Las
palabras, ya se sabe, tienen vida propia, y por eso tienen también sus
caprichos y sus manías. En el fondo son unas coquetas y todo lo que van
buscando es que nos fijemos en ellas, que nos demos cuenta de lo bonitas o peculiares
que son o del origen tan curioso que tienen.
Y lo
cierto es que cuando les prestamos un poco de atención casi nunca nos
decepcionan; siempre nos muestran algún aspecto de sí mismas que nos sorprende,
nos divierte o nos asombra. Raro es que nos dejen indiferentes.

Pero
aunque sea relativamente curioso que un músico elija como nombre artístico el
de un personaje literario, más curioso es que ese personaje no exista. Porque el señor Bunbury de Oscar Wilde es una ficción dentro de la
ficción: uno de los protagonistas de la obra, llamado Algernon Moncrieff, se
inventa un amigo, el tal Bunbury, supuestamente enfermo y solo, y al que
él va a cuidar y hacerle compañía.
Esta
invención le sirve de magnífica excusa para librarse de compromisos sociales a
los que no quiere acudir, y encima queda como un ángel.
Este
es el literario origen del pintoresco término “bunburismo” (y del verbo
correspondiente, “bunburizar”), que puede dar lugar a conversaciones más o menos como esta:
-¿Quedamos
mañana a las siete para que te cuente mis problemas?
-Ay,
no puedo, es que ya he quedado con Tadeo Vinn.
-¿Tadeo
Vinn? Oye, esto no será un bunburismo,
¿no?
Otra
palabra que resulta interesante es yahoo, que da
nombre a un popular servidor de correo electrónico.
Me
imagino que los creadores de la cosa eligieron este nombre por su acepción más
optimista y jovial, pues yahoo es sinónimo de yippee, o sea,
“yupi”, o “yuju”, una forma de expresar
alegría y contento.
Según
el diccionario Merrian-Webster, al que yo le tengo mucha fe, esta palabra es
probablemente una alteración de yo-ho, dos interjecciones para llamar la
atención de alguien, como en español decimos “oye” o “mira”.

Por
eso la palabra se usa en la lengua inglesa para designar a quien es muy bruto,
vulgar, maleducado…
Llama
la atención que dos conceptos tan diferentes (alegría y regocijo por un
lado; persona grosera por otro) sean representados por un mismo término; y más
aún que una palabra exista en el universo etéreo de las palabras y que a lo
largo del tiempo otra palabra evolucione de manera que acaba teniendo la misma
forma que aquella. Es curioso, ¿no?
Pues
algo parecido ocurre con la palabra siguiente, que va dedicada a un diablo que ronda
por aquí con frecuencia.
Se
trata de dickens, con minúscula, porque no se refiere al escritor victoriano.
Este,
efectivamente, es un caso similar al
anterior, en el que una palabra evoluciona, se transforma y acaba teniendo el mismo
aspecto y sonido que otra con la que en principio no guarda parentesco alguno.
Esta
palabra, dickens, se utiliza como sinónimo y eufemismo de devil
(diablo), y es probable que sea una modificación de devilkin (diablillo).
Por
eso podremos oír a algún clásico decir What the dickens…? (“¿qué diablos/qué
demonios…?”)
O Like
the dickens, que viene a ser “un montón”: “Me duele la cabeza like the
dickens.”
O
sea que, después de todo, tal vez Dickens y el diablo no anden tan alejados el
uno del otro.
Casos
como estos, en los que las palabras parecen divertirse jugando a transformarse,
cambiar de sentido, dar vueltas sobre sí mismas
y enredarse unas con otras, me hacen pensar que algo de magia hay en todo esto
y que en realidad el lenguaje no es un instrumento que utilizamos los
hablantes, como creemos, sino que es el lenguaje el que nos utiliza a nosotros.
Como lugar de residencia.