Siempre se ha hablado de los peligros que acechan a los libros. Entre los clásicos, es decir, entre los peligros clásicos, están el fuego, el agua, los roedores y otros bichos más innobles aún; y, por supuesto, la intolerancia, el fanatismo y el afán de controlar el pensamiento, que prohíbe, esconde y destruye.
Y entre
los peligros más modernos siempre se nombra al pobre libro electrónico, que,
según algunos, acabará con su hermano mayor, el libro de papel, como si hubiera entre ellos una rivalidad
bíblica.
En
realidad, creo yo, el peligro más peligroso es la falta de interés por la lectura. Eso sí que
haría desaparecer los libros, si la cosa alcanzara dimensiones apocalípticas.
La
cuestión es que se habla de los peligros que acosan a los libros, pero no suele hablarse del peligro que los propios libros
representan, es decir, de lo peligrosos que son ellos para los lectores.
Porque
los libros a veces se comportan como tiranos. Y lo peor de todo es que
nosotros nos sometemos con gusto a esa tiranía. No lo podemos
remediar.
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Robert Louis Stevenson |
Lo
que no está bien es que se aprovechen de nuestra debilidad.
Una
de las tretas de las que se valen para hacerse con nuestra voluntad es lo que
se denomina referencia. La referencia es menos tajante que la recomendación,
pero a veces la sutileza cala más hondo que la contundencia. Y cuando alguien
en cuyo criterio confiamos nos refiere algún libro, aunque sea de pasada, el
efecto puede ser importante.
Es
lo que me ha pasado a mí recientemente, que en poco tiempo me han
hablado de una misma obra dos personas muy apreciadas. Quizás las conozcan ustedes: son Robert Louis Stevenson y Fiodor Dostoievski.
Resulta
que el señor Stevenson, con su chaqueta de terciopelo y su melena, me habló, a
través de uno de sus ensayos literarios, de una novela que yo no conocía
titulada El último día de un condenado a muerte, escrita por otro
insigne caballero llamado Victor Hugo. Stevenson no la considera entre las grandes obras del francés,
pero a mí el título me resultó tan sugerente, intrigante y emocionante que me
entraron unas ganas irresistibles de leerla.
Y
poco después llegó Dostoievski, con su mirada perdida y su barba de ogro, refiriéndose, en la nota introductoria que escribió para su novelita La dulce, a la misma obra de Victor Hugo y en términos bien elogiosos.
Esta
segunda referencia, tan cercana a la anterior, me convenció de que, por alguna razón, el dichoso
libro estaba empeñado en que yo lo leyera. Así que El
último día de un condenado a muerte está ya en mis estantes, en el lugar
reservado a las lecturas inminentes, y además sabe que se
ha colocado por delante de otros que ya estaban ahí antes.
Sí,
los libros tienen voluntad propia, poder sobre nosotros e incluso sobre sus
cómplices, y además son conscientes de su poder. Por eso a veces dan un poco de
miedo.
Post Scriptum: Quizás recuerden ustedes que no hace mucho hablamos aquí de cómo todo parece estar conectado con todo, y de cómo muchas de esas conexiones a mí personalmente se me presentan con frecuencia y de manera asombrosa ligadas al mundo de la literatura.
Pues bien, ayer tarde, mientras preparaba esta entrada, recordé que otra de las
novelas de Victor Hugo referidas por Stevenson en su ensayo es El hombre que ríe, lo cual a su vez me llevó a acordarme de una antigua película del mismo
título, interpretada por el maravilloso Conrad Veidt.
Me pregunté entonces si dicha película sería una adaptación de la novela, y comprobé que, en efecto, así es.

Me pregunté entonces si dicha película sería una adaptación de la novela, y comprobé que, en efecto, así es.
Tras esta comprobación dejé en reposo el borrador y me puse a
leer el libro que tengo estos días entre manos (El cuarto de las
estrellas, de J. A. Garriga Vela). Iba por la página 116, y en la 117 me
encontré con lo siguiente: “Mi madre guardaba mucha similitud con el
protagonista de la película muda El hombre que ríe.”
Yo también me quedé muda. Y muy seria.