jueves, 26 de mayo de 2011

Mes de mayo, me desmayo. Segunda parte

(viene de aquí)

Un elemento que constituye parte fundamental de las comuniones y de las ceremonias en general, son los asistentes al acto.

Los hay de todo tipo, por supuesto, pero los discretos, los correctos, por su propia naturaleza pasan desapercibidos.
En cambio hay otros con los que ocurre justamente lo contrario: ponen gran empeño y dedicación en hacerse notar y en llamar la atención de los presentes.
Esto lo consiguen, por un lado, con su aliño indumentario, que diría el poeta, o sea, su atuendo o vestimenta; y por otro, con su comportamiento.

Hay personas que para ir a una comunión se visten y adornan con un boato excesivo, como esas señoras que llevan vestidos y arquitectura capilar más propios para ir a un cóctel en la embajada que para ver a los nietos recibir a Cristo por primera vez.
Otras se decantan por un estilo completamente inapropiado para un acto en la iglesia del barrio, como esas jóvenes que van ataviadas más para la discoteca un sábado noche que para la parroquia un domingo por la mañana: vestidos ceñidos, grandes escotes, maquillaje a tutiplén y derroche de peluquería.

Pero seamos ecuánimes: los caballeros, cada vez más, también cuidan muchísimo su estilismo, y vienen mostrando en los últimos años una especial predilección por el look gángster-chic.

En una de las comuniones a las que he sido gentilmente invitada este año, me llamó especialmente la atención un señor al que veía de perfil desde mi sitio en la iglesia.
Lucía el hombre una larga melena, rubia y rizada, que envidiaría la mismísima Nicole Kidman, y que sujetaba, a modo de felpa, con una gafas de sol que para sí querría Elton John.

Sin embargo, no es el asunto de los atuendos lo que más me asusta. Allá cada cual con su gusto y su libertad de elección. A mí lo que más asombro y desconcierto me causa es el comportamiento de algunos durante las ceremonias.
Parece que hay personas que no tienen una idea muy clara de dónde se encuentran. Es decir, o bien ignoran que están en una iglesia, o bien ignoran qué es una iglesia.

Yo no soy persona pía, pero una cosa es la falta de devoción o de fe, y otra la falta de respeto y de educación.
Y es que no consigo entender por qué la gente habla –y habla constantemente- durante la celebración, mientras el cura se dirige a los presentes, mientras los niños comulgan, mientras leen o mientras cantan.
Pero lo llamativo no es solo que hablen y que hablen sin parar, sino que hablen a voces, a grito pelao, comentando sus cositas como el que está en el parque:

-No, yo le dije a la Encarni que no me daba tiempo a venir, pero al final mi Jose me dijo que me podía traer, y digo, ay, pues si tú me puedes llevar, asín veo yo a los chiquillos.

Además de las conversaciones a voz en cuello, también se lleva mucho el taconeo por los pasillos de la iglesia.
No sé que necesidad imperiosa lleva a algunas asistentes a estar todo el rato de arriba abajo, pero abundan las que se levantan y van hacia delante, a los primeros bancos, a hablar con alguien que está allí sentado. Y las que se levantan de los primeros bancos y van hacia los últimos, pero siempre con su tocotoc- tocotoc retumbando por todo el espacio parroquial.
Quizá hacen esto para que todo el mundo vea lo monísimas que van, pero, vaya, seguro que hay una razón de más peso, aunque a mí no se me ocurra cuál pueda ser.

Sin embargo, no han sido ellas las protagonistas de una escena sin parangón en los anales de la historia de las comuniones, presenciada con pasmo por una servidora hace unas semanas.
Sucedió que, mientras el párroco hablaba sobre el significado de la ceremonia, salió de entre los primeros bancos un individuo, que por alguna razón se vio obligado a dejar su sitio, y que en su camino por el pasillo de la iglesia se percató de la presencia de un conocido suyo, que era, mira por dónde, el de la melena a lo Kidman.

Al verse el uno al otro, se saludaron con la misma discreción con que los jugadores de baloncesto celebran una canasta de tres puntos: levantando las manos y entrechocándolas en un contundente palmetazo que resonó vergonzosamente por el humilde templo.

Pero aún tenía yo otra comunión a la que asistir, dos semanas después, así que, por improbable que pudiera parecer, todavía quedaban posibilidades de una nueva conmoción.

