En
la entrada anterior comentábamos que en el tiempo y en la vida todo está
conectado de alguna manera. No creo que hiciera falta confirmar esta impresión,
pero en los días subsiguientes a la publicación de dicha entrada, tal confirmación se ha producido de todas formas.
Y
sin querer, yo me voy convenciendo de que esas coincidencias y conexiones que a veces nos dejan
con los ojos como platos de pizza, están preparadas, aunque me falta averiguar
por quién.
Miren
ustedes qué cosas pasan:
Hace
unos años vi, en la Tate Gallery de Londres, un cuadro que me fascinó: La muerte de
Chatterton, pintado por el prerrafaelista Henry Wallis en 1856.
Chatterton, Thomas
Chatterton, fue un poeta de corta vida y tristísimo final.
Fue un
niño precoz, de gran sensibilidad artística e imaginación. Se trasladó a
Londres en busca de su oportunidad para vivir de la literatura, pero, a pesar
de su talento, se encontró pronto en la miseria, en un desván alquilado que no
podía pagar, enfermo y muriéndose de hambre literalmente. Críticos y
editores apenas le prestaron atención. Viéndose en tal infortunio y sin
esperanzas, se suicidó con arsénico en 1770. Tenía diecisiete años.
Un
tiempo después, en un libro del que ya hemos hablado aquí -Los amores de un bibliómano -en un pasaje en el que Field se queja de la crueldad de los
críticos literarios, leí: “mataron a Chatterton, igual que, años después,
precipitaron la muerte de Keats.”
Me acordé, lógicamente, del cuadro de Wallis, y La muerte de Chatterton volvió a mí con gran nitidez. Miré de nuevo la foto del cuadro que tomé en el museo. Allí estaba ese joven inerte que tanto emociona, esa imagen que representa al idealista entregado al arte, al mártir del materialismo, como lo consideraron los poetas románticos.
Me acordé, lógicamente, del cuadro de Wallis, y La muerte de Chatterton volvió a mí con gran nitidez. Miré de nuevo la foto del cuadro que tomé en el museo. Allí estaba ese joven inerte que tanto emociona, esa imagen que representa al idealista entregado al arte, al mártir del materialismo, como lo consideraron los poetas románticos.
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George Meredith |
Por
otro lado, leyendo recientemente los ensayos literarios de R. L. Stevenson he sabido que una de sus obras favoritas era The Egoist, de George Meredith.
Meredith
es un autor victoriano, no tan popular como otros que todos conocemos,
pero muy influyente, admirado y
respetado. Y
permítanme la frivolidad de añadir que me parece también un hombre de aspecto muy
elegante.
La
cuestión es que el nombre de George Meredith empezó a perseguirme como un eco, y pensé que era mi cerebro intentando convencerme de que leyera The
Egoist. Así que mientras me hacía con un ejemplar de la novela, me puse a
leer sobre el autor para familiarizarme más con él.
Y menuda sorpresa me llevé.
Y menuda sorpresa me llevé.
Porque
resulta que George Meredith fue, a los veintisiete años, el modelo que posó para Wallis; es decir, es la persona
que vemos representando a Chatterton en
el cuadro que tanto me impresionó.
Así
se conectan los hechos. Primero vemos en un museo un cuadro que nos atrae de
manera especial y que representa a un poeta; después leemos en un libro una
referencia a dicho poeta, lo cual nos vuelve
a traer a la memoria aquel cuadro; poco después leemos
otro libro en el que hay una referencia a un escritor al que no conocemos bien,
y al buscar información sobre dicho autor, descubrimos que fue el modelo que
posó para el cuadro que vimos en el museo.
Y
así es como empezamos a sospechar que las casualidades no son tales sino que
alguien nos las prepara.
O eso, o es que el universo es mágico.
O eso, o es que el universo es mágico.
Para redondear todo este asunto, dos días después de esto y cuatro días después de
haber escrito la entrada anterior, una amiga, que no lee mi blog porque es
estadounidense y no sabe español, me mandó, porque le gustó, una cita de un tal Leonardo da Vinci que dice:
“Aprende
a mirar. Te darás cuenta de que todo está conectado con todo”.
Y si lo dice Leonardo, quién soy yo para dudar.