Llegué aquí en muy malas condiciones. Tenía la piel seca, tirante, incluso agrietada, sobre todo en los brazos. Tenía mal aspecto, mal color, y me sentía hundido y maltratado.
Oí decir a estas personas que podían hacer algo por mí, que no era demasiado tarde, pero yo no estaba seguro.
Quizá puedan hacer algo por mi estado físico, pero no podrán borrar los malos recuerdos, la tristeza, la sensación de ser un trasto inútil; la frustración y la pena de ver cómo quienes más me apreciaban han acabado abandonándome, arrinconándome como un mueble viejo. Y sí, soy viejo, pero todavía capaz de servir para algo.
Cuántas películas vimos juntos; cuántas charlas con las visitas; y cuántas veces pasamos la tarde del domingo, frente a un partido de fútbol, ese mismo hombre al que ahora tanto le estorbo, y yo.
Recuerdo su emoción, sus gritos de ánimo. Y recuerdo aquella vez que, en su entusiasmo, derramó la cerveza que estaba bebiendo, cayendo gran parte sobre mí. El pobre no sabía cómo arreglarlo; fue corriendo a la cocina, trajo un paño para secarme... Hasta ella le regañó por ser tan descuidado. Pero a mí no me molestó en absoluto. Fue un pequeño contratiempo doméstico, de esos que hacen entrañable la vida en familia, y que, curiosamente, se recuerdan mejor que otros acontecimientos más relevantes.
Y es que todos me cuidaban, todos vigilaban que no me pasara nada, y yo me sentía querido, valorado y era feliz.
Pero, cómo cambió todo casi de repente.
Los niños empezaron a crecer, y traían amigos a casa que no siempre me respetaban, y ellos no les decían nada. Poco a poco comprendí que todo el cuidado y el mimo y el cariño con el que me habían tratado hasta entonces, no era aprecio verdadero. Sólo me querían para su comodidad; y si procuraban que tuviera buen aspecto, buena presencia, era únicamente para presumir, para quedar bien con el resto de la familia y con sus amistades.
Y me convencí de todo ello el día en que los oí decir que yo ya estaba muy viejo, que era más un estorbo que otra cosa, y que mientras decidían qué hacer conmigo, me trasladarían a la habitación del fondo. No lo podía creer. Yo que siempre había tenido un lugar privilegiado en la casa, ahora me veía relegado a “la habitación del fondo”, que no era ni siquiera un dormitorio, sino un cuarto de desahogo donde se amontonaban los juguetes ya desechados por los niños, la tabla de planchar, la caja de herramientas que nunca se usaba... Qué tristeza, qué desolación. Qué sentimientos más amargos.
Y tras unas semanas en el abandono más absoluto, entraron en el cuarto diciendo que ya venían por mí, que ya me recogían para llevarme a no sé dónde. Ni siquiera me llevaban ellos; venían unos profesionales con un vehículo de “la empresa”. No cabía mayor frialdad, mayor desapego ni mayor indiferencia.
Y me llevaron. Y en mi marcha no recibí ni una despedida emocionada, ni una caricia... Es que ni siquiera estaban presentes los niños. Bueno, quizá fuera mejor así. Me gusta pensar que no estuvieron para no verme marchar, aunque en el fondo sé que no estaban porque tenían ocupaciones, cosas que hacer que les importaban más que yo. Yo ya no significaba nada para ellos.
Pero en los días que llevo aquí he comprobado que al menos eligieron bien el sitio. Quienes trabajan aquí me tratan muy bien, me cuidan y me dicen palabras muy bonitas.
Incluso han venido varias personas a interesarse por mí, y hay un matrimonio que podría quedarse conmigo en cuanto terminen de darme los tratamientos necesarios.
Ya me han puesto unas cremas especiales y mi piel tiene mucho mejor aspecto y está casi tan suave y flexible como antes.
Me están arreglando muy bien, y ya no estoy tan hundido.
Me han puesto tambien un producto antipolillas en las patas y en las molduras y me las han vuelto a barnizar.
Ahora empiezo a sentirme otra vez señorial, elegante, con categoría. Un auténtico sillón de piel de 1930.
Oí decir a estas personas que podían hacer algo por mí, que no era demasiado tarde, pero yo no estaba seguro.
Quizá puedan hacer algo por mi estado físico, pero no podrán borrar los malos recuerdos, la tristeza, la sensación de ser un trasto inútil; la frustración y la pena de ver cómo quienes más me apreciaban han acabado abandonándome, arrinconándome como un mueble viejo. Y sí, soy viejo, pero todavía capaz de servir para algo.
Cuántas películas vimos juntos; cuántas charlas con las visitas; y cuántas veces pasamos la tarde del domingo, frente a un partido de fútbol, ese mismo hombre al que ahora tanto le estorbo, y yo.
Recuerdo su emoción, sus gritos de ánimo. Y recuerdo aquella vez que, en su entusiasmo, derramó la cerveza que estaba bebiendo, cayendo gran parte sobre mí. El pobre no sabía cómo arreglarlo; fue corriendo a la cocina, trajo un paño para secarme... Hasta ella le regañó por ser tan descuidado. Pero a mí no me molestó en absoluto. Fue un pequeño contratiempo doméstico, de esos que hacen entrañable la vida en familia, y que, curiosamente, se recuerdan mejor que otros acontecimientos más relevantes.
