domingo, 9 de noviembre de 2025

Palabras con carácter

Hay palabras que suenan como si fueran de seda, o transparentes, porque son suaves y cristalinas.  Otras en cambio parecen de esparto, porque resultan rugosas y resistentes, como hechas para durar mucho tiempo. Y otras que nos engañan, que suenan como a flor blanca y en cambio  llevan una ofensa en su corazón.

De las primeras he conocido últimamente a la resplandeciente fúlgido, que significa justamente eso, resplandeciente, brillante, luminoso. No en vano deriva de fulgor, que a su vez proviene de fulgere, que no es sino relampaguear, relucir o brillar. Es, sin duda, una palabra luminosa.

De morado terciopelo y brocado de oro, sobre el arnés fúlgido, lleva veste de ricas labores.

Romances históricos. Ángel de Saavedra, Duque de Rivas, 1828.


De las otras, de las ásperas y duraderas, me ha salido al paso teúrgico, que es algo relativo a la teúrgia, un tipo de magia que practicaban los paganos de la antigüedad para comunicarse con sus dioses y «operar prodigios», como dice bellamente el diccionario de la RAE.

¿ Dónde hallar esta clave? ¿ La cábala, la magia, la teúrgia serán posibles?

Las ilusiones del doctor Faustino. Juan Valera, 1864

 

Y de las últimas, de esas engañosas que por fuera tienen pétalos y por dentro mala idea, me he tropezado con contumelia, que a pesar de su apariencia blanca y delicada es una injuria, una ofensa, un agravio, un ultraje.

Pero, según la opinión paterna, nosotros no debíamos «rebajarnos» a responder del mismo modo a la infame contumelia.

 Cuentos de tierra caliente. Dirma Pardo Carugati, 1999.

 

Lo que también me parece un agravio y una injusticia es que no exista en español un concepto que sí recogen los diccionarios ingleses, franceses y portugueses. Una palabra tan tremenda y con tanto carácter como es demonífugo.

Demonífugo, sí, del latín daemonium y fuge (que ahuyenta). Porque un demonífugo es aquella sustancia u objeto que hace huir a los demonios y que da protección contra los malos espíritus.

Es una lástima que no podamos encontrar esta palabra en textos escritos en lengua española, porque me parece un término muy práctico y de mucho provecho. Así que desde aquí yo propongo modestamente que la demos por existente y la usemos en cuanto tengamos ocasión.

Qué terrible ver a aquella pobre hija de vecino, tan bondadosa y trabajadora, tan fermosa y donosa como lo fuera su madre, convertida en ruin despojo por mor del diablo que ahora la habitaba. ¡Un demonífugo, por caridad!, clamaba su anciano padre, al tiempo que se mesaba los ralos cabellos blancos. 

Los infortunios del pueblo llano. Obra escrita por nadie en ninguna fecha.

 

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martes, 21 de octubre de 2025

Casi viuda

Divertimento otoñal

Aurelio Martín, sentado a la mesita de mármol de la cafetería donde desayunaba siempre, leyó el anuncio del periódico dos veces, primero con sorpresa y después con interés: «Señora casi viuda desea conocer caballero para compartir intereses...».

Es perfecta para mí, pensó Aurelio. Setenta años, o sea, joven, y con necesidad de compañía, como yo. Y sin pensarlo más sacó el teléfono móvil del bolsillo del chaquetón y marcó el número que figuraba en el anuncio.

Mientras sonaba el tono de llamada Aurelio pensó que tal vez no era el primero en llamar; que el anuncio podía llevar varios días publicándose, y temió haber perdido la ocasión. Entonces contestaron al otro lado de la línea:

—¿Diga?

—Sí, eh... buenos días... llamaba por el anuncio... eh... Me llamo Aurelio Ma...

—Ah, hola, Aurelio, muchas gracias por llamar. Yo me llamo Carmela.

—Encantado, Carmela —respondió Aurelio, pensando que la señora parecía simpática. Si además es guapita..., se dijo, haciéndose ilusiones.

—¿Qué edad tienes, Aurelio? —preguntó Carmela con desparpajo.

—Tengo setenta.

—Ay, estupendo. ¿Cuándo podríamos vernos?

Y un tanto sorprendido por esa pregunta tan directa, pero también halagado por el interés de la mujer, Aurelio respondió:

—Pues... cuando usted quiera.

—Nada de usted, hombre. Vamos a tutearnos, ¿no?

—Sí, sí —respondió Aurelio—. Yo también lo prefiero.

—Vives aquí, ¿verdad? Porque si eres de fuera...

—No, sí, vivo aquí, de toda la vida.

Entonces Carmela le dio su dirección y lo invitó a que fuese a merendar esa misma tarde.

Aurelio pensó que Carmela era demasiado confiada, o que la pobre estaba muy sola y deseosa de compañía. Claro, se dijo, con el marido moribundo, en el hospital o en una residencia...

Por la tarde, a las cinco y media, como un clavo, estaba Aurelio llamando al timbre de Carmela.

La puerta se abrió casi al momento, y allí estaba Carmela, con un blusón de colores, su pelo rubio muy bien peinado y una gran sonrisa.

Sí que es guapita, pensó Aurelio, contento. A ver qué le parezco yo.

Aurelio también se había arreglado para la ocasión, con chaqueta y corbata, y una gorra inglesa gris con la que él se encontraba muy bien.

