Los diccionarios son una herramienta fundamental para
mí, tanto por razones profesionales como por interés o gusto personal. Los
utilizo a diario, y, quizá porque no dejo de sorprenderme con su utilidad y la
magnitud de su alcance, también me resulta muy interesante el proceso de
elaboración de estas obras lexicográficas.
La creación de un diccionario puede parecer –y lo es– una tarea ardua y lenta;
incluso tediosa y propia de eruditos sin
vida social. Un trabajo, en fin, nada emocionante.
Sin embargo, a veces, el proceso de elaboración de un
diccionario puede deparar sorpresas asombrosas y contener elementos tan
misteriosos y enigmáticos como los del más interesante caso ideado por Agatha
Christie.
Y eso precisamente es lo que ocurrió en el siglo XIX
durante la elaboración del prestigioso Oxford English Dictionary
(OED).
Sucedió que en 1857, los sabios de la British
Philological Society, decidieron crear un diccionario que recogiera el
significado y la etimología de todas las palabras de la lengua inglesa
conocidas desde el siglo XII. El diccionario habría de incluir también, como
elemento distintivo, citas literarias que ilustraran los diferentes
significados de las palabras.
Los inicios del proyecto ya fueron azarosos. Herbert
Coleridge fue nombrado editor, y como tal empezó el buen hombre a elaborar
definiciones de palabras. Pero al poco tiempo enfermó y falleció. Su sucesor,
llamado Furnivall, tenía, al parecer, más interés en invitar a señoritas a
pasear en barca por el Támesis que en encerrarse en su despacho a escribir
definiciones. Así que lo sustituyeron. Esta vez el elegido fue Sir James
Augustus Henry Murray, un hombre con una asombrosa capacidad de trabajo y
grandes conocimientos. Y también grandes barbas, por cierto.
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James-Murray en 1910 |
Sir James es un personaje muy interesante del que merece la pena hablar, y
más cuando se acaba de cumplir el centenario de
su muerte. Pero por ahora sigamos adelante con el diccionario y su
misterio.
Murray se levantaba a las cinco de la mañana y
trabajaba doce horas diarias, y aun así, al cabo de cinco años él y sus
colaboradores sólo habían llegado a la palabra “hormiga”. Esto no estaría mal si no fuera porque en inglés hormiga se
dice “ant”. Es decir, que en cinco años
no habían podido ni terminar las entradas correspondientes a la letra A.
Pero entonces, en 1879, el sabio tuvo una gran idea:
hizo un “llamamiento a las personas que hablan y leen inglés para que lean
libros y extraigan citas para el nuevo diccionario de la lengua inglesa de la
Sociedad Filológica”. En el llamamiento también se explicaba en qué consistía
el proyecto y se incluía una “lista de libros para los que se necesitan
lectores”. Entre esos libros estaban, por ejemplo, los Poemas Menores de
Chaucer; El progreso del peregrino, de Bunyan; la prosa de Milton; Robinson
Crusoe, de Defoe; el Gulliver de Jonathan Swift; la mayoría de las
obras de Charlotte Bronte, de Byron, de Coleridge, de Hawthorne, etc.
Esta petición de colaboradores tuvo una respuesta
maravillosa, pues los responsables del Diccionario empezaron a recibir miles y miles de notas de lectores de todo el
mundo de habla inglesa, que enviaban cada día las citas que seleccionaban de los libros que
iban leyendo y que fueron ilustrando el uso de cada palabra registrada en el
OED.
Pero si todo esto ya es de por sí curioso y
emocionante, más interesante aún es el hecho de que hubiera un colaborador
misterioso. Alguien cuyas aportaciones al OED fueron asombrosas, pues estuvo
enviando citas literarias, perfectamente organizadas en índices, cada semana,
durante muchos años.
¿Quién sería esa persona, este voluntario y
voluntarioso lector, que tan en serio se tomó la petición de Murray? Debía de
ser sin duda un gran lector y un gran trabajador.
Llegó un momento en que Murray se interesó
personalmente por saber quién sería este dedicado colaborador. Y con sorpresa
supo que, según el anónimo remite de sus envíos, se trataba de alguien que escribía
desde Broadmoor. Desde el manicomio de Broadmoor.
Murray pensó que se trataría de un médico, y desde
luego, el colaborador misterioso era médico…
William Chester Minor era un estadounidense, nacido en
1834, que había sido cirujano militar; un hombre culto y refinado, que leía con
avidez, pintaba acuarelas y tocaba la flauta. Quizá demasiado refinado y
sensible para soportar la crueldad y la barbarie que presenció durante su
servicio en la Guerra Civil Americana. Incluso en una ocasión fue obligado a
marcar a fuego la letra D en la cara de un desertor. Todo esto dio pie a una
grave inestabilidad mental.
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William C. Minor |
Y a esto se unió el hecho de que padecía también una
obsesión por las prostitutas que lo llevaba a comportarse de manera cada vez
menos aceptable para el ejército. Después de un tiempo hospitalizado, se le
declaró incapacitado y fue jubilado en 1871.
Entonces viajó a Londres para descansar, pero allí su
mente siguió atormentándolo, y se obsesionó con la idea de que aquel soldado al
que le marcó la cara lo buscaba para vengarse. Y una noche, convencido de que
su perseguidor lo había encontrado,
salió a la calle y mató de varios tiros a un hombre que pasaba por allí camino
de su trabajo.
En el juicio por el asesinato de este hombre, William
Minor fue declarado loco, y así fue como ingresó en el manicomio de Broadmoor. Tenía
37 años.
Los responsables del asilo le permitieron tener libros
en su celda así como material de
pintura. Además pudo mantener correspondencia con diversos libreros de Londres
a los que con frecuencia hacía pedidos de libros, llegando a convertir su celda
en una verdadera biblioteca. Es probable que en alguno de esos libros que
recibía encontrara una copia del famoso llamamiento del doctor Murray solicitando
la colaboración de voluntarios para el
OED. En seguida esto se convirtió en su pasión y su razón de vivir.
Como en toda historia trágica, en ésta tampoco faltan elementos
conmovedores. Por ejemplo, que Minor, consciente, a pesar de su locura, de lo
que había hecho, prestara ayuda económica a la viuda del hombre al que había
matado, y que ella fuera en varias ocasiones a visitarlo y llevarle libros.
Y que el bueno del doctor Murray, enterado de la
sorprendente historia de este abnegado colaborador, fuera a conocerlo y
siguiera visitándolo con frecuencia durante veinte años, y que se ocupara de que Minor fuese finalmente
trasladado a su patria. Además, en el prefacio al quinto volumen del OED,
Murray incluyó una mención al Dr. W. C. Minor, en sincero reconocimiento por su
extraordinaria colaboración.
Y también emociona
ver cómo una pasión, en este caso la pasión por los libros y las palabras,
puede dar un nuevo sentido a una vida rota.
Ni Minor ni Murray llegaron a ver terminada la obra a la
que tanto trabajo, tiempo y amor habían dedicado, cada uno desde su lugar.
El sabio y entrañable filólogo murió en julio de 1915,
a los 78 años, cuando trabajaba en la letra U.
El loco y desventurado cirujano falleció en 1920, en
una residencia de ancianos, en Connecticut.
La primera edición del Oxford English Dictionary se
publicó en 1928.
Una novela sobre este asunto: El profesor y el loco, de Simon Winchester
(Editorial Debate, 1999).