lunes, 26 de mayo de 2025

Qué sensación

Ya hemos hablado aquí en ocasiones anteriores sobre el dilema que a veces se nos plantea entre leer o releer, entre dedicar nuestro tiempo a libros que aún no hemos leído o a libros que querríamos volver a leer.

Lo cierto es que para mí ese dilema está dejando de serlo, porque cada vez me apetece más la relectura y a ella me estoy entregando sin resquemor.  

Es indudable que siempre cabe la posibilidad de que el libro elegido no nos guste más o ni siquiera igual que la primera vez. Es un riesgo inevitable. Y si por ese temor elegimos no releer, siempre nos quedará la duda, el desasosiego, el comecome de no saber cómo habría sido la experiencia.  En cambio, si elegimos leerlo y resulta que nos vuelve a gustar tanto como la primera vez, o incluso más, la sensación será, como mínimo, muy gratificante.

Y eso es precisamente lo que me ha ocurrido a mí en estos días con un libro en particular cuya la relectura era, además, especialmente arriesgada.  Porque el libro en cuestión es uno que leí hace mucho, mucho tiempo. En concreto cuando yo tenía doce años. 

Aunque quizá, ahora que lo pienso, lo arriesgado fue que leyera ese libro a esa edad, porque no se trata de un libro infantil ni mucho menos. El caso es que recuerdo muy bien la emoción que me produjo aquella lectura y cuánto la disfruté. Por eso seguramente no había vuelto a leerlo, por temor a romper el encantamiento de aquella primera lectura, cuyo recuerdo siempre me hecho sonreír con gratitud. Además éste fue el primer libro adulto que leí en mi vida, o al menos el primero que leí completo y con deleite, y eso, sin duda, se merece un respeto.   

amazon.comPor si tienen ustedes curiosidad, el libro al que me refiero es El misterio de Salem's Lot, la mítica novela de Stephen King. 

Como saben algunos de ustedes, desde aquella primera vez he seguido siendo lectora de King durante toda mi vida; he seguido su trayectoria literaria y conozco su evolución. Y yo, lógicamente, también he evolucionado como lectora, de modo que a pesar de mi confianza en el talento del autor, tenía cierto temor a que el libro y yo no volviéramos a conectar como conectamos entonces. Sin embargo, ahora puedo decir con satisfacción que la relectura ha sido un deleite, y me ha sorprendido muy gratamente que un libro que leí en la infancia tuviera tanto que decirme de adulta. ¡Qué sensación!

Porque, claro, en aquella lectura infantil me fascinó la historia en sí, la aventura, las peripecias de los personajes, mientras que ahora he llegado mucho más allá, y he sido capaz de apreciar los méritos literarios y técnicos de la obra y su profundidad simbólica y psicológica, además de establecer conexiones con obras posteriores de King, conexiones que antes, naturalmente, no estaba a mi alcance percibir.

Por otra parte, también me parece interesante el detalle de que el ejemplar que he leído ahora es el mismo que leí entonces, porque lo he conservado siempre: ha sobrevivido al tiempo, al polvo, a las mudanzas... Y esto le ha dado a la lectura una aún mayor dimensión emocional, y ha hecho que en todo momento yo haya tenido presente  a aquella lectora de doce años que leyó la novela por primera vez: la he visto en su habitación, con el libro, ese mismo libro,  entre las manos, pasando las páginas con emoción, descubriendo un mundo nuevo... Y como para completar la emotividad de este reencuentro literario, en algunas de las páginas he encontrado, con cierto temblor del corazón, la indecisa firma de esa niña, que quizá ya entonces quiso sentir que aquel libro era suyo, suyo y de nadie más.

Ya ven ustedes que esta relectura, tanto tiempo pospuesta por temor a la decepción,  ha resultado una experiencia muy especial, gratísima, y no solo en lo literario.

 

Imagen de la primera versión cinematográfica de la novela,
El misterio de Salem's Lot 
(Tobe Hooper,1979).


jueves, 1 de mayo de 2025

La impostora

Ya dije aquí, en alguna otra ocasión, que a veces me siento una impostora. Una impostora lingüística, concretamente. Esto me ocurre cuando utilizo frases hechas, proverbios o expresiones  cuyo significado literal no conozco en realidad. Conozco el sentido que tienen esas expresiones, claro, y sé cuándo utilizarlas; el problema es que hay en su composición alguna palabra cuyo significado literal, su significado independiente fuera de esa locución, ignoro.

Es lo que me pasaba, por ejemplo, con la palabra brete.  Yo decía, con toda precisión y seguridad, eso de "poner a alguien en un brete", o "estar en un brete", para referirme a un momento de dificultad, de apuro, a una situación conflictiva en la alguien no sabe bien cómo actuar o se ve incapacitado para actuar con autonomía. Pero no sabía que el brete, propiamente dicho, era un cepo para los pies, esos grilletes que impiden a los prisioneros moverse con libertad.

Aunque ya puse remedio en su momento a mi ignorancia respecto al brete y algunas otras palabras incluidas en este tipo de unidades léxicas, no dejan de aparecer a cada momento otras frases que, como decía antes, me hacen sentir como una impostora por utilizar palabras cuyo significado desconozco. Porque si alguien, en el momento en que pronuncio una de esas locuciones, me preguntara qué significa esa palabra concreta, me pondría en un brete, precisamente.

Es decir, no sabría cómo salir del atolladero. Vaya, aquí hay otra. Salir del atolladero. Está claro que esta frase significa resolver un problema, librarse de algún inconveniente o peligro, de algún conflicto o dilema. Pero ¿qué es específicamente un atolladero?

Pues literalmente un atolladero es un lugar donde se atascan los vehículos, los caballos o las personas, como por ejemplo un barrizal.  Porque atollar es lo mismo que encallar o tropezar, atascar o atrancarse. Es decir, quedarse inmovilizado, como si lo pusieran a uno en un brete, ni más ni menos.

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Y no es extraño que uno, sea persona, caballo o carreta, se vea atollado en un barrizal si previamente han caído chuzos de punta. Y ahí vamos otra vez. Obviamente,  decimos "caer chuzos de punta" para referirnos a que llueve  con fuerza. Pero nuevamente he de preguntarme, contrita, qué es un chuzo.

Y una vez más el diccionario acude en mi socorro para sacarme de ese atolladero: un chuzo es un palo acabado en un pincho, en una punta de hierro, que se utiliza como arma. Es decir, un chuzo es una lanza o una pica.

Cabría preguntarse aquí, consecuentemente, por qué cuando llueve mucho decimos que caen chuzos de punta y no que "caen lanzas (o picas) de punta". Pero eso sería meterse en otro atolladero y por hoy ya está bien  de eso.


Foto Ángeles de los Santos