—Anda, qué buen mozo eres, Aurelio —dijo Carmela con su estilo llano—. Pasa, pasa, que tenemos mucho de qué hablar.

Carmela y Aurelio congeniaron divinamente. Tomaron café y un bizcocho de vainilla y nueces que hacía ella misma.

—Está de rechupete —dijo Aurelio, que ya se consideraba muy afortunado por haber encontrado a una mujer como Carmela.

Y entre unos temas y otros, cuando ya se había establecido entre ellos una agradable confianza, Aurelio le preguntó a Carmela sobre su situación personal, es decir, sobre su condición de «casi viuda».

—Es una situación muy triste, Aurelio, muy triste. Tres años lleva mi marido así, postrado en la cama, que ni siente ni padece, ni habla ni paula. Se pasa el día dormido, que yo creo que más que dormido está como atontolinado. Y hay que lavarlo, y cambiarlo de ropa... en fin, una cosa muy triste.

—Vaya, lo siento mucho. Debe ser muy duro para ti —dijo Aurelio, comprensivo.

—Y tanto que sí, Aurelio, y tanto que sí.

—¿Y vas a verlo todos los días?

Carmela hizo un gesto de extrañeza.

—A la residencia, me refiero —dijo Aurelio—. Me imagino que estará en un centro de mayores ¿no?

—No, no —dijo Carmela con contundencia—. Yo no puedo dejar a mi marido en manos de extraños. Mi marido está aquí.

—¿Aquí? ¿En la casa?

—Claro, en el dormitorio ¿dónde va estar? Ven, ven y te lo presento.

Aurelio se sintió muy incómodo. No tenía ninguna gana de ver al pobre hombre, y menos cuando él había ido a su casa con intención de intimar en lo posible con su mujer. Era una situación de lo más comprometida, así que le dijo a Carmela:

—Mira, creo que mejor me marcho. No me parece decoroso estar aquí, bajo el mismo techo que tu marido, ni creo que deba yo entrar en la intimidad de su dormitorio.

—Ay, Aurelio, qué fino eres, qué bien hablas —dijo Carmela con entusiasmo.

—Sí, bueno, pues... si quieres, ya nos veremos otro día. Pero en la calle, en una cafetería, ¿de acuerdo? Y luego, si quieres, vamos a cenar a algún sitio.

—Bueno, yo encantada, claro. Pero primero habrá que solucionar esto.

Entonces fue Aurelio quien se mostró extrañado.

—¿Qué hay que solucionar?

—Pues que mientras mi marido esté así, yo no puedo salir a pasar la tarde fuera, ni a cenar ni nada. No puedo dejarlo solo.

—Ah, claro, querrás contratar a alguien para que se quede con él y así tú puedas salir...

—Que no, Aurelio, que no es eso —dijo Carmela, que se daba cuenta de que Aurelio no había comprendido la situación—. A ver, ¿tú no me has llamado por el anuncio?

—Sí, claro, porque querías conocer a alguien...

—Eso, eso —interrumpió Carmela—. Alguien que comparta mis intereses. O sea, alguien que me ayude a solucionar este asunto.

—Pero entonces... —titubeó Aurelio—, ¿es que quieres que yo te ayude a buscar a alguien...?

—No, hombre, no. Lo que quiero es dejar de ser casi viuda y ser viuda de una vez. Viuda del todo... ¿comprendes?

Aurelio comprendió, así que se levantó del sofá y se dirigió a la puerta.

—Tengo que marcharme ya, Carmela. Ya nos vemos otro día, ¿eh? —dijo por decir algo. Y abriendo la puerta del piso salió al rellano, y, sin entretenerse en esperar al ascensor, empezó a bajar las escaleras a toda prisa. Cuando iba por el segundo tramo oyó a Carmela, que desde arriba, asomada a la barandilla, le decía:

—Entonces, ¿vas a ayudarme, Aurelio? ¿Cuándo quedamos?

 

miércoles, 17 de septiembre de 2025

Hipo-

El pasado mes de julio, en la entrada titulada Especulaciones especulares y sobre todo durante la indagación previa, la palabra hipótesis estuvo haciéndose notar con insistencia, lo cual es lógico, ya que especular e hipotetizar andan con frecuencia de la mano.

Esa insistencia llegó al punto de reclamar una entrada propia, sobre todo por parte  del prefijo hipo-. Y yo a esas cosas no me puedo resistir, ya lo saben ustedes.

El caso es que al pararme a pensar en la palabra hipótesis me pregunté con mucha intriga cuál sería su origen etimológico, ya que ese prefijo hipo-  me llevaba a pensar, por un lado, en palabras como hipopótamo, hipocampo o hipódromo, que tienen que ver con el caballo;  y por otro, en palabras como hipotermia o hipotensión, que tienen el sentido general de "por debajo". 

La intriga era en verdad grande, porque ¿qué relación extraña podía haber entre una suposición o teoría y un caballo? 

¿Y entre el concepto de suposición y el de "por debajo"?

Intrigante también. O quizá no tanto. Porque en realidad estamos tratando con dos hipo- diferentes, aunque parezcan lo mismo.

En efecto, el hipo- que significa caballo deriva del griego hippós, mientras que el hipo- que significa "por debajo de algo" o "en la base de algo" deriva de hypo.