En este segundo caso, la ceremonia tenía lugar en una iglesia mucho más grande que la anterior, con lo cual, desde la entrada hasta los bancos, quedaba un espacio libre de considerable amplitud.
Pues bien, en mitad de la ceremonia vi que en ese espacio había un grupo de cinco o seis niños ¡jugando al fútbol!
Así como suena. Y esos niños obviamente no habían ido a la iglesia solos, pues el mayor no tendría más de nueve años.
Esto quiere decir que allí había, sin duda, padres, abuelos y tíos de esos niños. Pero nadie les decía nada.
Entonces yo, atónita y escandalizada ante tal situación, me acerqué a los chavales y les dije, simplemente, que estábamos en una iglesia y que en las iglesias no se juega. 
Y con la misma sencillez, los niños dejaron el balón inmediatamente y se disolvió el grupo; e incluso uno de ellos –un chiquillo de unos seis años- se puso a hablar conmigo, bajito, contándome que una de las niñas que estaban haciendo la Comunión era su prima, que los otros niños futboleros eran también primos suyos, y no sé qué más.

Con todo esto llego yo a diversas y tristes conclusiones.
Una de ellas es que la falta de educación, de decoro y de saber estar se ha impuesto en todos los ámbitos de nuestra vida. Que se ha perdido el respeto por todo, incluido el respeto por uno mismo; que nada tiene importancia, que ya nada es trascendente; que todo es superfluo, banal y frívolo.
Otra es que hay adultos a los que les importa muy poco lo que estén haciendo sus niños mientras no los molesten a ellos. Si molestan a otros da igual.
Y la que me parece más triste: que mientras a muchos niños se les dan mimos, consideración y protagonismo excesivos, hay otros que anhelan un poco de atención de los adultos y que, simplemente, hablen con ellos.




miércoles, 18 de mayo de 2011

Mes de mayo, me desmayo

El mes de mayo es un mes peculiar.

Es un mes en el cual pasan muchas cosas que no pasan durante el resto del año. Es el mes de las flores, de las alergias, del tiempo raro, de la operación bikini… pero sobre todo es el mes de la Primera Comunión.
Yo he tenido ocasión de asistir a varias comuniones en los últimos años, y basándome en mis experiencias, he llegado a la conclusión de que estas celebraciones evolucionan sin parar y siempre hacia la exageración.

En esta evolución hay varios elementos que me parecen destacables. Por ejemplo, la cuestión de los regalos.
Que no es algo fácil, desde luego. Los invitados se devanan los sesos  intentando imaginar algo que el niño no tenga todavía, pero siendo esto prácticamente imposible, se piensa en algo que por lo menos no tenga repetido varias veces. 
Aunque también está la opción de regalar dinero, que es lo que hacen quienes no tienen ganas o tiempo de calentarse la cabeza, y quienes se guían por el sentido práctico de la vida... o no. Porque lo cierto es que   recientemente he descubierto que existe  una nueva modalidad de invitación, que consiste en  que cuando los padres del comulgante te invitan a la ceremonia y posterior ágape, te dicen por las claras que los regalos los quieren en efectivo, por favor. 
Con lo cual la opción de regalar money ya no es tal opción, sino un requerimiento.

Los almuerzos  de comunión, por lo que he visto, también han evolucionado muchísimo.
Hasta mediados de los 90, más o menos, consistían en una sabrosa comida con la familia más cercana en un restaurante de categoría media.
Pero  hoy día se organizan auténticos banquetes, con muchos  invitados y en salones de hoteles o restaurantes de empaque,  preferentemente con jardines y zonas acondicionadas para el esparcimiento de la chiquillería.
Y esto nos lleva a otro elemento que caracteriza la celebración actual, ya sea de primeras comuniones o de bodas: el banquete hay que celebrarlo cuanto más lejos mejor.
Nada de ir a un sitio que quede a mano, que resulte cómodo para los invitados que no tienen coche, o para los que no disponen de mucho tiempo, o para los que se quieren recoger pronto.
No, no, quedarse cerca está completamente descartado. Hay que ir a un lugar que quede a trasmano, muy a trasmano a ser posible, para que así pueda tener lugar otro de esos ritos  esenciales de estas celebraciones: los corrillos de invitados a la puerta de la iglesia, dándose instrucciones unos a otros para llegar al lugar del convite.
-Coges la autovía y tiras como para el aeropuerto, pero antes de llegar coges la rotonda que hay enfrente de la gasolinera. Sales por la derecha, sigues hasta la siguiente rotonda, coges a la izquierda, que hay un campo de golf, sigues todo recto y ya verás un cartel que dice “Está usted abandonando el mundo conocido”. Pasas el cartel, y te metes por un camino de cabras que hay, y al final, después de una pista de barro, está el restaurante. No tiene pérdida.

Y así se consigue además que los invitados lleguen cansados y acalorados tras semejante periplo, de manera que no les queden fuerzas para quejarse por la hora y media que todavía habrán de esperar para probar  la sinfonada de hortalizas con reducción de balsámico.
Y no es que tengan hambre, sino una curiosidad tremenda por ver en qué consiste el plato.

