No soy creyente. No tengo fe religiosa ni devoción por lo sagrado. Pero es en una iglesia donde mejor me encuentro. Es en su ambiente espeso de silencio y cera donde mi espíritu encuentra la serenidad que le falta. Donde mi mente se aquieta y mis pensamientos se detienen por fin a descansar.Es esa callada luz que envuelve el murmullo de los rezos la que ilumina mi alma y la salva por un momento de sus tinieblas.
Desde que mi esposa murió no he sabido vivir. Porque en realidad era ella la que guiaba tanto su vida como la mía. Porque yo, voluntariamente, dejé que ella se convirtiera en brújula y timón de mi existencia. Y ahora sé que no debí llegar al extremo de dependencia al que llegué. Qué gran error es dejar que sea otro quien lleve las riendas de la propia vida, aun siendo ese otro la vida misma.
Pero yo siempre fui un hombre aburrido, sin iniciativa, para el que lo más fácil era dejar que ella, llena de energía y empuje, me indicara el camino, y señalara los obstáculos y la forma de salvarlos.
Y sintiéndome perdido sin ella, abandoné el deseo de vivir, porque dejar pasar los días, sumido en la penumbra de los recuerdos y el lamento, no es vivir, sino dejarse morir lentamente.
Cuando comprendí que nada de lo que hiciera o dejara de hacer volvería las cosas a su estado anterior, empecé a salir de mi abatimiento e intenté retomar mis ocupaciones.Así, volví de vez en cuando a mi despacho, aunque sólo para resolver lo imprescindible y delegar en mi secretario todo lo demás.
Fue en una de esas escasas salidas cuando reparé en un edificio amarillento, encajado en una estrecha callecita, abriendo humildemente sus puertas a quien por allí pasara; esperando pacientemente, desde hacía un siglo, para ofrecer el bálsamo de su atmósfera a las almas como la mía, necesitadas de consuelo.
Y entré, no a rezar, sino a descansar mi cuerpo y sosegar mi ánimo. Y encontré el descanso y el sosiego, pero también la duda.
Yo, que nunca había tenido más que la certeza de los números, de los resultados, de todo lo que se puede contabilizar, medir, pesar y reflejar en un documento, me encontraba ahora desbordado por una visión...
Desde que mi esposa murió no he sabido vivir. Porque en realidad era ella la que guiaba tanto su vida como la mía. Porque yo, voluntariamente, dejé que ella se convirtiera en brújula y timón de mi existencia. Y ahora sé que no debí llegar al extremo de dependencia al que llegué. Qué gran error es dejar que sea otro quien lleve las riendas de la propia vida, aun siendo ese otro la vida misma.
Pero yo siempre fui un hombre aburrido, sin iniciativa, para el que lo más fácil era dejar que ella, llena de energía y empuje, me indicara el camino, y señalara los obstáculos y la forma de salvarlos.
Y sintiéndome perdido sin ella, abandoné el deseo de vivir, porque dejar pasar los días, sumido en la penumbra de los recuerdos y el lamento, no es vivir, sino dejarse morir lentamente.
Cuando comprendí que nada de lo que hiciera o dejara de hacer volvería las cosas a su estado anterior, empecé a salir de mi abatimiento e intenté retomar mis ocupaciones.Así, volví de vez en cuando a mi despacho, aunque sólo para resolver lo imprescindible y delegar en mi secretario todo lo demás.
Fue en una de esas escasas salidas cuando reparé en un edificio amarillento, encajado en una estrecha callecita, abriendo humildemente sus puertas a quien por allí pasara; esperando pacientemente, desde hacía un siglo, para ofrecer el bálsamo de su atmósfera a las almas como la mía, necesitadas de consuelo.
Y entré, no a rezar, sino a descansar mi cuerpo y sosegar mi ánimo. Y encontré el descanso y el sosiego, pero también la duda.
Yo, que nunca había tenido más que la certeza de los números, de los resultados, de todo lo que se puede contabilizar, medir, pesar y reflejar en un documento, me encontraba ahora desbordado por una visión...
1 comentario:
No sé qué pueda ser más triste si una barca que se queda sin timón o un timonel que se queda sin barca.
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