Por eso el hipopótamo (hippo+potamós) es un caballo de río; el hipocampo (hippo+kámpe) es un caballo curvado, y el hipódromo (hippo+dromos) es un camino de caballos.

Y por su parte, la hipótesis (hypo, en la base+thesis, acción de poner) es literalmente la "acción de poner en la base". ¿Y qué es "poner en la base" sino suponer? Pues es exactamente lo mismo, pero de procedencia latina en vez de griega, ya que suponer viene  de sub, debajo, y ponere, poner.

Este hypo de la hipótesis es, claro está, es el que llevan también la hipotermia, la hipotensión, la aguja hipodérmica (o subcutánea), y hasta la hipoteca, que procede de hypotheke (hipo, debajo+theke, caja o depósito) y que originalmente tenía el sentido de "cosas depositadas" o "colocadas debajo".

Una vez aclarado el asunto de los dos hipo-, me asaltó otra duda: ¿Y el hipo como tal, es decir, el hipido o singulto? ¿Tendrá que ver con el hippo o con el hypo? La verdad es que resulta difícil imaginar que tenga que ver con alguno de los dos, y, efectivamente, no tiene que ver con ninguno. La palabra hipo, que denomina ese "movimiento convulsivo del diafragma" causado por comer mucho y rápido, por consumo de alcohol o de bebidas con gas, por estrés, y por otras razones variadas, es en realidad una voz imitativa, una onomatopeya del sonido que produce esa contracción del diafragma y que nos suena como "hip".

Así que ya ven ustedes, empezamos con espejos y hemos acabado con  hipo (espero que no en sentido literal). Y es que ya se sabe que los caminos del léxico, recorridos a caballo del diccionario, están llenos de recovecos y en cada uno nos aguarda una sorpresa.

 

 

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lunes, 25 de agosto de 2025

Pensamientos greguerescos (II)

 

El oso polar se abriga con un manto de nieve

*

Cuando bebe en el río la jirafa se vuelve araña

*

Los fuegos artificiales son supernovas de marca blanca

*

La aurora boreal es un arcoíris derretido

*

Las montañas llevan las faldas hasta los pies

*

Los árboles secos tienen mala sombra

*

El calendario tiene los días contados

*

El reloj de arena multiplica el tiempo por ocho

*

La nostalgia es el álbum de fotos de la felicidad

*

Somos tan poca cosa que nuestro currículum cabe en una lápida de mármol

*


National Geographic
Cuando bebe en el río la jirafa se vuelve araña


jueves, 17 de julio de 2025

Especulaciones especulares


Como me ocurre tantas veces, hace unos días se me alojó en el pensamiento una palabra que no me dejaba en paz, dando vueltas por ahí como una peonza, reclamando mi atención.

La palabra era especular y lo que me traía de cabeza era si habría alguna relación etimológica entre el adjetivo "especular" (es decir, relativo al espejo), y el verbo "especular" (con el sentido de divagar, conjeturar, hipotetizar, suponer...)

La lógica, o la intuición, me decían que no, que no podía haber ninguna relación entre esos dos términos. Si decimos,  por ejemplo, "el reflejo especular" y "dejemos de especular hasta tener datos  precisos", parece obvio que se trata de dos palabras iguales en su forma pero sin conexión alguna en cuanto al significado. Pensé, por lo tanto, que un especular y el otro debieron ser originalmente dos palabras distintas, como demostrarían sus significados tan diferentes,  y que la evolución había hecho que acabaran teniendo la misma forma. Ya sabemos que eso ocurre.

Pero el caso es que no quise limitarme a especular,  así que me puse a indagar en el asunto y me encontré con una de esas sorpresas que ya no deberían sorprenderme. Porque resulta que nuestro verbo "especular" deriva del latín speculari, que significaba observar o acechar, y que más tarde adquirió el significado de espiar, indagar, explorar. ¿Y qué es especular (teorizar, hipotetizar), sino explorar, indagar, tantear, no un terreno sino una idea, un concepto, una circunstancia?

Por otra parte, supe que este verbo, speculari, proviene a su vez del sustantivo specula, que es un puesto de observación, una atalaya. Y que ambas formas, speculari y specula, proceden a su vez del latín arcaico specere, que significa "mirar".

Y mira por dónde, de specere proviene también speculum, es decir, espejo.

Por lo tanto, y a pesar de mi incredulidad inicial, el verbo "especular" y el adjetivo "especular", que tantas vueltas dieron en mi cabeza,  tienen efectivamente un antepasado común (specere) y un significado común  (mirar, observar, examinar),  por más que con el tiempo hayan adquirido sentidos tan diferentes.

Lo bueno de estas indagaciones -o especulaciones- es que nos dejan la mente liberada de palabras recalcitrantes y contumaces que no se van mientras no queden dilucidadas. Y que nos hacen asentir con la cabeza lentamente como quien dice: "Fíjate, qué curioso", lo cual siempre es una gran satisfacción intelectual.

Y lo malo es que, como saben ustedes, una cosa lleva a otra y a otra y a otra..., en un no parar lexicográfico. Cosa que volvió a suceder en este caso, claro, pues por la ventana de la especulación se coló, cual mosquito celoso, la palabra hipótesis, que reclamaba también un poco de atención a cuenta de ese caprichoso prefijo hipo-.

Por supuesto, hice caso de esa exigencia, pero mis averiguaciones al respecto quedan para una próxima ocasión.


