Estaba pasando la aspiradora cuando sonó el teléfono.
Pero eso no lo supe hasta media hora después, cuando terminé la limpieza del
dormitorio y volví al salón. Entonces vi el pilotito rojo que parpadeaba
indicando que alguien había llamado.
No me procupó haber perdido la llamada, todo lo
contrario: que el ruido de la aspiradora me impidiese oír el teléfono me
pareció una circunstancia muy feliz. Porque no me gusta hablar por teléfono. Y el sonido de las llamadas me pone muy nerviosa. Y porque, en este caso además, antes de comprobar el registro yo ya sabía de qué se trataba: alguien
de la oficina de empleo me habría anunciado que yo era la candidata
seleccionada para el trabajo. Ese trabajo que yo no quería.
Cuando dos semanas antes me llamaron para presentarme
la oferta de empleo la acepté y acudí a la entrevista correspondiente por una
sencilla razón: porque no soy capaz de decir que no. Y por esta misma razón ahora habría aceptado
ese empleo indeseado si hubiese respondido a la llamada.
A esta incapacidad para decir que no se añade otra: tampoco soy capaz de no descolgar el
teléfono si lo oigo sonar. Aunque no quiera hablar. Ni aunque vea en la
pantalla que es un operador de telefonía. Ni siquiera cuando veo que es ese
amigo que me llama cada pocos días y que
me hace perder el tiempo lastimosamente con sus tediosos e inacabables
monólogos. Porque tengo un problema más: una vez que descuelgo, tampoco soy capaz de decir que estoy ocupada, ni de inventar
alguna excusa para poner fin a la conversación.
Creo que debería pasar la aspiradora más a menudo.