domingo, 30 de diciembre de 2018

Que hablen ellos (como es tradición)



En diez años da tiempo a muchas cosas, por ejemplo a que un blog origine sus propias tradiciones.
Y una de las tradiciones de este blog es que cuando empieza un nuevo año invitamos a unos cuantos amigos para que compartan con nosotros un poco de su sabiduría; para que  nos dejen ideas y palabras edificantes sobre asuntos que son a la vez sencillos y muy complejos, comunes y primordiales.

Este año han venido a la cita luminarias como Nuccio Ordine, John Cheever, Ray Bradbury, Ana María Matute y Stefan Zweig, y nos han traído palabras que tratan sobre la necesidad de formarse un criterio personal, sobre la trascendencia de las cosas pequeñas y sobre el disfrute de la vida.

Así, Nuccio Ordine nos habla de la importancia de tener una opinión propia, en vez de acatar sin más lo previamente aceptado por la mayoría, aunque lo primero sea mucho menos cómodo:

 … en un mundo en el que a la gente le gusta escuchar sólo las presuntas “verdades” aceptadas pasivamente […] es mucho más fácil recurrir a las opiniones generalizadas; hacerse una propia requiere esfuerzo, estudio, reflexión. Los prejuicios, en suma, son a menudo hijos de la ignorancia.
-Nuccio Ordine, 2016-


Con su poético estilo, Ray Bradbury nos advierte de un peligro que nos acecha desde bien pronto: el peligro de quedarnos sin  la ilusión, la  naturalidad y la capacidad de maravillarnos y disfrutar que tenemos de niños,  precisamente por aceptar las opiniones ajenas y amoldarnos a ellas:

Hacia los catorce o quince años mucha gente ya ha sido apartada de sus amores, de sus gustos antiguos e intuitivos, uno a uno, hasta que al llegar a la madurez no les queda nada de alegría, de garra, de entusiasmo, de sabor. Las críticas ajenas, y las propias, los han hecho sentir incómodos. Cuando a las cinco de una oscura y fría mañana de verano llega el circo y suena el organillo, en vez de levantarse y salir corriendo se remueven en sueños, y la vida pasa de largo.
-Ray Bradbury, 1994- 


Por su parte, las palabras de John Cheever nos invitan a celebrar el hecho de estar vivos, de vivir en un mundo asombroso, de formar parte de un universo colosal, lo que nos hace insignificantes y grandes al mismo tiempo; y de tener la capacidad de amar, que no es otra cosa que apreciar y valorar la vida:

El cielo estaba despejado aquella mañana y puede que todavía hubiera estrellas, aunque no las vio […] Lo que lo conmovió fue la sensación de esos mundos en torno al nuestro; por muy imperfecto que sea nuestro conocimiento de su naturaleza, tenemos la sensación de que poseen un ápice de nuestro pasado y de nuestras vidas futuras. Era esa poderosa sensación de que estamos vivos en el planeta. Era esa poderosa sensación de qué singular, en la inmensidad de la creación, es la riqueza de nuestra oportunidad. La sensación de que esa hora era un privilegio exquisito, el gran regalo de vivir aquí y de renovarnos por el amor. ¡Esto parecía el paraíso!
-John Cheever-


Ana María Matute nos dice algo que actualmente se repite mucho, pero que se olvida con frecuencia; y es que los momentos pequeños, aparentemente intrascendentes, son los que a la larga más importan.  Quizá sea porque las grandes emociones, las grandes impresiones, son eso, demasiado grandes para nosotros, nos abruman y nos sobrepasan:

¿Sabéis, muchachos? No creáis que al morir recordaréis hazañas, ni sucesos importantes que os hayan ocurrido. No creáis que recordaréis grandes aventuras, ni siquiera momentos felices que aún podáis vivir. Sólo cosas como ésta: una tarde así, unas copas de vino, esas rosas cubiertas de agua.
-Ana María Matute, 1959-


Para terminar, Stefan Zweig nos habla también de la felicidad, de la sencilla y cotidiana que podemos disfrutar solos,  y de la extraordinaria, la que nos desborda, la que, al igual que las penas, conviene compartir:

Pero ¿qué voy a hacer con mi alegría? Es demasiado grande para mí solo. Estoy acostumbrado a dosis más pequeñas: suelo compartir mis noches con un libro, con un amigo, con una buena carta o con un poco de música. En eso consiste para mí la felicidad. Cuando sobrepasa estas dosis no sé qué hacer con ella. Me gustaría compartirla con alguien.
-Stefan Zweig, 1941-

*

Ojalá durante este nuevo año todos podamos vivir así, con  verdad, con ilusión, con felicidad, ya sea grande o pequeña; apreciando la bondad y la belleza del mundo, ya sea en buena compañía o en buena soledad; y teniendo siempre cerca palabras que nos inspiren, nos guíen y nos alienten. 


