martes, 21 de noviembre de 2017

Yo leo, ¿tú lees?


Puede parecer una simple coincidencia, y seguramente es una coincidencia, aunque no me parece simple.
Me refiero a que desde hace un tiempo, dos o tres años quizá, muchas personas conocidas me comentan una misma cosa: que ahora leen mucho menos que antes, y que incluso han perdido el hábito por completo.

Algunas de estas personas dicen que esto se debe a que no tienen tiempo, a que llevan una vida muy acelerada, con mucho que hacer, siempre fuera de casa... Y es obvio que la falta de tiempo y de sosiego, además del cansancio, son incompatibles con el estado de calma despierta que requiere la lectura.
Otras me han dicho que el problema es que hace tiempo que no encuentran libros que les gusten de verdad, que les afecten, que supongan algo más que un rato de distracción. Y añaden que, aunque siguen leyendo, esa falta de intensidad les hace ir poco a poco perdiendo el interés.

Parece que hay aquí dos problemas distintos, pero después de meditar un poco sobre ellos, creo yo que en realidad son dos aspectos de una misma cuestión.
Respecto a lo primero ya se ha hablado mucho y desde hace tiempo. Por ejemplo, hace más de veinte años David Foster Wallace ya hablaba de cómo los libros estaban perdiendo su capacidad de interesar, de atraer, debido esto entre otras causas a la influencia de la televisión.
Y más recientemente, el filósofo Nuccio Ordine ha analizado a fondo cómo las características de nuestra sociedad actual afectan al hábito de la lectura. 
 
La otra cuestión, la falta de literatura interesante, también da mucho que pensar, y a mí me interesa mucho. Conozco a varias personas, profesionales de la literatura de un modo u otro,  que conocen muy bien, y mucho mejor que yo,  lo que se escribe hoy día. Y hablan de  falta de profundidad moral y psicológica en las obras actuales. Una de ellas me decía no hace mucho que hoy hay “muchos contadores de historias pero muy pocos escritores”. Y creo que es una manera muy sencilla y muy certera de  identificar el problema.

Las librerías están llenas de novedades que cambian cada semana. Parece que en este sentido también va todo muy acelerado: cada pocos días hay un montón de libros nuevos, y no sólo títulos nuevos, sino autores nuevos también. Parece que, como ha dicho Javier Marías hace poco,  hoy todo el mundo es capaz de escribir una novela.
Pero escribir una novela es en realidad una actividad lenta, minuciosa, que requiere tiempo, meditación y conocimiento, por lo que toda esta avalancha de títulos modernos quizá no tenga en realidad mucho que ver con la literatura, aunque lo parezca.

Esos libros son más bien una clase de cultura producida en serie, que no requiere detenimiento, y que tiene una finalidad puramente comercial; que favorece el deseo constante de novedades (deseo que no sé si tenemos por naturaleza o nos imbuyen), y que  fomenta el consumo inmediato, sin tiempo para meditar ni para descubrir. Son libros que cuentan historias más o menos interesantes y más o menos bien hilvanadas; pero no son libros que traten, volviendo a D. F. Wallace,  de  “cuestiones humanas básicas: por quién vivo, en qué creo, qué quiero. Cuestiones tan profundas que dichas de viva voz suenan banales”.

Y esto es justo lo que creo yo que echan de menos algunos lectores: las historias de carácter moral, es decir, referidas a la ética personal y a lo que concierne al ser humano como tal; obras con capacidad para reflejar la condición humana, sus recovecos, sus misterios; y los personajes complejos, que no sólo hacen cosas, que no sólo  van y vienen, sino que se preguntan, que dudan, que evolucionan y nos sorprenden. En resumen, historias y personajes que investiguen, como diría Stefan Zweig, “los fenómenos del alma”,  y que nos permitan aprender sobre “los secretos del sentimiento y las leyes mágicas que lo gobiernan”.
Pero para escribir así, claro, hace falta ser un verdadero escritor y no un mero contador de historias.

No quiere esto decir que sólo haya que leer a Shakespeare, a Dostoievski, y los demás de su tamaño, porque hay autores mucho más “ligeros”, populares incluso, que también escriben con hondura y conocimiento del alma humana.  

