El primer día Miguel casi se cayó de la bicicleta
cuando, a su paso, los perros se abalanzaron sobre la verja de la casona. Pero
ahora ya sabía que estaba siempre cerrada y que no había peligro.
Sin embargo las cosas nunca pasan hasta que pasan por
primera vez, y un día, cuando los perros
se abalanzaron de nuevo sobre la verja, la oxidada cerradura cedió por fin. Los
animales, sorprendidos por su inesperada libertad, tardaron en reaccionar unos segundos, que fue el tiempo que Miguel tuvo para acelerar a cámara lenta y
empezar a pedalear como si quisiera hacerle sangre al camino.
Pero los perros en seguida llegaron a su altura, y
aunque Miguel lanzaba patadas a un lado y a otro alternativamente, las fieras
apenas se despegaban de la bicicleta.
Miguel, que hacía aquel trayecto a diario, sabía que
después de un recodo del camino había un olivo muy grande, y tuvo una idea
desesperada. Mientras seguía lanzándole patadas a su comitiva canina, fue
frenando un poco, y al llegar junto al olivo saltó de la bicicleta y trepó por el tronco como un mono
inesperado.
Allí subido se sintió a salvo, y pensó que los perros se aburrirían
y se marcharían. Pero no. Se quedaron al pie del árbol, dando vueltas
alrededor del tronco y mirando hacia arriba.
Pasaron diez, quince minutos, y Miguel empezó a
ponerse nervioso. No podía llegar tarde a la piscina, porque mientras no
llegara el socorrista no abrirían. Entonces, viendo que los perros no se marchaban, echó mano a su mochila que por suerte seguía colgada a su espalda. De un bolsillo sacó su teléfono, pero, qué sorpresa, no había
cobertura.
Los perros se habían echado al suelo, y Miguel confió
en que con el cansancio de la carrera y el calor, que ya iba aumentando, se
quedarían dormidos. Pero en cuanto Miguel hacía cualquier movimiento se
enderezaban y gruñían como un motor
ahogado.
Encaramado entre la fronda y las aceitunas, a Miguel le pareció que las
pruebas deportivas que superaba con tanta facilidad en las clases de
preparación física eran un juego infantil comparadas con aquella situación. Y entonces pensó que la salida de una circunstancia
como aquella no dependería sólo de capacidades físicas sino también del
ingenio. Y se acordó de que al perro que tuvo él de pequeño le daba miedo cualquier objeto que no le resultase familiar, como los juguetes nuevos, que por alguna razón de psicología perruna el
animalillo consideraba una amenaza.
Volvió a abrir la mochila para ver si llevaba algo que
pudiese dar miedo a un perro; pero aparte del móvil inútil sólo llevaba lo de
siempre: su billetera, una camiseta blanca de repuesto, el bolígrafo con el que
siempre firmaba, y el libro que estaba leyendo esos días: El barón rampante,
de Italo Calvino. Lo miró con una
sonrisa de incredulidad y volvió a guardarlo. Y entonces, quién sabe si
inspirado por la inventiva de Cósimo Piovasco, Miguel tuvo una idea.
Sacó la camiseta que llevaba en la mochila, cerró la
parte de abajo con el cordón de una de sus zapatillas y las mangas con un nudo
en cada una. Después empezó a meter
aceitunas, hojas y ramitas por el cuello de la camiseta, hasta que tuvo un
monigote compacto; y con el cordón de la otra zapatilla cerró también el
cuello. Por último, con el bolígrafo le pintó a la camiseta unos grandes ojos
como agujeros negros y una boca feroz.
Miguel se preparó, sosteniendo el monigote, y
confiando en que la bicicleta no estuviera muy dañada. Los perros percibieron
movimiento en el árbol y se pusieron en guardia de nuevo. Y entonces, sin
pensarlo más, Miguel saltó al suelo, gritando y agitando el monigote delante de
sí, como si fuese una máscara dislocada y un escudo al mismo tiempo.
Al
instante los perros enmudecieron, los ojos desorbitados y el cuerpo echado
hacia atrás, paralizados. Miguel siguió agitando el pelele y gritando mientras
se acercaba a la bicicleta. Cuando la alcanzó, la puso en pie y se subió a ella
sin dejar de mirar a los perros, que seguían inmóviles y lloriqueando.
En el
momento de empezar a pedalear les arrojó la camiseta espantaperros, y los
animales echaron a correr en dirección a la casona, de la que seguramente no
querrían volver a salir.