campo de amapolas, foto de Manuela


Las citas corresponden a las siguientes ediciones:
-Nuccio Ordine. Classici per la vita ( La nave di Teseo, 2016)
-Ray Bradbury. Zen en el arte de escribir (Minotauro, 2002). Traducción de Marcelo Cohen.
-John Cheever. ¡Oh, esto parece el paraíso! (Debolsillo, 2018). Traducción de Maribel de Juan.
-Ana María Matute. Primera memoria (Austral, 2018).
-Stefan Zweig. Clarissa (Acantilado, 2017). Traducción de Marina Bornas Montaña. 

miércoles, 19 de diciembre de 2018

Costumbres navideñas


En 2018 Juguetes del viento ha cumplido diez años, y para celebrar la historia del blog estamos recuperando algunas entradas. Ésta fue publicada originalmente el 22 de diciembre de 2009.


Mi vecina tiene un Papá Noel colgado en el balcón, como mucha gente. Pero la diferencia es que mi vecina lo tiene colgado desde el año pasado. El muñecajo ha pasado los doce meses ahí, a la intemperie, con lo que eso conlleva. Y debe de ser el único Papá Noel del mundo que ha visto pasar bajo sus pies las procesiones de Semana Santa. Lo cual por cierto, configura una imagen digna de una película de Tom Cruise.
Me imagino a mi vecina, llegado el momento este año de sacar las decoraciones navideñas, diciendo "¿Y dónde está el papanué?" Y habrá ido a comprar otro, claro, porque a estas alturas, si no hay muñeco en el balcón, parece que no es Navidad.

No me explico yo por qué algunas modas arraigan en la población de tal manera que en seguida se convierten en tradición.
Pero ésta del adefesio balconero no es la única costumbre que me asombra. También me deja pensativa y con ganas de consultar a un antropólogo esa otra moda que yo llamo "los balcones histéricos". Consiste ello en adornar -es un decir- balcones, ventanas y terrazas con unas tiras luminosas, unas ristras de bombillitas de colores metidas en una especie de manguera.
La idea primigenia es colocar dichas mangueras luminosas siguiendo el contorno del balcón, la ventana o la terraza que se desea decorar, y que cuando se enciendan proporcionen una iluminación armoniosa y alegre. 
Pero un gran número de ciudadanos hace una interpretación libre del invento, y el resultado suele ser espantoso: balcones llenos de tirajos arrugados, colocados sin ton ni son, enganchados aquí y allá en completo desorden, y que se encienden y se apagan, parpadean y tiemblan sin orden ni concierto, sin ritmo y sin sentido, creando un efecto de balcón electrocutado que da pavor.

Tampoco me explico yo la pasión navideña por el petardo. ¿A qué se deberá ese gusto por el explotío? ¿Será para sacar de quicio al prójimo? ¿O será por la emocionante posibilidad de chamuscarse algún miembro?

Sea por lo que sea, la única conclusión a la que yo llego, observando estas usanzas, es que a buena parte de la humanidad le encanta el ruido, las luces estridentes, los colorines y el feísmo.
Observen un poco y verán. Casi todo lo que se convierte en moda rápidamente es feo, o chillón, o ruidoso. O todo a la vez. Y observen que en general las celebraciones, públicas o privadas, religiosas (si es que queda alguna) o laicas,  llevan aparejados el ruido, la matraca y la estridencia.
¿A qué se deberá?



***
Muchas gracias a todos ustedes por la compañía, la alegría y la sabiduría que me han regalado durante un año más, éste que acaba. Para 2019 les deseo a todos mucha felicidad, y espero que sigan acompañándome. 
Besos y abrazos,
Ángeles.

lunes, 10 de diciembre de 2018

Cóctel de títulos. La solución


En primer lugar quiero agradecerles a todos ustedes su amable y simpática participación en el juego que les propuse en la entrada anterior.
Como recordarán, la propuesta partía de tres títulos inventados a partir de seis títulos de obras reales; tres libros inexistentes con un argumento cada uno. De esos tres argumentos, dos de ellos eran también inventados y sólo uno de ellos real, correspondiente a una novela verdadera. El juego consistía, claro está, en que intentasen ustedes adivinar o intuir cuál de esos argumentos era el real, y además les pedí que me dijesen cuál de los tres era el que más les gustaba.

Pues bien, casi todos ustedes han acertado en la elección de la historia verdadera, que es la que denominamos “Diario íntimo de la vida” (la niña que va a vivir con su dominante abuela y que no desea hacerse adulta), y que en realidad es el argumento de la novela Primera memoria, de Ana María Matute.

En concreto, Sara, Macondo, Chafardero, Albada, Chaly, Toro Salvaje, MJ y Marisa, apostaron por esta opción, así que felicidades a todos por su tino.
En cambio, JuanRa y Metalsaurio votaron por “Una vida ambulante” como argumento real, y Guille por  “Memorias de un vestido azul”. Gracias a los tres por considerar realistas estas opciones.