Y es que todos me cuidaban, todos vigilaban que no me pasara nada, y yo me sentía querido, valorado y era feliz.
Pero, cómo cambió todo casi de repente.
Los niños empezaron a crecer, y traían amigos a casa que no siempre me respetaban, y ellos no les decían nada. Poco a poco comprendí que todo el cuidado y el mimo y el cariño con el que me habían tratado hasta entonces, no era aprecio verdadero. Sólo me querían para su comodidad; y si procuraban que tuviera buen aspecto, buena presencia, era únicamente para presumir, para quedar bien con el resto de la familia y con sus amistades.
Y me convencí de todo ello el día en que los oí decir que yo ya estaba muy viejo, que era más un estorbo que otra cosa, y que mientras decidían qué hacer conmigo, me trasladarían a la habitación del fondo. No lo podía creer. Yo que siempre había tenido un lugar privilegiado en la casa, ahora me veía relegado a “la habitación del fondo”, que no era ni siquiera un dormitorio, sino un cuarto de desahogo donde se amontonaban los juguetes ya desechados por los niños, la tabla de planchar, la caja de herramientas que nunca se usaba... Qué tristeza, qué desolación. Qué sentimientos más amargos.
Y tras unas semanas en el abandono más absoluto, entraron en el cuarto diciendo que ya venían por mí, que ya me recogían para llevarme a no sé dónde. Ni siquiera me llevaban ellos; venían unos profesionales con un vehículo de “la empresa”. No cabía mayor frialdad, mayor desapego ni mayor indiferencia.
Y me llevaron. Y en mi marcha no recibí ni una despedida emocionada, ni una caricia... Es que ni siquiera estaban presentes los niños. Bueno, quizá fuera mejor así. Me gusta pensar que no estuvieron para no verme marchar, aunque en el fondo sé que no estaban porque tenían ocupaciones, cosas que hacer que les importaban más que yo. Yo ya no significaba nada para ellos.
Pero en los días que llevo aquí he comprobado que al menos eligieron bien el sitio. Quienes trabajan aquí me tratan muy bien, me cuidan y me dicen palabras muy bonitas.
Incluso han venido varias personas a interesarse por mí, y hay un matrimonio que podría quedarse conmigo en cuanto terminen de darme los tratamientos necesarios.
Ya me han puesto unas cremas especiales y mi piel tiene mucho mejor aspecto y está casi tan suave y flexible como antes.
Me están arreglando muy bien, y ya no estoy tan hundido.
Me han puesto tambien un producto antipolillas en las patas y en las molduras y me las han vuelto a barnizar.
Ahora empiezo a sentirme otra vez señorial, elegante, con categoría. Un auténtico sillón de piel de 1930.
11 comentarios:
¡¡Qué me gusta este cuento!!
Mj
¡Qué astuta eres, Ángeles! Yo he creído todo el tiempo que el cuento trataba sobre el abandono al que se ven sometidas, en la actualidad, las personas mayores ¡Pero me he llevado una gran sorpresa! Mi anhorabuena por este cuento magistral.
Sara
Muchas gracias, Sra y MJ. Me enorgullece que os guste el cuento.
Tan sensible como siempre. Gracias por darnos estas historias tan significativas y hacernos pensar.
Victoria
A ver, probando. Es que he escrito una parrafada y no se ha publicado.
Vale, ya funciona.
Decía que ¡ja,ja,ja!, que la cerveza derramada había delatado al sofá.
Y también que cuando era niño, durante una temporada fui bastante"animista" y creía que los objetos tenían vida propia, como tu sofá. Que no sé de dónde rayos saqué la idea. Igual de Walt Disney.
Y que me intriga por qué has ilustrado el texto con esta pintura. ¿Porque como en muchos de tus texto la apariencia más obvia oculta los verdaderos detalles? Por cierto que el cuadro es estupendo y me recuerda a esas pinturas de un artista renacentista que utilizaba verduras para componer los rostros de sus modelos.
carlos
Pues yo, Carlos, también soy un poco animista, por lo menos a ratos. No puedo evitar la sensación de que los objetos tienen conciencia (no sabes cómo compadezco a las escobas y similares).
Oye, muy aguda tu apreciación sobre la imagen que ilustra el texto. Efectivamente, la elegí porque es un anciano en apariencia pero en realidad no, como pasa en el cuento.
Y es verdad, recuerda a Arcimboldo.
Quizá te guste esto: http://webodysseum.com/art/optical-illusion-paintings/
¡Dios mío! ¡"esto" (el Webodysseum etc, etc) es maravilloso, mágico, fascinante!
Esas ¿pinturas? vienen a ser como los argumentos de muchos de tus cuentos. ¡Son como transformers pictóricos!
carlos
Vaya, veo que te ha gustado y sorprendido, Carlos. Pues me alegro mucho.
Gracias por la comparación, y muy bueno lo de "transformers pictóricos" :)
No saber aprovechar lo bueno que se tiene es una de las formas mas corrientes de desaprovechar la vida.
Que me lo pasen a mi, lo cuidare.
Y me pondre bajo una mantita a hablar de cualquier cosa con una amiga,
Estoy de acuerdo, Guille, no saber aprovechar las cosas buenas que se tienen es un desperdicio en muchos sentidos.
Lo último que dices es muy bonito :)
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