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lunes, 23 de junio de 2025

Más tontinglish

Hubo un tiempo en que, con cierta frecuencia, me encontraba en mis clases con personas que se resistían, con ahínco y contumacia, a aprender inglés, ni siquiera en un nivel básico.

Curiosamente, esas personas se matriculaban en cursos de inglés porque sabían que era conveniente para ampliar sus oportunidades laborales, pero al mismo tiempo se negaban a someterse, según decían, al "colonialismo", al "imperialismo" del inglés. Mantenían una actitud belicosa contra la lengua anglosajona, y decían que no estaban dispuestas a "ceder", a aprender un idioma que consideraban, a diferencia del español, feo, pobre, absurdo y, sobre todo, una imposición "de los americanos".  A esta actitud yo la denominaba mentalmente "patriotismo lingüístico", y la consideraba un error, una forma de autolimitarse, de negarse un beneficio, porque aprender idiomas es algo objetivamente bueno.

Lo curioso es que ahora, más o menos una década después, ocurre todo lo contrario del rechazo que mostraban aquellas personas. Se diría que hay una especie de veneración hacia la lengua inglesa,  hasta el punto de que en el mundo de la cultura y del ocio, en todos los ámbitos de la vida social, y en especial en los medios de comunicación, el inglés se cuela en nuestra lengua de manera constante, por no decir cargante y enojosa.

Ya en varias ocasiones hemos traído ejemplos, recogidos de los medios de comunicación, de lo que otras veces hemos llamado aquí "tontinglish", es decir,  esa invasión pedante del extranjerismo anglosajón,  ese uso innecesario y artificioso de la lengua inglesa, que produce en muchos casos expresiones amaneradas, rebuscadas, o directamente incomprensibles para muchos. Y hoy, a riesgo de resultar yo misma repetitiva y cansina, vengo con una nueva tanda de ejemplos.

Porque lo cierto es que la cosa no deja de sorprenderme, tal es el número y la variedad de palabras y expresiones inglesas que adornan el discurso de periodistas, presentadores, reporteros, tertulianos, políticos y casi cualquiera que se exprese públicamente.

Entre los ejemplos de esta ocasión, tenemos la siguiente frase que leí no hace mucho en algún sitio de internet: "En la newsletter les explicamos qué es la dieta veggie". 

Sin duda está muy bien que nos expliquen qué es eso de veggie, pero deberían empezar por explicar también que es la newsletter. O mejor aún sería que en vez de newsletter dijeran boletín, y en vez de veggie dijeran vegetariana. Aunque a lo mejor es que yo soy muy antigua, cosa que admitiría sin reparo.

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En otra ocasión oí a un dicharachero entrevistado que dijo: "En esos casos, lo que hago es un facepalm." 

Supongo que muchos televidentes que escucharan esa frase se quedaron sin saber qué es lo que hace ese señor en esos casos. Pero me imagino que el señor prefería no hacerse entender, y por eso dijo lo del facepalm, en vez de decir que se tapa la cara con sonrojo, abochornado, o algo similar.

La verdad es que yo misma sentí un poco de sonrojo -aunque no hice un facepalm- cuando oí a una meteoróloga que, comentando el tiempo que haría en los días siguientes, dijo que "las temperaturas seguirán en el mismo mood". Supongo que quería decir que las temperaturas seguirían iguales, o en la misma línea, pero para qué decirlo de forma sencilla pudiendo resultar pedante.

Lo mismo pensaría, supongo yo, la alegre reportera que hace unos días nos informaba de que el presidente del gobierno había modificado el timing de su agenda. Porque me imagino que decir sencillamente que había modificado la agenda es de antiguos como yo.

Y terminamos por hoy con el pasmoso caso de la tertuliana que, después de que otra dijera que "en España no hay un gobierno en la sombra", se apresuró a añadir: "Lo que es el clásico shadow cabinet".

Créanme si les digo que casi empiezo a echar de menos aquel "patriotismo lingüístico" que tanto me llamaba la atención en mi etapa docente.


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lunes, 26 de mayo de 2025

Qué sensación

Ya hemos hablado aquí en ocasiones anteriores sobre el dilema que a veces se nos plantea entre leer o releer, entre dedicar nuestro tiempo a libros que aún no hemos leído o a libros que querríamos volver a leer.

Lo cierto es que para mí ese dilema está dejando de serlo, porque cada vez me apetece más la relectura y a ella me estoy entregando sin resquemor.  

Es indudable que siempre cabe la posibilidad de que el libro elegido no nos guste más o ni siquiera igual que la primera vez. Es un riesgo inevitable. Y si por ese temor elegimos no releer, siempre nos quedará la duda, el desasosiego, el comecome de no saber cómo habría sido la experiencia.  En cambio, si elegimos leerlo y resulta que nos vuelve a gustar tanto como la primera vez, o incluso más, la sensación será, como mínimo, muy gratificante.

Y eso es precisamente lo que me ha ocurrido a mí en estos días con un libro en particular cuya la relectura era, además, especialmente arriesgada.  Porque el libro en cuestión es uno que leí hace mucho, mucho tiempo. En concreto cuando yo tenía doce años. 