Por otra parte, casi todos los participantes que han expresado su preferencia por alguno de los argumentos, han elegido como favorito uno de los dos inventados, lo cual me congratula grandemente.
Haciendo el recuento de votos obtenemos que “Una vida ambulante” ha sido el favorito de Sara, Macondo y Marisa, mientras que “Memorias de un vestido azul” es el que más les ha gustado a JuanRa, Conxita,  MJ y Metalsaurio. Sólo Chafardero eligió como favorito el argumento de "Diario íntimo de la vida".
Por último, cabe señalar que tanto Rick como Beauséant nos dejaron también favorables impresiones, pero sin decantarse por ninguna historia en particular.

De nuevo y como siempre, muchas gracias a todos por hacerme pasar tan buenos ratos con su presencia aquí. 


domingo, 2 de diciembre de 2018

Cóctel de títulos



Quizá recuerden algunos de ustedes un juego al que hemos jugado en ocasiones anteriores. Consiste la cosa en mezclar títulos de libros para obtener títulos nuevos. Como quien mete varios ingredientes en una coctelera para obtener un combinado.

Por ejemplo, si mezclásemos La casa de los veinte mil libros, de Sasha Abramsky, con La nieta del señor Linh, de Philippe Claudel, obtendríamos La casa del señor Lihn. O si combinásemos Noches en el Alexandra, de William Trevor, con Una ciudad asediada, de Margaret Oliphant, el resultado sería Noches en una ciudad asediada.

Y quiza recuerden también que la primera vez que jugamos a esto, los títulos inventados nos hicieron imaginar qué libros podría haber detrás de ellos, qué historias podrían contar esos libros inexistentes. 
De modo que en posteriores entradas pasamos a la acción, pero no sólo imaginando argumentos para nuevos títulos inventados,  sino además añadiendo un juego de adivinanzas.

Y eso es lo que vengo a proponerles hoy de nuevo. Yo les daré tres títulos inventados a partir de seis títulos verdaderos, y a cada uno de los títulos inventados le adjudicaré un argumento, una historia. Pero de esos tres argumentos, dos son inventados  por mí, y uno corresponde a una novela real, existente y verdadera. Por lo tanto el juego consiste en que ustedes intenten descubrir cuál de esos tres argumentos es el real.
No pretendo, claró está, que reconozcan ustedes la historia y me digan a qué obra pertenece. Se trata simplemente de adivinar.
Y creo que también sería interesante que dijeran ustedes cuál es su argumento favorito, así podríamos saber si los inventados resultan suficientemente atractivos como para que pudieran ser una novela verdadera.

Así que si les apetece jugar, y yo espero que sí, éstos son los títulos que han surgido de mi coctelera literaria y el argumento que he adjudicado a cada uno. En esta ocasión, como peculiaridad, los tres tienen el nexo común de una niña que llega a una nueva casa. Espero que les gusten:

-Combinando Diario íntimo de Sally Mara, de Raymond Queneau, y La vida ante sí, de Roman Gary, obtuve Diario íntimo de la vida.

Ésta podría ser la historia de una niña que ha perdido a sus padres y ha de ir a vivir a casa de unos familiares. Su abuela, una mujer dominante y severa, dirige la vida de los demás miembros de la familia y tiene influencia en otras personas de su entorno. La niña observa y analiza a su modo las actitudes  y comportamientos de las personas cercanas, familiares y vecinos; y poco a poco va descubriendo los secretos del mundo adulto, al que sabe que pertenecerá dentro de no mucho tiempo y del que no quiere formar parte.

*** 
-La mezcla de La librería ambulante, de Christopher Morley, y Una vida, de Maupassant, dio lugar, claro,  a Una vida ambulante.

Esta novela podría tratar de un anciano y su nieta de seis años, que han dejado su vivienda anterior y  acaban de instalarse en un pequeño  apartamento de la ciudad. El anciano no tiene amigos y su única compañía es su nieta.  La niña es tan graciosa y tan sociable que en poco tiempo se gana el afecto y la simpatía de los vecinos, de sus compañeros de escuela y de su maestra. Gracias a eso el abuelo también se vuelve más sociable, menos solitario y más alegre.
Pero con el tiempo las cosas empiezan a cambiar:  la maestra y los vecinos sospechan que algo extraño ocurre, porque la niña, en tres años, no ha cambiado nada en absoluto, y en vez de nueve años sigue aparentando seis. Entonces el abuelo decide que es el momento de volver a mudarse.

***
-Por último, al mezclar El vestido azul, de Michèle Desbordes, y Memorias de un tramposo, de Sacha Guitry, surgió Memorias de un vestido azul.