Por supuesto, leer puede ser un mero pasatiempo, y eso está muy bien; pero yo creo que sin la gran literatura estamos más solos, más aislados, más perdidos, en un sentido esencial, espiritual, por decirlo de una forma sencilla. Por eso hay lectores que en la lectura buscamos algo más,  una forma de entender el mundo y al ser humano,  incluidos nosotros mismos; una forma de comprender la vida. Y esto es algo tan profundo que no puede encontrarse obviamente en libros producidos a toda velocidad y al por mayor, como si fueran salchichas.

La sociedad ha cambiado mucho en las últimas dos o tres décadas, y ahora todo está dominado por la urgencia, la inmediatez y la actividad constante. Y esto ha hecho que cambie la literatura, porque parece que en este mundo, frenético y cómodo a la vez, no hay lugar  ni tiempo para aquello que requiera lentitud, espera y esfuerzo.

Sin embargo, quizá ahora es cuando más necesitamos de esa literatura paciente y reflexiva, como una serena corriente subterránea, que nos ayude a conocernos y a no olvidar quiénes somos; que nos haga ver que somos algo más que meros consumidores, algo más que engranajes y combustible de una gigantesca maquinaria.
Por suerte, los libros que llegaron antes, permanecen. 



 Johann Georg Meyer von Bremen. "Niña leyendo en una mesa" (1849)

miércoles, 1 de noviembre de 2017

Tres historias de miedo aproximadamente


Monstruos

Un fantasmita, un zombi, una novia cadáver y una momia llamaron a la puerta.
Les abrió otro monstruo. Éste tenía un ojo más alto que el otro, la frente prominente, las mejillas hundidas y la piel color de aceituna aliñada.
Los niños se encogieron un poco,  y el adulto que los acompañaba otro poco. Pero al instante todos se echaron a reír y los niños levantaron sus cestitas.
El monstruo grande fue poniendo caramelos en todas mientras los niños le daban las gracias con voces cantarinas.
Después el hombre monstruo se quedó en la puerta viéndolos marchar, tan contentos y risueños y diciéndole adiós con la manita.

Cuando entró y se sentó en su sofá de tres inútiles plazas pensó que ojalá fuera Halloween todos los días. Así él sería normal.

 💦💦💦

¡Corre!

Yo corría al límite de mis fuerzas, pero se acercaban cada vez más.
Estaba seguro de que alguno de ellos me alcanzaría en cualquier momento.
Pero una voz me decía: “Corre y no pienses. ¡Corre!”.  Pero ya no me quedaban muchas fuerzas.
No quería mirar hacia atrás, por miedo a ver cómo avanzaban hacia mí, pero necesitaba saber si aún tenía alguna posibilidad de librarme de ellos.
Volví la cabeza un instante y vi que alguno se había quedado  rezagado, pero los demás seguían ahí, acortando la distancia.
Hubo un momento en que estuve a punto de rendirme. Estaba agotado y sólo quería dejarme caer, abandonar. Pero la voz me dijo: “Si te han de cazar, que te cacen, pero no te entregues tú mismo”.
Así que hice un último esfuerzo, no sé cómo, y conseguí distanciarme algo más, un par de zancadas que podían ser vitales.

Entonces me caí, me hice daño, y al mirar al suelo me eché a llorar. Miré hacia atrás otra vez y través de las lágrimas los vi llegar, pero ya no importaba. La medalla de oro  era mía. 


💦💦💦


La página cien

En una revista literaria Nicolás encontró una especie de juego: “Coge el libro que tengas más a mano. Ábrelo por la pagina cien. La primera frase que leas marcará el resto de tu vida”.
—Menuda tontería —pensó.
Pero la curiosidad lo había atrapado sin que él se diera cuenta, de modo que al cabo de unos minutos se encontró con que la tontería no se le iba de la cabeza. Así que acabó alargando la mano hacia la estantería que tenía al lado, y sin mirar, dejando trabajar al azar, como tiene que ser, cogió el primer libro que tocó.
Lo abrió por el final, sin querer reconocer que estaba realmente ansioso por saber qué  le deparaba la página cien.
Lo malo fue que el libro que el azar le había puesto en las manos era una novelita breve de noventa y nueve páginas.



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