Aunque quizá, ahora que lo pienso, lo arriesgado fue que leyera ese libro a esa edad, porque no se trata de un libro infantil ni mucho menos. El caso es que recuerdo muy bien la emoción que me produjo aquella lectura y cuánto la disfruté. Por eso seguramente no había vuelto a leerlo, por temor a romper el encantamiento de aquella primera lectura, cuyo recuerdo siempre me hecho sonreír con gratitud. Además éste fue el primer libro adulto que leí en mi vida, o al menos el primero que leí completo y con deleite, y eso, sin duda, se merece un respeto.   

amazon.comPor si tienen ustedes curiosidad, el libro al que me refiero es El misterio de Salem's Lot, la mítica novela de Stephen King. 

Como saben algunos de ustedes, desde aquella primera vez he seguido siendo lectora de King durante toda mi vida; he seguido su trayectoria literaria y conozco su evolución. Y yo, lógicamente, también he evolucionado como lectora, de modo que a pesar de mi confianza en el talento del autor, tenía cierto temor a que el libro y yo no volviéramos a conectar como conectamos entonces. Sin embargo, ahora puedo decir con satisfacción que la relectura ha sido un deleite, y me ha sorprendido muy gratamente que un libro que leí en la infancia tuviera tanto que decirme de adulta. ¡Qué sensación!

Porque, claro, en aquella lectura infantil me fascinó la historia en sí, la aventura, las peripecias de los personajes, mientras que ahora he llegado mucho más allá, y he sido capaz de apreciar los méritos literarios y técnicos de la obra y su profundidad simbólica y psicológica, además de establecer conexiones con obras posteriores de King, conexiones que antes, naturalmente, no estaba a mi alcance percibir.

Por otra parte, también me parece interesante el detalle de que el ejemplar que he leído ahora es el mismo que leí entonces, porque lo he conservado siempre: ha sobrevivido al tiempo, al polvo, a las mudanzas... Y esto le ha dado a la lectura una aún mayor dimensión emocional, y ha hecho que en todo momento yo haya tenido presente  a aquella lectora de doce años que leyó la novela por primera vez: la he visto en su habitación, con el libro, ese mismo libro,  entre las manos, pasando las páginas con emoción, descubriendo un mundo nuevo... Y como para completar la emotividad de este reencuentro literario, en algunas de las páginas he encontrado, con cierto temblor del corazón, la indecisa firma de esa niña, que quizá ya entonces quiso sentir que aquel libro era suyo, suyo y de nadie más.

Ya ven ustedes que esta relectura, tanto tiempo pospuesta por temor a la decepción,  ha resultado una experiencia muy especial, gratísima, y no solo en lo literario.

 

Imagen de la primera versión cinematográfica de la novela,
El misterio de Salem's Lot 
(Tobe Hooper,1979).


jueves, 1 de mayo de 2025

La impostora

Ya dije aquí, en alguna otra ocasión, que a veces me siento una impostora. Una impostora lingüística, concretamente. Esto me ocurre cuando utilizo frases hechas, proverbios o expresiones  cuyo significado literal no conozco en realidad. Conozco el sentido que tienen esas expresiones, claro, y sé cuándo utilizarlas; el problema es que hay en su composición alguna palabra cuyo significado literal, su significado independiente fuera de esa locución, ignoro.

Es lo que me pasaba, por ejemplo, con la palabra brete.  Yo decía, con toda precisión y seguridad, eso de "poner a alguien en un brete", o "estar en un brete", para referirme a un momento de dificultad, de apuro, a una situación conflictiva en la alguien no sabe bien cómo actuar o se ve incapacitado para actuar con autonomía. Pero no sabía que el brete, propiamente dicho, era un cepo para los pies, esos grilletes que impiden a los prisioneros moverse con libertad.

Aunque ya puse remedio en su momento a mi ignorancia respecto al brete y algunas otras palabras incluidas en este tipo de unidades léxicas, no dejan de aparecer a cada momento otras frases que, como decía antes, me hacen sentir como una impostora por utilizar palabras cuyo significado desconozco. Porque si alguien, en el momento en que pronuncio una de esas locuciones, me preguntara qué significa esa palabra concreta, me pondría en un brete, precisamente.

Es decir, no sabría cómo salir del atolladero. Vaya, aquí hay otra. Salir del atolladero. Está claro que esta frase significa resolver un problema, librarse de algún inconveniente o peligro, de algún conflicto o dilema. Pero ¿qué es específicamente un atolladero?

Pues literalmente un atolladero es un lugar donde se atascan los vehículos, los caballos o las personas, como por ejemplo un barrizal.  Porque atollar es lo mismo que encallar o tropezar, atascar o atrancarse. Es decir, quedarse inmovilizado, como si lo pusieran a uno en un brete, ni más ni menos.

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Y no es extraño que uno, sea persona, caballo o carreta, se vea atollado en un barrizal si previamente han caído chuzos de punta. Y ahí vamos otra vez. Obviamente,  decimos "caer chuzos de punta" para referirnos a que llueve  con fuerza. Pero nuevamente he de preguntarme, contrita, qué es un chuzo.

Y una vez más el diccionario acude en mi socorro para sacarme de ese atolladero: un chuzo es un palo acabado en un pincho, en una punta de hierro, que se utiliza como arma. Es decir, un chuzo es una lanza o una pica.

Cabría preguntarse aquí, consecuentemente, por qué cuando llueve mucho decimos que caen chuzos de punta y no que "caen lanzas (o picas) de punta". Pero eso sería meterse en otro atolladero y por hoy ya está bien  de eso.