Aquí podríamos tener la historia de una niña que encuentra un vestido azul en el desván de la nueva casa a la que se ha mudado su familia. Pero no es lo único que encuentra, porque al sacar el vestido del baúl ve que entre los pliegues de la tela hay un libro. En realidad el libro es un diario, en el que alguna otra niña, tiempo atrás, fue anotando lo que le ocurría, lo que hacía, veía, pensaba y aprendía cada vez que llevaba puesto ese vestido azul.
Nuestra protagonista decide hacer lo mismo que la anterior dueña del vestido,  y descubre que cada vez que se pone ese vestido ocurre en efecto algo digno de anotar en el diario.

***

Espero sus respuestas. Muchas gracias por participar.




jueves, 22 de noviembre de 2018

Tres historias



Un chico estupendo

Era un chico estupendo: cariñoso, trabajador, honrado, y además muy guapo.
Tenía también sus defectos, claro, pero no eran importantes. Excepto uno.
Yo le perdonaba que fuese un poco impuntual, y que le gustase tanto beber. Y que dejara siempre la ropa sucia en el suelo.
Lo que no podía soportar era que dijera cosas como “si lo fuera sabido”, “pienso de que”, o “contra más”.
Yo intenté mil veces inculcarle un poco de conocimiento, pero no aprendía.
Por eso, cuando una tarde me dijo que no sé qué cosa no se podía preveer, no pude contenerme,  y le inculqué en el cráneo el segundo tomo de la enciclopedia, tres veces, mientras le gritaba: “¡Eso-nose-dice!”

***
Manzanas de tiza 


El maestro dibujó cuatro manzanas en la pizarra. En realidad no eran más que cuatro círculos irregulares con un rabito encima, pero poco a poco, por efecto de la artística mano y de las tizas de colores, los círculos se fueron convirtiendo en manzanas vivas.
Primero adquirieron su verdadera forma y después volumen, sombra, brillo, perspectiva.
Los alumnos miraban embelesados la evolución de aquellos trazos, el realismo que el maestro iba consiguiendo con los mágicos pases de su mano, y, viendo que aquellas manzanas seguían haciéndose cada vez más apetitosas, se preguntaban hasta dónde llegaría ese realismo. ¿Llegarían a poder cogerlas? ¿Y a comerlas?
El silencio en el aula era completo, salvo por el suave ras-ras de las tizas bailando sobre la pizarra.
Cuando el maestro consideró que las manzanas estaban terminadas, dijo con cierta pena:
–Ahora borramos una.
Y al instante sólo quedaron tres.
–¿Veis? –dijo–. Cuatro menos una, tres. Eso es restar.
Después, con un suspiro, recogió de su mesa el libro de matemáticas, los ejercicios de cálculo, y por último, el cuaderno de dibujo que siempre llevaba consigo.


***
Faustino

Un hombre pasea por el cementerio. Se detiene ante una fosa recién excavada y la observa con interés. El jardinero, que lleva un rastrillo y un capazo lleno de flores difuntas, se acerca al hombre con afecto y respeto.

Jardinero: –Buenos días, Faustino. ¿Qué, tomando el aire, no?
Faustino: –Sí, hay que airearse y estirar las piernas un poco, que si no se agarrota uno.
Jardinero: –Claro, claro. ¿Y qué le parece el hoyito? ¿Le gusta?
Faustino: –Mucho. Qué simetría, qué proporciones. Da gusto verlo.
Jardinero: –Pues imagínese cuando esté todo terminado, con su caja dentro, su cruz de mármol, su lápida, sus flores…
Faustino: –Un primor, amigo mío, un auténtico primor. Vamos, que me dan ganas de morirme otra vez, no le digo más.

Se oye el rumor de la comitiva fúnebre que va acercándose. El jardinero se va hacia su caseta y Faustino se difumina por entre los árboles. 


flowers




martes, 13 de noviembre de 2018

Palabras curiosas (y literarias)

Este año Juguetes del viento ha cumplido diez años, y para celebrar la historia del blog estamos recuperando algunas entradas. 
Ésta fue publicada originalmente el 26 de octubre de 2013



Las palabras, ya se sabe, tienen vida propia, y por eso tienen también sus caprichos y sus manías. En el fondo son unas coquetas y todo lo que van buscando es que nos fijemos en ellas, que nos demos cuenta de lo bonitas o peculiares que son o del origen tan curioso que tienen.

Y lo cierto es que cuando les prestamos un poco de atención casi nunca nos decepcionan; siempre nos muestran algún aspecto de sí mismas que nos sorprende, nos divierte o nos asombra. Raro es que nos dejen indiferentes.

 Una de esas palabras peculiares y divertidas es “bunburismo” (del inglés bunburism).  Todo el mundo conoce a ese famoso cantante de ondulados cabellos que se hace llamar Bunbury. Y casi todo el mundo sabe también que este  nombre es originalmente el de un personaje de la obra teatral La importancia de llamarse Ernesto (The Importance of Being Earnest),  de Oscar Wilde.
Pero aunque sea relativamente curioso que un músico elija como nombre artístico el de un personaje literario, más curioso es que ese personaje no exista. Porque el señor Bunbury de Oscar Wilde es una ficción dentro de la ficción: uno de los protagonistas de la obra, llamado Algernon Moncrieff, se inventa un amigo, el tal Bunbury, supuestamente enfermo y solo, y al que él va a cuidar y hacerle compañía.
Esta invención le sirve de magnífica excusa para librarse de compromisos sociales a los que no quiere acudir, y encima queda como un ángel.

