martes, 20 de diciembre de 2022

Un niño bueno


El último día de clase antes de las vacaciones de Navidad, Anita volvió a casa un poco triste y bastante confusa. Cuando se tienen seis años, la confusión causa tristeza.

Su padre siempre sabía lo que había que hacer, pero no siempre estaba en casa. Pasaba mucho tiempo trabajando. Y su madre era la mejor del mundo dando abrazos y cuidándola cuando estaba enferma, pero no siempre entendía sus penas.

Así que muchas veces, cuando tenía algún sentimiento que la hacía sufrir, Anita buscaba refugio en su hermano. Era tres años mayor que ella, y por lo tanto un niño también,  pero a Anita nueve años le parecían muchos, y además su hermano sabía muchas cosas de tanto leer libros. Pero sobre todo la comprendía muy bien, y eso casi siempre era suficiente para que ella se sintiera mejor.

Aquel día Anita le contó a su hermano que unos niños mayores del colegio habían dicho que los regalos de Navidad los compraban los padres en las tiendas, que no los traía nadie de lugares mágicos ni nada de eso. Y que no había más que mirar en el armario de los padres para encontrar allí escondidos los regalos, esperando hasta el día de Reyes.

—Eso lo dicen cada vez que se acerca la Navidad, para fastidiar a los pequeños —le dijo el hermano con aire experto—. No les hagas caso, son muy tontos.

Por la noche, cuando ya estaba acostada y con la luz apagada, la idea de los regalos escondidos en el armario de los padres no dejaba de rondar los pensamientos de Anita.  Estaba segura de que aquello no era verdad, pero no entendía por qué algunos niños querían engañar a los pequeños diciendo algo así.

¿Y si fuera verdad?, pensó de pronto. Y de manera difusa, indefinida como las sombras nocturnas de su habitación, su cerebro infantil le dijo que ningún niño podía ser capaz de pensar una mentira tan grande. Que si lo decían tenía que ser porque lo habían visto, porque habían visto los regalos en el armario de sus padres.

Esos pensamientos resultaron agotadores, y antes de terminarlos Anita se durmió. Pero a la mañana siguiente seguían en su cabeza, activos e imparables como duendes en su taller, cortando, cosiendo, pegando, dándoles forma a cosas que hasta entonces no existían.

Anita estaba atrapada. La tentación de mirar en el armario de sus padres no la dejó tranquila en todo el día. Quería seguir creyendo que allí no había regalos escondidos, pero  ya no podía creerlo sin más. Tenía que comprobarlo. Entonces habló otra vez con su hermano.

—No pienses más en eso, Anita. Es una tontería, de esas cosas que dicen los mayores para hacerse los chulitos.

—Pero entonces no importa que miremos, ¿no?

—Qué cabezota eres. Bueno, pues si quieres miramos, pero como nos pillen se van a enfadar.

La posibilidad de que los padres se enfadasen con ellos poco antes de Navidad preocupó mucho a Anita. Fuese quien fuese quien traía los regalos, había que portarse bien. Y espiar en el armario de los padres no era portarse bien.  Ahora tenía otra duda. No sabía si mirar o no, si resolver el misterio o quedarse con la incertidumbre. 

Después de merendar, la madre les dijo:

—Tengo que subir a la azotea a recoger la ropa. No tardo nada, ¿eh?, así que portaos bien.

Anita y su hermano se miraron como cómplices de un plan, y cuando la madre salió, el niño dijo:

—Venga, a ver si así te quedas tranquila. Yo abro el armario y tú vigila el pasillo, y en cuanto oigas que mamá abre la puerta nos vamos corriendo a mi cuarto.

El niño abrió una de las puertas correderas del armario mientras Anita, desde la entrada de la habitación, miraba hacia el pasillo como él le había dicho.

—Aquí no hay nada, Anita —dijo con alivio—. Sólo la ropa de papá y mamá.

Anita se volvió hacia el armario y señalando con un dedo dijo:

—¿Y ahí arriba?

El hermano levantó la mirada hacia el altillo del armario.

—Vale —dijo con tono de resignación—. Voy a ver si puedo. Tú sigue vigilando.

El niño se quitó las zapatillas y se subió a la butaca que usaba su padre para descalzarse, y desde la butaca se subió a la cómoda.

Anita estaba muy nerviosa, casi le temblaban las piernas. Su hermano podía caerse y hacerse mucho daño. Y si su madre volvía en ese momento los descubriría sin remedio. Y además estaban a punto de saber la verdad.