Foto Ángeles de los Santos


miércoles, 23 de abril de 2025

No estaría mal

 Esta entrada se publicó originalmente en Juguetes del viento el 7 de septiembre de 2018. 


No estaría mal, de vez en cuando,  poder vivir en ese mundo en el que todo tiene sentido.

En el que no quedan cabos sueltos.

En el que lo malo existe con una finalidad, no sólo por un motivo.

En el que nadie muere para siempre, porque lo pasado y lo futuro existen al mismo tiempo.

En el que la vida es un arte.

En el que las personas no hablan por hablar, ni  actúan por mera inercia.

No estaría mal, de vez en cuando, poder vivir la vida verosimil.

La que está hecha de palabras y pensamientos.

La coherente.

La que no defrauda.

La que sorprende pero no desconcierta.

La que emociona pero no abruma.

La que golpea pero no lastima.

La vida que a veces confunde pero nunca miente.

La que no busca ni espera nada, sólo ofrece.

No estaría mal, de vez en cuando, poder vivir en los libros.


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miércoles, 5 de febrero de 2025

Amor bajo control

Andrés Zabala llegó a la consulta abatido y demacrado.

—Usted dirá, señor Zabala, ¿a qué se debe su visita? —preguntó el doctor en psicología.

—A que desde hace un tiempo me devora la ansiedad. No como, no duermo, no disfruto, estoy siempre angustiado... 

—Entiendo —dijo el psicólogo llevándose la mano a la barba—. ¿A qué se dedica usted, señor Zabala?

—Soy propietario de una librería.

—Interesante. Y supongo que eligió usted esa profesión por vocación, ¿verdad?, por amor a los libros.

—Sí, señor. La literatura es mi pasión.

—Supongo que se hizo usted lector en la infancia.

—Así es. Aprender a leer y amar los libros fue todo uno.

—Entiendo. Y me imagino que tiene usted su casa también llena de libros.

—Efectivamente —dijo Zabala, que se entusiasmaba al hablar de cuestiones bibliófilas—. Vivo rodeado de los libros que he ido reuniendo a lo largo de mi vida. Incluso conservo todos los que leí de niño, de Amicis a Verne, y todos los que había en casa de mis padres, de Byron a Zola. —Y un tanto confuso añadió—: Pero ¿qué tiene que ver esto con mi problema de ansiedad?

Ignorando la pregunta, el psicólogo añadió:

—Y seguro que nunca se ha desprendido usted de ningún ejemplar.

—Por favor...

—Disculpe, no quería ofender. Pero dígame, ¿desde cuándo, aproximadamente, viene usted sufriendo esa ansiedad?

—Aproximadamente no; se lo puedo decir con exactitud: desde el 24 de marzo.

El psicólogo se acarició de nuevo la barba mientras meditaba brevemente. Entonces dijo:

—Me atrevería a decir que el 24 de marzo es su cumpleaños.

—Así es —respondió el paciente sin mostrar sorpresa.

—Y diría incluso que el pasado 24 de marzo cumplió usted 50 años.

—Sí, sí, claro. Esos datos estarán en mi ficha.

—Estarán, sí —dijo el doctor—, pero yo no veo nunca las fichas de los pacientes. Prefiero no conocer ningún dato a priori.

—Pues entonces, más que un discípulo de Freud, parece usted un alumno aventajado de Sherlock Holmes, si me permite decírselo.

—Se lo permito, por supuesto. Son posiblemente los más grandes conocedores de la mente humana. Pero sigamos con su caso, que me parece muy claro. Usted sufre de lo que llamamos «ansiedad de la abundancia». Ama usted tanto la literatura, y tiene tantos libros a su disposición que quisiera leerlo todo. Pero el día 24, al cumplir los cincuenta, que es media vida o más, tomó usted conciencia, aunque fuese inconscientemente, de que jamás podrá leer todos los libros que tiene al alcance de la mano. Eso le ha creado el estado de angustia y pesadumbre que lo atormenta.

—¡No me diga!

—Sí, señor Zabala, no me cabe duda. Usted es un bibliófilo, un bibliómano y un bibliófago. Incluso un bibliótafo, si me apura. El amor que siente por los libros es desmedido, desbordante, y ha llegado a tal extremo que ya no lo puede controlar y se ha convertido en un problema. Y es que el amor, de la clase que sea, hay que do-si-fi-car-lo. No se puede ir por la vida amando sin límites, sin medida, porque todo lo que se ama así, a barullo, a lo bruto, dejándose llevar por el apasionamiento, acaba por atragantarse.

—No irá usted a decirme que deje de leer...

—No, no, las soluciones drásticas pueden empeorar el problema. Pero sí debe moderar su amor. ¿Conoce usted la «teoría de las pequeñas dosis»?

Zabala negó con la cabeza y el doctor continuó:

—Esta teoría consiste básicamente en que las cosas que se toman en dosis pequeñas saben mejor, se aprecian mejor y por lo tanto se disfrutan más, y además no crean adicción. Que es lo que tiene usted: adicción a los libros, y por lo tanto tiene que desengancharse.

—Pero eso me va a resultar muy difícil.

—Claro. Tan difícil como es dejar el tabaco para el fumador empedernido; o como hacer dieta para el glotón irredento. Usted es un glotón de la lectura, por así decir, y deberá ponerse a dieta si quiere recuperar su bienestar.