Este es el literario origen del pintoresco término “bunburismo” (y del verbo correspondiente, “bunburizar”), que puede dar lugar a conversaciones más o menos como ésta:
-¿Quedamos mañana a las siete para que te cuente mis problemas?
-Ay, no puedo, es que ya he quedado con Tadeo Vinn.
-¿Tadeo Vinn? Oye, esto no será  un bunburismo, ¿no?

Otra palabra que  resulta interesante  es "yahoo", que da nombre a un popular servidor de correo electrónico.
Me imagino que los creadores de la cosa eligieron este nombre por su acepción más optimista y jovial, pues yahoo es sinónimo de yippee, o sea, “yupi”, o “yuju”,  una forma de expresar alegría y contento.
Según el diccionario Merrian-Webster, al que yo le tengo mucha fe, esta palabra es probablemente una alteración de yo-ho, dos interjecciones para llamar la atención de alguien, como en español decimos “oye” o “mira”.
Según el mismo diccionario, el primer registro de este uso de la palabra yahoo es de 1870. Pero el caso es que esta palabra ya existía previamente y también tiene origen literario. La inventó Jonathan Swift más de un siglo antes, cuando escribió Los viajes de Gulliver. En esta magna obra los Yahoos son unos seres de aspecto humano, primarios, ignorantes, dominados por la codicia y por los instintos más primitivos.
Por eso la palabra se usa en la lengua inglesa para designar a quien es muy bruto, vulgar, maleducado…
Llama la atención que dos conceptos tan diferentes (alegría y regocijo por un lado; persona grosera por otro) sean representados por un mismo término; y más aún que una palabra exista en el universo etéreo de las palabras y que a lo largo del tiempo otra palabra evolucione de manera que acaba teniendo la misma forma que aquella. Es curioso, ¿no?

Pues algo parecido ocurre con la palabra siguiente, que va dedicada a un diablo que ronda por aquí con frecuencia.
Se trata de dickens, con minúscula porque no se refiere al escritor victoriano.
Éste, efectivamente,  es un caso similar al anterior, en el que una palabra evoluciona, se transforma y acaba teniendo el mismo aspecto y sonido que otra con la que en principio no guarda parentesco alguno.
Esta palabra, dickens, se utiliza como sinónimo y eufemismo de devil (diablo), y es probable que sea una modificación de devilkin (diablillo).
Por eso podremos oír a algún clásico decir: What the dickens…? (“¿qué diablos/qué demonios…?”)
like the dickens, que viene a ser “un montón”: “Me duele la cabeza like the dickens.”
Por ahondar un  poco más en lo curioso de la palabra, diremos que el  apellido Dickens proviene de Dickon, que es un diminutivo del nombre Richard, y que uno de los cuentos más famosos de la literatura gótica, escrito por Sheridan Le Fanu, se titula precisamente "Dickon el diablo".
O sea que, después de todo, tal vez Dickens y el diablo no anden tan alejados el uno del otro.

Casos como estos, en los que las palabras parecen divertirse jugando a transformarse, cambiar de sentido, dar vueltas sobre sí mismas y enredarse unas con otras, me hacen pensar que algo de magia hay en todo esto, y que en realidad el lenguaje no es un instrumento que utilizamos los hablantes, como creemos, sino que es el lenguaje el que nos utiliza a nosotros. Como lugar de residencia.



lunes, 5 de noviembre de 2018

Misterium tremendum en casa del señor Talbot



El señor Talbot estaba en su estudio, despachando como cada miércoles unos asuntos con su  amigo y administrador, el señor Hurley. Después de firmar unos documentos y mientras  los guardaba en una carpeta, Hurley dijo:
-Por cierto, Talbot, esa doncella suya… Casilda… vaya sorpresa.
-¿A qué se refiere usted, Hurley? –preguntó Talbot, que siempre estaba alerta en lo referente a Casilda.
-Pues a que me ha parecido verla hace un rato, en el pueblo…
-Bueno, habrá ido a hacer algún recado, la habrá mandado la señora Cook, la cocinera…
-¿Un recado? ¿En la taberna, con una jarra de cerveza en una mano y un marinero en la otra?
El señor Talbot no podía creer lo que oía. Casilda era demasiado inocente, demasiado tímida, y demasiado boba, para esas cosas. Así que en seguida dijo:
-Imposible, mi querido Hurley, imposible. Se habrá usted confundido con otra muchacha, con alguna que se le parezca.
-Será eso, pero le aseguro, Talbot, que si no era ella, era su hermana gemela.
-No creo que tenga ninguna hermana gemela, pero esa explicación me parece más creíble que el que fuese realmente Casilda. 

