Rogelio
se rascaba la cabeza y luego se miraba las uñas, como si esperase
encontrar alguna sorpresa que hubiese
estado oculta en su escaso pelo. Entonces miraba las cabezas de sus compañeros,
repartidas por la sala y adornadas con cantidades de cabello variables, pero ninguna
tan calva como la suya. Y miraba sus barrigas, algunas con cierta curvatura,
pero ninguna tan prominente como la suya.
Los compañeros —salvo Mariana, a la que no le gustaban los motes— se referían a Rogelio como el serpiente, porque tenía cada ojo de un color: uno azul y otro marrón rojizo. Esto, según la percepción de los compañeros, le daba un aire reptiliano, amenazador. Pero sobre todo lo llamaban el serpiente porque lo consideraban repulsivo.
El desprecio era mutuo, en realidad, pero Rogelio tenía la ventaja de que él no necesitaba a nadie, mientras que los otros se veían con frecuencia obligados a recurrir a él.
En esas ocasiones, Rogelio se retrepaba en su silla, cruzaba las manos sobre la barriga, siempre aprisionada en camisetas descoloridas, y los miraba con su mirada bífida, que él acentuaba con una media sonrisa insidiosa y satisfecha.
—Parece mentira que no sepáis solucionar esto —decía, abriendo algún programa informático y pulsando unas cuantas teclas—. Ya está, ya lo tenéis en vuestros ordenadores, lumbreras.
Y los miraba fijamente con su mirada bicolor, sabiendo que eso los desconcertaba, porque cada ojo parecía expresar una emoción diferente.
—Gracias, Rogelio —respondían los compañeros, humillados y ofendidos por no tener más remedio que pedirle ayuda.
Cuando se alejaban, Rogelio murmuraba:
—No podéis pasar sin mí.
Y lo decía de manera que pudiesen oírlo pero al mismo tiempo no pudiesen estar seguros de lo que había dicho.
Por las tardes, en la soledad de su casa, Rogelio se miraba en el espejo. Intentaba comprobar si había perdido más pelo o si le empezaba a salir nuevo, y se medía la barriga para ver si había variado de tamaño. A continuación se lavaba la cabeza con un champú anticaída, fortificante y tonificante; después se aplicaba una loción estimulante del crecimiento capilar y, siguiendo las instrucciones del envase, se cubría la cabeza con un gorro de plástico para que el calor favoreciera la penetración del producto en la piel.
Acto seguido intentaba realizar una sesión de gimnasia que incluía una serie de flexiones, ejercicios con pesas y una caminata en la cinta andadora. Apenas lograba agacharse ligeramente dos o tres veces, levantar dos o tres veces unas pequeñas pesas de dos kilos, y caminar diez minutos en la cinta a velocidad media. Sin embargo, cuando terminaba se sentía agotado, asfixiado y dolorido, y unos riachuelos de sudor y loción le caían por la cara desde debajo del gorro.
En esos momentos, pensaba entre jadeos en lo humillante que sería que lo viesen así sus compañeros, que lo viese Mariana en esa tesitura, y se estremecía de vergüenza.
Entonces volvía al espejo y se miraba de cerca. Se miraba la mirada. Se miraba aquellos ojos dispares, díscolos, desconcertantes, y sonreía con su media sonrisa de satisfacción.