Divertimento otoñal
Aurelio
Martín, sentado a la mesita de mármol de la cafetería donde desayunaba siempre,
leyó el anuncio del periódico dos veces, primero con sorpresa y después con
interés: «Señora casi viuda desea conocer caballero para compartir
intereses...».
Es
perfecta para mí, pensó Aurelio. Setenta años, o sea, joven, y con
necesidad de compañía, como yo. Y sin pensarlo más sacó el teléfono móvil
del bolsillo del chaquetón y marcó el número que figuraba en el anuncio.
Mientras
sonaba el tono de llamada Aurelio pensó que tal vez no era el primero en
llamar; que el anuncio podía llevar varios días publicándose, y temió haber
perdido la ocasión. Entonces contestaron al otro lado de la línea:
—¿Diga?
—Sí,
eh... buenos días... llamaba por el anuncio... eh... Me llamo Aurelio Ma...
—Ah,
hola, Aurelio, muchas gracias por llamar. Yo me llamo Carmela.
—Encantado,
Carmela —respondió Aurelio, pensando que la señora parecía simpática. Si
además es guapita..., se dijo, haciéndose ilusiones.
—¿Qué
edad tienes, Aurelio? —preguntó Carmela con desparpajo.
—Tengo
setenta.
—Ay,
estupendo. ¿Cuándo podríamos vernos?
Y un
tanto sorprendido por esa pregunta tan directa, pero también halagado por el interés
de la mujer, Aurelio respondió:
—Pues...
cuando usted quiera.
—Nada
de usted, hombre. Vamos a tutearnos, ¿no?
—Sí,
sí —respondió Aurelio—. Yo también lo prefiero.
—Vives
aquí, ¿verdad? Porque si eres de fuera...
—No,
sí, vivo aquí, de toda la vida.
Entonces
Carmela le dio su dirección y lo invitó a que fuese a merendar esa misma tarde.
Aurelio
pensó que Carmela era demasiado confiada, o que la pobre estaba muy sola y
deseosa de compañía. Claro, se dijo, con el marido moribundo, en el
hospital o en una residencia...
Por
la tarde, a las cinco y media, como un clavo, estaba Aurelio llamando al timbre
de Carmela.
La
puerta se abrió casi al momento, y allí estaba Carmela, con un blusón de
colores, su pelo rubio muy bien peinado y una gran sonrisa.
Sí
que es guapita, pensó Aurelio, contento. A ver qué le parezco yo.
Aurelio
también se había arreglado para la ocasión, con chaqueta y corbata, y una gorra
inglesa gris con la que él se encontraba muy bien.
—Anda,
qué buen mozo eres, Aurelio —dijo Carmela con su estilo llano—. Pasa, pasa, que
tenemos mucho de qué hablar.
Carmela
y Aurelio congeniaron divinamente. Tomaron café y un bizcocho de vainilla y
nueces que hacía ella misma.
—Está
de rechupete —dijo Aurelio, que ya se consideraba muy afortunado por haber
encontrado a una mujer como Carmela.
Y
entre unos temas y otros, cuando ya se había establecido entre ellos una
agradable confianza, Aurelio le preguntó a Carmela sobre su situación personal,
es decir, sobre su condición de «casi viuda».
—Es
una situación muy triste, Aurelio, muy triste. Tres años lleva mi marido así, postrado
en la cama, que ni siente ni padece, ni habla ni paula. Se pasa el día dormido,
que yo creo que más que dormido está como atontolinado. Y hay que lavarlo, y
cambiarlo de ropa... en fin, una cosa muy triste.
—Vaya,
lo siento mucho. Debe ser muy duro para ti —dijo Aurelio, comprensivo.
—Y
tanto que sí, Aurelio, y tanto que sí.
—¿Y
vas a verlo todos los días?
Carmela
hizo un gesto de extrañeza.
—A
la residencia, me refiero —dijo Aurelio—. Me imagino que estará en un centro de
mayores ¿no?
—No,
no —dijo Carmela con contundencia—. Yo no puedo dejar a mi marido en manos de extraños.
Mi marido está aquí.
—¿Aquí?
¿En la casa?
—Claro,
en el dormitorio ¿dónde va estar? Ven, ven y te lo presento.
Aurelio
se sintió muy incómodo. No tenía ninguna gana de ver al pobre hombre, y menos
cuando él había ido a su casa con intención de intimar en lo posible con su
mujer. Era una situación de lo más comprometida, así que le dijo a Carmela:
—Mira,
creo que mejor me marcho. No me parece decoroso estar aquí, bajo el mismo techo
que tu marido, ni creo que deba yo entrar en la intimidad de su dormitorio.
—Ay,
Aurelio, qué fino eres, qué bien hablas —dijo Carmela con entusiasmo.
—Sí,
bueno, pues... si quieres, ya nos veremos otro día. Pero en la calle, en una
cafetería, ¿de acuerdo? Y luego, si quieres, vamos a cenar a algún sitio.
—Bueno,
yo encantada, claro. Pero primero habrá que solucionar esto.
Entonces
fue Aurelio quien se mostró extrañado.
—¿Qué
hay que solucionar?
—Pues
que mientras mi marido esté así, yo no puedo salir a pasar la tarde fuera, ni a
cenar ni nada. No puedo dejarlo solo.
—Ah,
claro, querrás contratar a alguien para que se quede con él y así tú puedas
salir...
—Que
no, Aurelio, que no es eso —dijo Carmela, que se daba cuenta de que Aurelio no
había comprendido la situación—. A ver, ¿tú no me has llamado por el anuncio?
—Sí,
claro, porque querías conocer a alguien...
—Eso,
eso —interrumpió Carmela—. Alguien que comparta mis intereses. O sea, alguien
que me ayude a solucionar este asunto.
—Pero
entonces... —titubeó Aurelio—, ¿es que quieres que yo te ayude a buscar a
alguien...?
—No,
hombre, no. Lo que quiero es dejar de ser casi viuda y ser viuda de una vez.
Viuda del todo... ¿comprendes?
Aurelio
comprendió, así que se levantó del sofá y se dirigió a la puerta.
—Tengo
que marcharme ya, Carmela. Ya nos vemos otro día, ¿eh? —dijo por decir algo. Y
abriendo la puerta del piso salió al rellano, y, sin entretenerse en esperar al
ascensor, empezó a bajar las escaleras a toda prisa. Cuando iba por el segundo
tramo oyó a Carmela, que desde arriba, asomada a la barandilla, le decía:
—Entonces,
¿vas a ayudarme, Aurelio? ¿Cuándo quedamos?