martes, 18 de febrero de 2014

Cuento. El regreso


La felicidad es un lugar solitario
(Eloy Tizón)

-A Jacinto lo recordaba yo muy diferente, más gordo, con un chaleco gris. Fumaba en pipa, más que nada para hacerse el interesante, y también recuerdo que solía llevar una gorra, de esas de tipo inglés.
Parecía satisfecho, aunque en realidad aquí no era feliz; esto se le quedaba pequeño a un hombre de sus ambiciones: quería ganar mucho dinero y que su nombre saliera en los periódicos. Así que se fue, hace años, diciendo que no volvería a poner un pie en este pueblucho.
Pero ahora ha vuelto, imagínese usted, para abrir de nuevo la biblioteca. Lo nunca visto. Un pueblo casi abandonado donde solo quedan cuatro viejos, la mitad con cataratas, y viene Jacinto a abrir la biblioteca.
Yo creo que acabó escarmentado de los negocios, de la gente. Y mire, ahí lo tiene, que parece que lo han vuelto como un calcetín: sin chaleco, sin gorra, sin pelo, y hasta parece que ya no fuma.
Lo que no termino yo de entender es por qué querrá abrir la biblioteca.
-Será por nostalgia. Como la fundó su padre…
-Será por eso, pero cuando vivía aquí no entró ni una vez. Decía que los libros no servían más que para coger polvo.
-Buenos días, señores.
-Buenos días, Jacinto. ¿Cuándo abre usted la biblioteca?
-En cuanto limpie un poco y vea los libros que hay.
-Pues habrá los mismos que cuando estaba su padre, porque ha estado cerrada desde que él murió.
-Sí, pero como yo antes no era bibliófilo… o sea, que no me gustaban los libros. En cambio ahora, lo que son las cosas, no hay nada que me guste más que sentarme a leer un libro y que nadie me moleste. Por eso la biblioteca me ha hecho volver.
-Pero usted sabrá que ahí no va a entrar nadie, ¿no? Que aquí no hay público para una biblioteca.
-Ah, claro, si eso es lo que yo quiero, que no entre nadie… Ah, vamos, que ustedes creían que yo iba a abrir la biblioteca por filantropía… o sea, por amor al prójimo. No, qué va. La quiero para mí, para encerrarme a leer y olvidarme del mundo.
Una biblioteca solitaria en un pueblo solitario. La felicidad definida.
 
 
 

sábado, 8 de febrero de 2014

El brete y la patena

 
Hay expresiones hechas que  empleamos comúnmente -y las empleamos bien-  en cuyo significado literal no solemos reparar.
Son locuciones cotidianas que usamos como un todo, sin detenernos a pensar en sus elementos clave, en el significado propio de estos, al margen de su función en la frase.
Últimamente he estado acordándome, sin motivo aparente, de que hubo un momento, hace tiempo,  en el que, después de haber utilizado algunas de esas expresiones varias veces y haberme sentido como una impostora, me dije que aquello no podía ser, que no podía ir por el mundo utilizando palabras cuyo significado desconocía. Me parecía una falta de decoro lingüístico.
Así que en ese mismo momento  acudí al diccionario sin dilación, como quien acude al botiquín en busca de una aspirina. Porque la ansiedad que me produce tener en el cerebro una palabra que no sé definir es comparable al malestar que produce una cefalea contumaz. Y qué alivio sentí entonces al notar los efectos curativos de las definiciones; qué tranquilidad mental y orgánica.
 
Una de esas expresiones a las que me refiero es “poner en un brete”.
Por ejemplo, si alguien nos pide que elijamos nuestra canción favorita de nuestro grupo favorito, es probable que, ante la dificultad de elegir, digamos “Ay, me pones en un brete”. Y estará bien dicho, porque “en un brete” significa en un aprieto, en una situación sin salida.
Pero ¿qué es un brete propiamente dicho?
En aquella indagación a la que me he referido, me enteré de que un brete es un cepo de hierro que se pone en los tobillos, como esos grilletes que les ponían a los presos y a los esclavos y que hemos visto en muchas películas.
Y más recientemente he sabido también que en América un brete es  una especie de jaula estrecha donde se meten las reses para marcarlas.
En ambos casos se ve claro por qué poner a alguien en un brete significa dejarlo sin escapatoria.

¿Y una patena? Muchas veces, cuando algo está brillante, impoluto e impecable decimos que está limpio como una patena, en efecto. Pero la patena en sí, ¿qué es?
También aprendí en aquella ocasión que una patena es el recipiente de metal noble donde se ponen las hostias durante la misa.
Y es que seguramente más limpio que eso no hay nada.
 
Así fue cómo en aquella ocasión, en un instante, pasé de estar en un brete, atenazada por la ignorancia, a tener la conciencia limpia como una patena, sin el remordimiento de utilizar palabras que desconocía.
Y lo mejor es que el efecto sanador del diccionario dura ad aeternum, al contrario que el de las aspirinas.