Las palabras me vuelven loca, y lo digo en sentido figurado y en sentido casi literal.
Me
vuelven loca porque me entusiasman y pienso en ellas constantemente. Y me
vuelven loca también porque a veces me trastornan, me desconciertan y me
confunden.
Recuerdo
que hace mucho tiempo me llevé la sorpresa del siglo (del siglo XX) cuando
descubrí que la palabra lívido no significaba lo que yo creía y lo que,
según he podido comprobar, muchas otras personas creen también. Yo creía que lívido
era sinónimo de pálido, así que cuando supe que lívido, del
latín lividus, significa “azulado
negruzco”, “amoratado”, me quedé no pálida ni lívida sino boquiabierta.
¿Por
qué algunas veces creemos con total seguridad que una palabra significa algo
que no significa? Quizá porque alguien la ha empleado de manera incorrecta y así la hemos aprendido. Pero ¿cómo se originó el error? Esto es lo que a mí me parece más intrigante.
Otra
palabra que me hizo palidecer de sorpresa cuando conocí su verdadero
significado fue cerúleo. Dejándome llevar por una falsa etimología y por
mi inagotable ignorancia, había dado por hecho que cerúleo derivaría de cera
y que por lo tanto su significado había de ser “parecido a la cera”, “del color de la
cera”; vamos, más o menos lo mismo que pálido (que no lívido). Pero hete aquí
que se me apareció el espíritu del sabio Corominas que me dijo: “Consulta y aprende, muchacha insensata”.
Y
así supe que cerúleo significa
azul, porque proviene del latín caeruleus que a su vez deriva de caelum,
o sea, cielo.
Lo
cierto es que gracias a estos sorprendentes descubrimientos, a estos y a otros
chascos léxicos, me he vuelto más prudente y hasta diría que recelosa; no me
fío así como así de cualquier palabra, e incluso creo que he desarrollado cierta
intuición que me lleva con frecuencia a consultar palabras de las que en teoría
no tendría por qué dudar.
Y
así fue cómo, hace unos días, me las vi con una palabra
aparentemente inofensiva. Tan inofensiva como su significado pretende hacernos
creer. Me refiero a nimio.
Todos
sabemos que nimio es “insignificante, sin importancia”, pero no
sé por qué, cuando fui a utilizar esta palabra en un texto escrito, algo me
frenó, algo me dijo: “¿Tú estás segura, muchacha insensata?”.
No
sé si fue otra vez el espíritu del sabio o no, pero el caso es que me puse a
dudar, por lo cual acudí al diccionario y me llevé la sorpresa del siglo (del
siglo XXI). Porque resulta que nimio significa, sí, insignificante, pero
también todo lo contrario: excesivo, exagerado.
¿Cómo
es esto posible?¿Cómo se llega a modificar el sentido de una palabra hasta significar algo opuesto al significado original? Parece que en el mundo de las palabras todo es posible, y el
propio diccionario se lo toma como algo de lo más natural cuando nos explica que este término, del latín nimius,
abundante, fue malinterpretado en algún momento y “recibió acepciones de
significado contrario”.
Así
pues, hoy día esta palabra significa una cosa y la contraria, aunque si
consultan un diccionario de sinónimos es probable que solo encuentren
equivalencias para la acepción más conocida: intrascendente, insignificante, pequeño,
menudo, mísero, trivial.
Aunque
no me parece a mí que la cosa sea trivial, sino todo lo contrario.


