jueves, 16 de julio de 2020

Espantaperros

(Divertimento veraniego)

El primer día Miguel casi se cayó de la bicicleta cuando, a su paso, los perros se abalanzaron sobre la verja de la casona. Pero ahora ya sabía que estaba siempre cerrada y que no había peligro.

Sin embargo las cosas nunca pasan hasta que pasan por primera vez,  y un día, cuando los perros se abalanzaron de nuevo sobre la verja, la oxidada cerradura cedió por fin. Los animales, sorprendidos por su inesperada libertad, tardaron en reaccionar unos segundos, que fue el tiempo que Miguel tuvo para acelerar a cámara lenta y empezar a pedalear como si quisiera hacerle sangre al camino.

Pero los perros en seguida llegaron a su altura, y aunque Miguel lanzaba patadas a un lado y a otro alternativamente, las fieras apenas se despegaban de la bicicleta.

Miguel, que hacía aquel trayecto a diario, sabía que después de un recodo del camino había un olivo muy grande, y tuvo una idea desesperada. Mientras seguía lanzándole patadas a su comitiva canina, fue frenando un poco, y al llegar junto al olivo saltó de la bicicleta  y trepó por el tronco como un mono inesperado.

Allí subido se sintió a salvo, y pensó que los perros se aburrirían y se marcharían. Pero no. Se quedaron al pie del árbol, dando vueltas alrededor del tronco y mirando hacia arriba.

Pasaron diez, quince minutos, y Miguel empezó a ponerse nervioso. No podía llegar tarde a la piscina, porque  mientras no llegara el socorrista no abrirían. Entonces, viendo que los perros no se marchaban,  echó mano a  su mochila que por suerte seguía colgada a su espalda. De un bolsillo sacó su teléfono, pero, qué sorpresa, no había cobertura. 

Los perros se habían echado al suelo, y Miguel confió en que con el cansancio de la carrera y el calor, que ya iba aumentando, se quedarían dormidos. Pero en cuanto Miguel hacía cualquier movimiento se enderezaban  y gruñían como un motor ahogado.

Encaramado entre la fronda y las aceitunas,  a Miguel le pareció que las pruebas deportivas que superaba con tanta facilidad en las clases de preparación física eran un juego infantil comparadas con aquella situación. Y entonces pensó que la salida de una circunstancia como aquella no dependería sólo de capacidades físicas sino también del ingenio. Y se acordó de que al perro que tuvo él de pequeño le daba miedo cualquier objeto que no le resultase familiar, como los juguetes nuevos, que por alguna razón de psicología perruna el animalillo consideraba una amenaza.

Volvió a abrir la mochila para ver si llevaba algo que pudiese dar miedo a un perro; pero aparte del móvil inútil sólo llevaba lo de siempre: su billetera, una camiseta blanca de repuesto, el bolígrafo con el que siempre firmaba, y el libro que estaba leyendo esos días: El barón rampante, de Italo Calvino.  Lo miró con una sonrisa de incredulidad y volvió a guardarlo. Y entonces, quién sabe si inspirado por la inventiva de Cósimo Piovasco, Miguel tuvo una idea.
Sacó la camiseta que llevaba en la mochila, cerró la parte de abajo con el cordón de una de sus zapatillas y las mangas con un nudo en cada una. Después  empezó a meter aceitunas, hojas y ramitas por el cuello de la camiseta, hasta que tuvo un monigote compacto; y con el cordón de la otra zapatilla cerró también el cuello. Por último, con el bolígrafo le pintó a la camiseta unos grandes ojos como agujeros negros y una boca feroz.

Miguel se preparó, sosteniendo el monigote, y confiando en que la bicicleta no estuviera muy dañada. Los perros percibieron movimiento en el árbol y se pusieron en guardia de nuevo. Y entonces, sin pensarlo más, Miguel saltó al suelo, gritando y agitando el monigote delante de sí, como si fuese una máscara dislocada y un escudo al mismo tiempo. 

Al instante los perros enmudecieron, los ojos desorbitados y el cuerpo echado hacia atrás, paralizados. Miguel siguió agitando el pelele y gritando mientras se acercaba a la bicicleta. Cuando la alcanzó, la puso en pie y se subió a ella sin dejar de mirar a los perros, que seguían inmóviles y lloriqueando. 
En el momento de empezar a pedalear les arrojó la camiseta espantaperros, y los animales echaron a correr en dirección a la casona, de la que seguramente no querrían volver a salir.


vintage plants