Para que esta semblanza de las primeras comuniones fuera completa,  quedaría por tratar el asunto de determinados asistentes a la ceremonia religiosa,  cuyo comportamiento y actitud supone para mí una continua sorpresa.
Pero dada la complejidad del tema lo dejamos para otra ocasión.


domingo, 8 de mayo de 2011

Ténico-ténico


Una vez un amigo me contó un chiste muy tonto, pero al que, con el tiempo, yo le he encontrado mucho significado.
El chiste decía que un amigo le preguntaba a otro:
-Oye, ¿cómo se dice, serpiente o bicha?
Y el otro respondía:
-Hombre, ténico-ténico se dice retil.

Después, en efecto, en muchas ocasiones y cada vez con más frecuencia, he ido encontrando por los rincones de la vida muchos ejemplos de ese lenguaje supuestamente técnico, empleado a tontas y a locas por quienes pretenden darse una pátina de modernidad e  innovación,   o darle a una determinada profesión o actividad un lustre tecnológico y ciéntifico, que viste mucho y asombra a algunos.

Por ejemplo, antes de la implantación del lenguaje chupitecnológico, las cocinas tenían una hornilla –de gas, eléctrica o vitrocerámica-, pero ahora tienen  zona de cocción.  Y tenían también un fregadero o pila,  mientras que ahora tienen zona de aguas.

-Pepe, a ver si me desatascas la zona de aguas, hombre.

Pero claro, antes los vendedores de muebles y electrodomésticos eran eso, vendedores, mientras que ahora son técnicos, expertos o, como mínimo, consejeros de decoración,  siempre prestos y dispuestos para asesorarte sobre tus necesidades de interiorismo. Que las tienes.

Por eso mismo, antes, para dormir utilizábamos un somier y un colchón, es decir, lo que se venía denominando una cama, mientras que ahora lo que necesitamos es un equipo de descanso.

- Tengo unas ganas de llegar a casa y meterme en el equipo de descanso…

Y yo, cada vez que escucho a alguien hablando en ese plan, asiento con la cabeza mientras pienso: “ténico-ténico”.

Otro campo en el que se emplea mucho ese lenguaje técnico que solo conocen los profesionales de pura cepa, es el de la gastronomía. Aparte de los nombres chupichulis que se inventan para no llamar a las cosas por su nombre y hacer pasar una rodaja de merluza rebozada por un manjar exótico y exclusivo, está la cuestión de los verbos.
Porque los cocineros, los de verdad, los profesionales modernos, no emplean los verbos reflexivos. Eso se queda para los cocinillas de tres al cuarto y para las amas de casa.
Los cocineros de postín no dicen, por ejemplo, “ponemos las patatas al fuego para que se cuezan”, sino “para que cuezan”; y no dicen “cuando se enfríen” sino “cuando enfríen”. Y así con cualquier verbo reflexivo que surja durante la preparación de los alimentos. 
Será que así sale la comida más buena.
Y recuerdo que en un tiempo hubo en la televisión andaluza un programa de cocina en el que un cocinero saleroso jamás utilizaba aceite. No, no, él utilizaba zumo de oliva, así como suena. Y lo repetía constantemente, por si no te habías enterado a la primera.

En otros ámbitos, últimamente he oído dos expresiones de lenguaje técnico que me han gustado mucho. Una de ellas es la denominación experta y moderna de la profesión de portero, que ahora se llama agente de control de acceso...
Y la otra es segmento de ocio, que no es otra cosa que la media hora de recreo del cole. Segmento de ocio. Ahí queda eso.

-Yonatan, como no te calles te quedas sin segmento de ocio.

Para terminar, hay dos palabras que he oído recientemente en la tele –ese paraíso lingüístico-, que asombran mucho también, aunque no estoy segura de si son realmente ejemplos de lenguaje técnico, o simplemente de lenguaje memo.
Un día, haciendo zapping, pasé de puntillas por un programa en el que un señor decía que “en este país la derecha está handicapada”.
Claro, handicapada, es el participio del verbo handicapar, que no existe, pero da igual.

Y del mismo modo, una alegre y soleada mañana de domingo, desayunando con la tele puesta (qué insensata fui), topé con otro señor que, mientras maquillaba a una modelo, explicaba las virtudes del producto que le estaba aplicando. Y dijo el maquillador, con todo el cuajo, que tal producto “hipertridimensionaliza el rostro”.
Y lo más asombroso es que lo dijo así, como el que no hace la cosa, sin asfixiarse ni nada, y se quedó más ancho que largo.

-Ay, qué mala cara tengo. Necesito hipertridimensionalizármela, pero ya.

Pues eso: ténico-ténico.

Aquí, más lenguaje memotécnico