De pie en el extremo del mueble y estirando el brazo todo lo posible, el hermano de Anita consiguió alcanzar la puerta superior del armario y deslizarla lo suficiente para mirar dentro.  Entonces, en el misterioso silencio de aquella cueva secreta, el niño vio una colcha metida en una funda transparente, un ventilador y una sombrilla de playa. Y también  unas cajas envueltas con papel de colores y lazos rojos, y varias bolsas abultadas, con dibujos navideños y el nombre de una juguetería.  

—¿Están ahí? ¿Hay regalos? —le preguntó Anita, inquieta como un gorrioncillo.

—Qué va, Anita. Aquí sólo hay unas mantas y cosas viejas —respondió el hermano, al tiempo que cerraba aquella puerta de los secretos.

A continuación bajó de la cómoda a la butaca y se puso de nuevo las zapatillas. Anita lo miraba como a un héroe,  y después los dos salieron del cuarto de sus padres. En ese momento se abrió la puerta de la calle.

—Niños, ya estoy aquí —dijo la madre—. Habéis sido buenos, ¿verdad?


viernes, 2 de diciembre de 2022

Invitados

Para Sara, en el recuerdo


Al llegar estas fechas en que vamos despidiendo un año y preparando la bienvenida al siguiente, parece como si el mero cambio de año, con la temporada navideña por medio, marcase una frontera vital, una nítida línea temporal que señalara la llegada de un después mejor que el antes.

Aprovechando ese espíritu de cambio, de esperanza en lo mejor y de buenos deseos, tenemos la costumbre en este blog, como quizá algunos de ustedes recuerden, de invitar a varios amigos, todos ellos personas de mente preclara y sabiduría práctica, para que nos iluminen y nos ayuden a recorrer los caminos que transitamos cada día.

Nuestros invitados vienen, como siempre, de diversas épocas y partes del mundo, pero sus ideas son universales. Y nos inspiran así el sentimiento de que por muy dispares que sean los lugares temporales y geográficos que habitemos, los "lugares emocionales" son los mismos para todos nosotros.

En esta ocasión, el primero de nuestros sabios  nos invita a huir de las quejas por aquello que no está en nuestra mano controlar o cambiar:

Trata de saborear la vida, y aprende que la peor filosofía es la del llorón que se tumba en la orilla del río para lamentarse del curso incesante de las aguas. Su oficio es no pararse nunca. Acomódate a la ley y trata de aprovecharla.

 Joaquim Maria Machado de Assis. Memorias póstumas de Blas Cubas (1881)

 *** 

Y mientras desechamos los lamentos, procuremos afianzar nuestra paciencia, pues, aunque a veces no nos lo parezca, todo llega, en su momento:

[...] sólo hay que esperar a que a uno le llegue su turno. En la vida terrenal las recompensas no se reparten con facilidad, pero al final, a pesar de todo, recibimos nuestra parte.

 Dezsö Kostolányi. Kornél Esti. Un héroe de su tiempo (1933)

 ***

Una parte fundamental de la vida son nuestras relaciones con los demás, en las que demostraremos nuestra calidad humana. Sin embargo, cuántas veces la denigramos con comportamientos mezquinos.

Peleándonos no haremos sino imitar a la inmensa mayoría de la humanidad [...] Hagamos algo mejor. Demostremos que somos lo bastante generosos para pasar por alto los pequeños malentendidos. Procediendo de este modo nos honraremos a nosotros mismos. De lo contrario, representaremos meramente una comedia para diversión de nuestras amistades.

 William Godwin. Las aventuras de Caleb Willliams (1794)

*** 

Y si queremos que nuestra vida y nuestras relaciones sean constructivas, edificantes y felices, nada mejor que cultivar las buenas amistades:

[...] pero nosotros hemos experimentado lo que hace indisolubles las amistades: hay entre nosotros ese intercambio constante de impresiones felices de una y otra parte que tal vez haga de la amistad, bajo ese aspecto, algo más rico que el amor.

Honoré de Balzac. La falsa amante (1841)

 

***

Espero que nunca les falten a ustedes palabras sabias y sensatas que les sirvan de orientación, de inspiración y de compañía.


foto: Ángeles


-Joaquim Maria Machado de Assis. Memorias póstumas de Blas Cubas (Alianza, 2018). Traducción de José Ángel Cilleruelo.
-Dezsö Kostolányi. Kornél Esti. Un héroe de su tiempo (Bruguera, 2007). Traducción de Mária Szijj.
-William Godwin. Las aventuras de Caleb Willliams (Valdemar, 1996). Traducción de Francisco Torres Oliver.
-Honoré de Balzac. La falsa amante (Ediciones Invisibles, 2019). Traducción de José Ramón Monreal Salvador.