—Pero es que precisamente a mí el bienestar siempre me lo han proporcionado los libros.

—Hasta ahora, estimado Zabala, hasta ahora. Pero en casos así, llega un momento en que el bienestar se acaba y empiezan los problemas.

Zabala asintió, resignado.

—Va usted a hacer lo siguiente —continuó el psicólogo en tono afable—: cuando esté en casa y le entren ganas de leer, lea, pero no se dé un atracón. Póngase un límite de, por ejemplo, veinte páginas diarias.

—Qué poco...

—Bueno, que sean veinticinco, pero ni una más. Y en la librería procure dominar su curiosidad por ver lo que cada libro encierra entre sus tapas. Cuando sienta ese deseo, distráigase con otra cosa; póngase, por ejemplo, a hacer crucigramas.

—Ah, pues me parece buena idea —admitió Zabala, algo más animado.

—Ya ve usted, si todo es buscar el lado bueno de las cosas.

 

Andrés Zabala salió de la consulta esperanzado. Había comprendido que las pasiones hay que controlarlas, no dejar que lo controlen a uno, y que todo exceso, antes o después se vuelve pernicioso.

Cuando llegó a su casa estaba decidido a hacer esa peculiar dieta que le había recomendado el psicólogo. Se sentía capaz, motivado, con un objetivo claro.

Al entrar en el salón contempló su biblioteca: tres paredes y media cubiertas de libros. Después fue a su estudio y observó otras tres paredes de libros más varias torres de ejemplares que subían desde el suelo a alturas diversas. A continuación entró en el dormitorio y suspiró al ver por todas partes estantes repletos de volúmenes.

Entonces volvió al salón, se acercó a una de las filas de libros y sacó uno de los más gruesos. Se sentó en su sillón de lectura y abrió el libro con deleite.

«Veinticinco páginas al día», recordó.

—Mañana empiezo la dieta, lo prometo —dijo en voz alta, como si hablara con el doctor.


Librería Feltrinelli (Milán)




 

miércoles, 4 de diciembre de 2024

Invitados

La Navidad es tiempo de tradiciones, y en este blog somos afectos a las tradiciones. Al menos a algunas, y en concreto a las que hemos creado aquí nosotros y para nosotros.

Así que en estos días decembrinos en los que vamos despidiendo un año y nos preparamos para recibir otro, cumplimos con nuestra tradición de invitar a unos cuantos sabios para que nos dejen un regalo en forma de palabras.

Y en esta ocasión se han puesto de acuerdo para hablarnos precisamente de las palabras; de las que pensamos y de las que pronunciamos, ya sea por escrito o en conversación, y de la importancia de usarlas bien; de la dificultad de encontrar a veces las que necesitamos; de cómo pueden ser el sustento de una amistad; del poder que tienen para cambiar nuestro estado, para bien o para mal. Y de los males que las aquejan, como las dictatoriales restricciones a la expresión que a veces algunos imponen. Y de cómo las palabras, las palabras solas, pueden ser una fuente de felicidad.  

Esto es lo que, a través de los años y los siglos, nos dicen hoy y con la misma vigencia que cuando las pensaron por primera vez:

 

Es posible que le hubiera gustado hacerle esas confidencias a alguien. Pero ¿cómo referir un malestar indefinible que cambia de aspecto como las nubes y gira en torbellinos como el viento? Así que le faltaban las palabras y la ocasión y el atreverse.

 Flaubert. La señora Bovary (1856)

Pero nosotros hemos experimentado lo que hace indisolubles las amistades: hay entre nosotros ese intercambio constante de impresiones felices de una y otra parte que tal vez haga de la amistad, bajo este aspecto, algo más rico que el amor.

 Balzac. La falsa amante (1843)

 *

Soy, por vocación, traficante de palabras, y las palabras son, sin duda, la droga más potente utilizada por la humanidad. Las palabras no sólo contagian, infectan, envenenan, narcotizan y paralizan, sino que entran y cambian las células más ínfimas del cerebro.

 Rudyard Kipling. «Los cirujanos y el alma» (1923)

 *

Las únicas condiciones en que tales conversaciones especulativas pueden resultar agradables son la libertad para bromear, la posibilidad de cuestionar cualquier cosa siempre que no se use un lenguaje insultante, y la licencia para socavar o refutar cualquier argumentación sin ofensa al argumentador. Y a decir verdad, conversar se ha convertido en una actividad penosa para la mayoría de la gente a causa de las estrictas leyes que se imponen a las conversaciones, y de la pedantería y beatería dominantes entre quienes se alzan en dictadores de esas jurisdicciones.

---------------------------------------------------Shaftesbury. Sensus communis. Ensayo sobre la libertad de ingenio y el humor en una carta a un amigo (1709)

*

Así que las palabras me servían, acaso más los adjetivos que los sustantivos, para contrastar la osificación del mundo […] Como ya de niño, cuando las buscaba en el diccionario y cada una de ellas parecía una diosa que nace del mar. Palabras inventadas y tiempo detenido: ésta es mi receta para ser felices.