Al ver tan seguro a Talbot, Hurley admitió que podría haberse confundido, pero estaba convencido de que la muchacha a la que había visto en la taberna era Casilda. La había visto de cerca y la conocía bien.

Al día siguiente Talbot recibió a otro amigo, Scott, jefe de policía, para jugar su partida de ajedrez de todos los jueves. 
Mientras Talbot preparaba unas copas de licor para acompañar el juego, Scott le dijo:
-Menuda sorpresa me llevé ayer tarde.
-¿Ah, sí? ¿Qué ocurrió?
-Que vi a Casilda, su doncella, en el puerto.
-¿En el puerto?  ¿Y qué hacía Casilda en el puerto?
-Pues, por lo que vi, estaba despidiendo a un marinero que embarcaba.
Talbot se volvió hacia Scott, con una copa en cada mano:
-¿Pero cómo es posible…?
-Bueno –dijo Scott con su habitual aire sosegado-, tampoco es tan raro. No es que la muchacha sea muy bonita, pero es joven, y se ve que cariñosa…

Entonces Talbot le contó a Scott lo que le había dicho Hurley el día antes. A lo que Scott respondió:
-Pues ahí lo tiene usted, Talbot. No es ningún misterio. Casilda tiene una vida personal fuera de esta casa. Es natural.
-Ya, claro, pero es que no es propio de ella… ¿No sería alguien que se le parecía mucho?
-Podría ser, desde luego. Pero tendría que ser una hermana gemela.

A pesar de su seguridad en el carácter de Casilda, Talbot no dejaba de darle vueltas al asunto. Le parecía difícil que dos de sus amigos se hubiesen confundido  con alguien tan peculiar como Casilda, y  a la que habían visto tantas veces en su casa. Así que, cuando Scott se marchó, después de ganar dos partidas de ajedrez, Talbot mandó llamar a la tímida doncella.
-Casilda, dígame, ¿dónde estuvo usted ayer por la tarde?
-Aquí, señor –respondió Casilda-, en la casa.
-¿No salió a ningún recado? ¿No fue al pueblo?
-No señor, no tenía que ir. Iré mañana, que es viernes y la señora Cook me mandará al mercado por…
-Está bien, está bien. Pero, dígame, ¿estuvo en la cocina, con la señora Cook, todo el día?
-Sí, señor. Bueno, todo el día en la cocina no. Antes del almuerzo estuve en el vestíbulo, limpiando el espejo nuevo, como me dijo Butler, el mayordomo…
-Ya sé quién es Butler, Casilda. Vaya al grano, por favor.
-Sí señor, pues eso, señor, que Butler me mandó limpiar el espejo porque los hombres que lo trajeron lo dejaron muy sucio después de ponerlo en la pared y …
–Ah, bien, bien –dijo Talbot, que tras meditar un poco añadió:
–Casilda, usted no tiene ninguna hermana gemela, ¿verdad?
–No, señor, ni gemela ni de otra clase. Sólo tengo dos hermanos, mayores que yo, que trabajan con mi padre en la…
—Sí, sí, es suficiente. Puede marcharse, pero haga el favor de decirles a Butler y a la señora Cook que vengan a verme.

Casilda salió del estudio con su paso nervioso, con la cabeza gacha y manoseando el delantal, como era su actitud propia. Al verla, el señor Talbot pensó: “Imposible. Es imposible que esta muchacha ande por las tabernas y los muelles mariposeando con los marineros. Pero si no tiene una hermana gemela, ¿cómo se explica que la hayan visto por ahí cuando se supone que estaba aquí? 

Después de hablar con el mayordomo y la cocinera, que le confirmaron que Casilda no había  salido de la casa durante todo el día anterior, Talbot comprendió que la cosa era mucho más complicada de lo que le pareció al principio. Era un misterio tremendo que había que aclarar como fuese. Porque según lo que decían los unos y los otros, parecía que Casilda tuviese la capacidad de estar en dos sitios al mismo tiempo; y, lo verdaderamente grave, que tenía dos personalidades, y tan dispares entre sí que aquello podría terminar convirtiéndose en un problema en el trato con ella, y desde luego  poner en entredicho la respetabilidad de la casa.

Al día siguiente Talbot se reunió de nuevo con Scott, Hurley y otros  dos amigos, para celebrar su acostumbrada tertulia; tertulia que en esta ocasión, no podía ser de otro modo, se centró en el asunto de Casilda y su supuesto don de la ubicuidad.
Scott y Hurley seguían convencidos de que la joven a la que habían visto, el uno en la taberna y el otro en el puerto, era Casilda o una hermana gemela. Pero su convencimiento no encajaba, y así lo admitieron, con las afirmaciones de Butler y la señora Cook,  ni con la de la propia Casilda respecto a que no tenía ninguna hermana.

