Puede parecer una simple coincidencia, y seguramente
es una coincidencia, aunque no me parece simple.
Me refiero a que desde hace un tiempo, dos o tres años
quizá, muchas personas conocidas me comentan una misma cosa: que ahora leen mucho
menos que antes, y que incluso han perdido el hábito por completo.
Otras me han dicho que el problema es que hace tiempo
que no encuentran libros que les gusten de verdad, que les afecten, que
supongan algo más que un rato de distracción. Y añaden que, aunque siguen
leyendo, esa falta de intensidad les hace ir poco a poco perdiendo el interés.
Parece que hay aquí dos problemas distintos, pero
después de meditar un poco sobre ellos, creo yo que en realidad son dos
aspectos de una misma cuestión.
Respecto a lo primero ya se ha hablado mucho y desde
hace tiempo. Por ejemplo, hace más de veinte años David Foster Wallace ya hablaba
de cómo los libros estaban perdiendo su capacidad de interesar, de atraer,
debido esto entre otras causas a la influencia de la televisión.
La otra cuestión, la falta de literatura interesante,
también da mucho que pensar, y a mí me interesa mucho. Conozco a varias
personas, profesionales de la literatura de un modo u otro, que conocen muy bien, y mucho mejor que
yo, lo que se escribe hoy día. Y hablan
de falta de profundidad moral y psicológica en las obras actuales. Una de
ellas me decía no hace mucho que hoy hay “muchos contadores de historias pero
muy pocos escritores”. Y creo que es una manera muy sencilla y muy certera
de identificar el problema.
Las librerías están llenas de novedades que cambian
cada semana. Parece que en este sentido también va todo muy acelerado: cada
pocos días hay un montón de libros nuevos, y no sólo títulos nuevos, sino
autores nuevos también. Parece que, como ha dicho Javier Marías hace poco, hoy
todo el mundo es capaz de escribir una novela.
Pero escribir una novela es en realidad una actividad
lenta, minuciosa, que requiere tiempo, meditación y conocimiento, por lo que toda esta
avalancha de títulos modernos quizá no tenga en realidad mucho que ver con la
literatura, aunque lo parezca.
Esos libros son más bien una clase de cultura
producida en serie, que no requiere detenimiento, y que tiene una finalidad
puramente comercial; que favorece el deseo constante de novedades (deseo que no
sé si tenemos por naturaleza o nos imbuyen), y que fomenta el consumo inmediato, sin tiempo para
meditar ni para descubrir. Son libros que cuentan historias más o menos
interesantes y más o menos bien hilvanadas; pero no son libros que traten,
volviendo a D. F. Wallace, de “cuestiones humanas básicas: por quién vivo,
en qué creo, qué quiero. Cuestiones tan profundas que dichas de viva voz suenan
banales”.
Pero para escribir así, claro, hace falta ser un
verdadero escritor y no un mero contador de historias.
No quiere esto decir que sólo haya que leer a
Shakespeare, a Dostoievski, y los demás de su tamaño, porque hay autores mucho más
“ligeros”, populares incluso, que también escriben con hondura y
conocimiento del alma humana.
Por supuesto, leer puede ser un mero pasatiempo, y eso
está muy bien; pero yo creo que sin la gran literatura estamos más solos, más
aislados, más perdidos, en un sentido esencial, espiritual, por decirlo de una
forma sencilla. Por eso hay lectores que en la lectura buscamos algo más, una forma de entender el mundo y al ser
humano, incluidos nosotros mismos; una forma de comprender la vida. Y esto es algo tan profundo que no puede
encontrarse obviamente en libros producidos a toda velocidad y al por mayor,
como si fueran salchichas.
La sociedad ha cambiado mucho en las últimas dos o tres décadas,
y ahora todo está dominado por la urgencia, la inmediatez y la actividad
constante. Y esto ha hecho que cambie la literatura, porque parece que en
este mundo, frenético y cómodo a la vez, no hay lugar ni
tiempo para aquello que requiera lentitud, espera y esfuerzo.
Sin embargo, quizá ahora es cuando más necesitamos de esa
literatura paciente y reflexiva, como una serena corriente subterránea, que nos
ayude a conocernos y a no olvidar quiénes somos; que nos haga ver que somos
algo más que meros consumidores, algo más que engranajes y combustible de una gigantesca
maquinaria.
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Johann Georg Meyer von Bremen. "Niña leyendo en una mesa" (1849)
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