detalles que cubren las fachadas y las cúpulas. Como si no quisieran dejar un hueco sin esculpir ni un espacio sin adornar.
Esto fascina, impresiona y sobrecoge. Y claro, también satura nuestros sentidos y nos deja agotados.
El intento de asimilar tanta belleza, tanto esplendor, requiere un esfuerzo y nos desborda.
Londres, como digo, es, en este aspecto, más serena, más comedida, más discreta.
No faltan allí monumentos majestuosos ni edificios que maravillan, pero no se ve ese jolgorio ornamental, ese raudal de brillos, esa plétora de intrincados encajes y florituras en la piedra.
Parece que el descontrol decorativo es cosa más napoleónica, más centroeuropea que anglosajona.
Sí, esta es, según mi percepción, la principal diferencia entre París y Londres .
Pero en lo que sí son iguales ambas ciudades es en el amor que sus respectivos habitantes les profesan; en el respeto que sienten por lo suyo, por su historia, por su legado; en el orgullo que sienten por ser de allí.
Y sobre todo-sobre todo, son iguales en las ganas que dejan en el visitante de volver, de conocerlas mejor, de disfrutar otra vez del embeleso que nos contagian y de volver a sentirnos tan bien como nos sentimos allí.