–Y estoy seguro de que ninguno miente –dijo Talbot–. Butler y la señora Cook llevan muchos años conmigo y nunca me han dado motivo para dudar ni lo más mínimo de su honestidad. Y Casilda… bueno, Casilda es incapaz de mentir, simplemente. No tiene maldad ni cabeza para eso. 
-Salvo que tenga en verdad una gemela y ella no lo sepa -aventuró Scott, acostumbrado, como jefe de policía que era, a pensar en todas las posibilidades.

Y así iba pasando  la tarde, con tan doctos caballeros frunciendo mucho el entrecejo de tanto pensar, y sin llegar a ninguna conclusión.

Entonces a Talbot le pareció escuchar un murmullo en el vestíbulo, al otro lado de la puerta del estudio, como si alguien hablase consigo mismo.
Dejó a sus amigos cavilando, salió a ver, y se encontró con Casilda, que estaba con el plumero bajo el brazo, las manos a los lados de los ojos y la frente pegada al gran espejo nuevo.
-Casilda, alma de Dios, ¿se puede saber qué hace usted, que se va a quedar bizca?
-Ay, señor, disculpe, es que quería ver a la mujer.
-¿Pero qué mujer, criatura?
-La mujer del espejo. Me había parecido que era yo que me reflejaba, como es lo normal, pero se ve que no era yo, porque cuando me he acercado ha dado media vuelta y se ha ido.
-¿Pero cómo que se ha ido? ¿Y a dónde?

Entonces Talbot se dio cuenta de algo asombroso. Algo tan asombroso que aunque lo estaba viendo con sus ojos no lo podía creer. Porque mientras hablaba con Casilda, en el espejo sólo se veía su imagen, la de él, allí de pie, como si estuviera hablando sólo. Como si el reflejo de Casilda se hubiera marchado.
Entonces, aturdido y trastornado, entró de nuevo en el estudio para pedirles a sus amigos que saliesen a ver aquel prodigio. 
Al abrir la puerta los encontró a todos apiñados ante uno de los ventanales, mirando hacia el jardín.
-Señores, hagan el favor… -empezó a decir.
Y cuando los amigos se apartaron de la ventana Talbot vio a Casilda en el jardín y los demás la vieron en el vestíbulo.   Allí estaban, la Casilda  asustadiza y apocada que todos conocían, y esa otra Casilda, alocada y alegre, que correteaba y brincaba por entre los parterres tarareando una descocada canción marinera.

Mientras la verdadera Casilda seguía en el vestíbulo, ahora intentando mirar por detrás del espejo y ajena a la conmoción que había provocado, Talbot, que ya había comprendido lo que ocurría, informó a sus amigos del fenómeno espejístico que había presenciado. Y todos aquellos caballeros, hombres ilustrados y eruditos, conocedores de las ciencias y de las filosofías, las teologías y las metafísicas, tuvieron que admitir, una vez más, que, en lo referente a Casilda, eran como hombres primitivos abrumados por los misterios del universo, sin más opción que creer lo que veían y sin posibilidad de encontrarle una explicación.


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Aquí, otros misterios en casa del señor Talbot.


viernes, 26 de octubre de 2018

Los gajes y la palestra



Ya les conté a ustedes en una ocasión que algunas veces me siento como una impostora lingüística, por utilizar palabras cuyo significado no conozco.
Y no es que yo diga palabras a lo loco a ver  si acierto. Me refiero a locuciones, a expresiones fijas en muchas de las cuales hay una palabra clave cuyo significado ignoro.

Con frecuencia es fácil intuir ese significado, como ocurre, por ejemplo, en el caso de la expresión “gajes del oficio”: no cuesta imaginar que un gaje ha de ser una inconveniencia, un fastidio asociado a una tarea determinada. Pero siempre llega un momento en que esa suposición no me resulta suficiente y hasta me incomoda, porque a mí me gusta conocer los significados con exactitud y certeza, y, a ser posible, también la etimología de los términos. De esa forma asimilo de verdad las palabras, así puedo considerarlas mías y sentirme con pleno derecho a utilizarlas.
  
Además, al buscar las palabras en el libro de las maravillas, ése que llamamos “diccionario”, con frecuencia encuentro alguna sorpresa extra que me hace sonreír y pensar en lo bonito que es esto del léxico.

Así que un día me detuve en la palabra gaje, y supe que, efectivamente, significa “molestia o perjuicio que se experimenta con motivo de una ocupación”. Pero también aprendí que antiguamente el gaje era el sueldo que se pagaba a alguien, o aquello que “se adquiere  por algún empleo además del sueldo”.  Esto me ha hecho pensar en que, últimamente, cuando un político se queja por algo, se lleva mucho decirle que “eso va con el sueldo”, lo cual, según se ve, es una forma pretendidamente original pero en verdad literal, de referirse, justamente, a los gajes del oficio.