 Gesualdo Bufalino. Argos el ciego (1984)

*

Cuando estaba escribiendo me olvidaba de estar triste. Me olvidaba de preocuparme por el futuro. Me olvidaba de dónde estaba. […] ¿Sabías que puedes sentarte delante de una pantalla o de un bloc de papel y cambiar el mundo? El cambio no dura mucho, el mundo siempre vuelve, pero mientras dura, es alucinante. Lo es todo. Porque puedes hacer que las cosas sean como tú quieras.

Stephen King. Billy Summers (2021)


***

Para todos ustedes, mis mejores deseos para lo que queda de este año y para todo el siguiente.


Vecteezy.com Vintage letter

Las citas corresponden a las siguientes ediciones:

Gustave Flaubert. La señora Bovary (Alba editorial, 2012). Traducción de María Teresa Gallego Urrutia.

Honoré de Balzac. La falsa amante (Ediciones Invisibles, 2019). Traducción de José Ramón Monreal.

Rudyard Kipling. Discursos (La Dragona, 2018). Traducción de Marta Gámez.

Shaftesbury. Sensus communis. Ensayo sobre la libertad de ingenio y el humor en una carta a un amigo (Acantilado, 2017). Traducción de Eduardo Gil Bera.

Gesualdo Bufalino. Argos el ciego (Anagrama, 2006). Traducción de Joaquín Jorda.

Stephen King. Billy Summers (Scribner, 2021). El párrafo utilizado es traducción propia.


domingo, 17 de noviembre de 2024

La inteligencIA

Pienso mucho últimamente en la inteligencia artificial y todo lo que conlleva y va a conllevar, y la primera conclusión a la que llego siempre es que no sé qué me parece más temible, si la inteligencia artificial o la estupidez natural. Y también me pregunto si la inteligencia artificial no tendrá como contrapartida una estupidez artificial también, al igual que sucede en el caso humano.

Lo que me parece indudable es que si, hasta ahora, todo lo que sucede en el mundo ha dependido de la inteligencia y de la estupidez humana, a partir de ahora todo dependerá también de ese tercer factor, una inteligencia de otra clase que podrá superar a la inteligencia humana pero cuya posible estupidez difícilmente será superior a la estupidez humana.

Que conste que la IA me parece maravillosa en muchos sentidos, por ejemplo en todo lo relacionado con la ciencia médica y en todo lo que requiera una precisión y exactitud que el ser humano no puede alcanzar dada su propia condición humana, que está sujeta a emociones, dudas, deseos, miedos, intereses, olvidos, distracciones y temblor de manos.

Pero la IA también me parece temible por otros aspectos, que tienen que ver precisamente con lo mismo pero al revés: que no tiene emociones, ni recuerdos, ni sentido del humor...


Y sin embargo, lo más inquietante es que la IA pueda llegar a alcanzar tal grado de desarrollo y perfección que acabe siendo capaz de sentir, de pensar, de desear... es decir, de adquirir sentimientos y conciencia propia, como los humanos.

Pero entonces esto me lleva a otra cuestión: si la inteligencia artificial se volviera tan completa, tan compleja y tan humana como para llegar a tener sentimientos, conciencia, deseos, etc., ¿adquiriría con ello también la capacidad de meter la pata como un humano cualquiera? Y en ese caso, ¿no sería mejor quedarnos como estamos?

En fin, ya ven ustedes que  pensar en esto me genera un revoltillo de paradojas que me abruma y me confunde de tal manera que acabo por no saber realmente qué pienso de todo esto.

Entonces, por acotar el pensamiento y limitarlo a algo un poco más manejable, me centro en un uso concreto de la IA, como son los traductores automáticos. Si duda, es maravilloso poder disponer de una herramienta que nos permita comunicarnos con hablantes de cualquier idioma, aunque no sepamos ni una palabra de ese idioma. Esto probablemente implicará, entre otras cuestiones, que desaparezca el aprendizaje de idiomas, asunto que daría para mucha reflexión también.

Pero lo más inmediato es el uso que ya tienen los traductores automáticos. Hace poco leí un artículo sobre este asunto en el que se decía que los traductores automáticos no son fiables en determinadas situaciones delicadas, porque tienen aún ciertas limitaciones. Por ejemplo, pueden confundir palabras de ortografía o sonido similar, y no detectan las erratas, por lo que las palabras mal escritas las toman por otras, y las traducen por ésas sin percibir que no encajan en el contexto. Por lo tanto el uso de traducciones automáticas en sectores como la medicina o el derecho, o en situaciones bélicas, supone un riesgo gravísimo, ya que un error en esas traducciones puede dar lugar a una catástrofe, personal o colectiva.

Y es cierto. Imaginemos que un traductor automático confunde, por ejemplo, las palabras inglesas "probe" y "prove", es decir, que confunde "sondear/investigar" con "demostrar", y desde luego no es lo mismo investigar si alguien ha traficado con drogas que demostrar que ha traficado.

Pero lo triste del asunto es que este tipo de errores también los cometemos los humanos. ¿Acaso no vemos y oímos equivocaciones de este tipo por doquier, en cualquier tipo de texto escrito o discurso hablado?  De hecho, el error que he utilizado como ejemplo es real y lo cometió hace un tiempo un ser humano en televisión. 

Es decir, si nuestro consuelo o defensa ante la apabullante arremetida de la IA es que a veces se equivoca, ya podemos darnos por derrotados, porque nosotros seguiremos cometiendo errores pero la IA sin duda dejará algún día de cometerlos.

 

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