La palabra gaje proviene del francés “gage”, que significa prenda, y que a su vez deriva del gótico “wadi”, prenda o fianza . Y en efecto, dejar algo en prenda es dejar algo como fianza.
Y ya que hemos llegado a la prenda, podría decirse que esta palabra fue, inicialmente, una incorrección, ya que se trata una alteración de pendra.
A todo esto, quizá algunos de ustedes se acuerden de aquel pignus que pasó por aquí hace  tiempo, y que tiene mucho que ver en esto. 

Ya ven lo que digo: esto de las palabras es una sorpresa continua.
Recuerdo, por cierto, que cuando era pequeña y, después de haber oído en varias ocasiones la expresión que nos ocupa, le pregunté a mi madre qué significaba eso de “gases del oficio”. Si ya eso me resultaba desconcertante, imagínense cuando supe que no eran gases sino gajes.

Otra frase en la que me detuve a pensar seriamente en algún momento es salir a la palestra. Todos sabemos que esta expresión tiene el sentido de “hacer una aparición pública” o, en sentido más amplio, comparecer ante otras personas.
Pero ¿qué será una palestra exactamente?, me pregunté, contrita, un día concreto. Y entonces supe que era “el lugar donde se lucha”, y que proviene del latín palaestra, derivada a su vez del griego palaistra, que era el espacio del gymnasium  donde los atletas  clásicos practicaban la lucha.
De hecho, en italiano el gimnasio y la gimnasia se llaman palestra, y así “andare in palestra” es ir al gimnasio, y “fare palestra” es hacer gimnasia.
 
Todo esto lo sé ahora, pero durante mucho tiempo estuve convencida de que  palestra era sencillamente un sinónimo de pizarra, porque los maestros nos decían con frecuencia eso de “Fulanito, sal a la palestra”. Qué simpáticos. 
Y ahora que lo pienso, para mí salir a la palestra en clase de matemáticas era en verdad como salir a la palaistra de los griegos, a pelearme con los números, que casi siempre me dejaban fuera de combate.
En fin, gajes del oficio.


palestra de Pompeya
Palestra de Pompeya


lunes, 15 de octubre de 2018

La tienda de don Luis


Esta entrada se publicó en el blog originalmente el 26 de enero de 2012. Hoy la recordamos con motivo del décimo aniversario de Juguetes del viento.


Hace unos días me acordé, no sé por qué, de don Luis y su tienda.

Don Luis era un señor muy alto, muy delgado, algo agachapado, y muy viejo. Al menos, así lo veía yo y así lo sigo viendo en mi recuerdo.
Y a juzgar por lo nebuloso y difuso de tal recuerdo, yo debía de ser muy pequeña cuando iba a su tienda con mi madre y a veces con mi abuela.
Don Luis andaba despacio y hablaba muy bajito. Y su tienda era muy antigua y bastante oscura, lo cual sería razón suficiente para que el lugar no le gustara a ningún niño. Pero a mí me gustaba.
Era una tienda de ropa de casa, si el recuerdo es fiable, y tenía un mostrador grande y compacto, de madera maciza. Y lleno de arañazos y muescas, con el borde gastado, pulido por el uso de muchos años y la caricia inconsciente de muchas manos.
Recuerdo también a una señora mayor -seguramente su esposa- bien arreglada, que siempre estaba allí, tras el mostrador, sentada en una silla, sonriente, observando el funcionamiento del negocio, pero sin intervenir en el mecanismo comercial.
Y me recuerdo a mí misma mirando embobada a don Luis, sus pausados movimientos y su peculiar aspecto.
Pero lo que mejor recuerdo es el cuaderno. El cuaderno rectangular, apaisado,  con tapas azules y hojas de color crema. Eso sí que me encandilaba.
Cuando alguien hacía una compra, don Luis sacaba el cuaderno de detrás del mostrador. Lo ponía encima con suavidad, con un movimiento parsimonioso y espeso, como envuelto en polvo y silencio. Entonces lo abría despacito, pasaba las hojas con cuidado, apoyaba la mano y escribía.
Anotaba palabras y números, con esmero, con cuidado, con tanta lentitud como lo habría escrito yo misma con mi inexperta mano infantil.
Cómo me fascinaba aquel cuaderno, y cuánto me hubiera gustado poder escribir en él, en aquellas hojas mullidas y densas...

Mucho tiempo después, siendo yo ya adolescente, me acordé un buen día de don Luis, como ahora, aparentemente sin motivo. Le pregunté a mi madre y ella me dijo que la tienda cerró siendo yo todavía pequeña.
Me imagino que don Luis se jubiló del negocio, o de la vida, y nadie tomó el relevo.
Y me pregunto si antes de cerrar la tienda por última vez recogió el cuaderno y se lo llevó   consigo.
Me gustaría saberlo.