domingo, 27 de junio de 2010

Esa música es como un rayo de luz

Existen muchos tópicos sobre el poder de la música: que amansa a las fieras; que es el lenguaje universal; que nos hace humanos; que levanta el ánimo; que nos consuela en los momentos malos; que es buena para la salud…
Son ideas que de tan repetidas nos parecen ya carentes de significado, manidas y vacías.
Pero hete aquí que no, que son todas verdad. Bueno, lo de las fieras no lo he comprobado personalmente, pero lo demás sí. Y lo corroboro cada vez que escucho el disco de Santos de Goma, Canciones de niebla, porque activa los sentidos, irradia emociones, alegría y pasión, y da ganas de escucharlo otra vez.
Aunque claro, conociendo a Conde y su hacer en Cámara, Serie B y Los Mosquitos, no me extraña nada.

Lo que sí me extraña es que este artista  nunca haya llegado a las cimas de la fama y del poder de convocatoria. No sé si es porque él no quiere o porque las circunstancias le han sido siempre adversas (la injusticia divina es así).
Y por eso me parece encomiable y admirable que, a pesar de los pesares, nunca haya desistido, nunca haya dejado de ser quien es  y nunca se haya rendido a otros intereses, ajenos a su propia condición. La de "un simple músico que hace equilibrios en la tempestad".
Quizá es que  es un incomprendido, como le pasa a la protagonista de "La niña del vespino", una joya de dulce melancolía que, cantada con el alma, atraviesa la mía sin contemplaciones.
¿O quizá es que es demasiado exquisito? Sí, puede que sea eso, y hay claras pruebas de ello en "Radio de medianoche", "No maten al músico", "Un día extraño"...

El caso es que me da rabia que haya por ahí cuatro pintas con ínfulas de star, llenando estadios y teatros, que no cantan ni para dormir a un niño chico (o que, al contrario,   profieren molestas estridencias nasales) y que  creen -y les hacen creer- que son la repanocha, mientras un artista de verdad, con un formidable talento natural para componer, cantar, tocar múltiples instrumentos y estar en un escenario, permanece oculto para la mayoría.
Eso no está bien y alguien tendría que darle un arreglo.
Porque, además, no es justo que tanta gente se lo pierda. La riqueza hay que compartirla y todo el mundo debería tener la oportunidad de saber lo que son  canciones bien hechas, meditadas, trabajadas y después interpretadas con estilo, gracia y donaire.
Y para todo eso, Conde se pinta solo.

Estas dos canciones  son solo una muestra de lo que vengo diciendo, y de la diversión, el genio, el buen gusto y la elegancia que tiene el disco por todos lados.






Santos de Goma son: Conde, Israel Calvo, Claudio Tamer, Tristán Ulla y Álvaro Gastmans.

domingo, 20 de junio de 2010

Cuento. El capitán prisionero. Segunda parte y final.

(viene de aquí)

A la mañana siguiente, el general volvió a visitar la celda.

-Bien, bien, aquí está mi Edmundo Dantés, demacrado y desesperado. Dígame, capitán, ¿ha conseguido leer mucho más?
-No me haga esto, general, se lo suplico. Fusíleme, o deme latigazos, pero no me desvele la historia.
-Vaya, eso significa que sigue en sus trece. No está dispuesto a darme la información que necesito, ¿eh?
-No señor, no voy a traicionar a los míos.
-¿Por dónde va, capitán? ¿Por qué parte de la historia?
El capitán, temiendo que el general le contase algo que aún no había leído, contestó:
-El joven Alberto ha sido secuestrado por los bandidos.
-Ah, sí, una aventura fascinante. Deme el libro, por favor.

El capitán  lo entregó  con desgana y miedo.
El general abrió el libro por la página marcada con una cinta negra.
-Vaya, vaya, me parece que me miente usted, capitán. Ese pasaje de los bandidos ha quedado ya muy atrás. Pero me gusta su intento, porque nada hay más aburrido que enfrentarse a un contrincante de inteligencia inferior.
Y  esté tranquilo, no voy a contarle el final, de momento. Esto me parece más divertido y fructífero de lo que pensé en principio, porque creo que prolongando la tortura un poco más, acabará usted cediendo a mi demanda y todos saldremos ganando: yo tendré la información y usted podrá seguir leyendo tranquilamente el libro sin que nadie lo importune.

Y tras unos momentos de pausa, añadió el general:
-Colijo que la tortura será más efectiva si tiene usted miedo cada día. Así que cada día le contaré un detallito que le fastidiará la lectura de las siguientes páginas.
Veamos... según la marca del libro, acaba usted de leer que el sirviente del conde había presenciado a escondidas el misterioso caso que tuvo lugar en la casa de Auteuil. Bien, todavía faltan muchas páginas para que se desvele quién era la dama implicada en el asunto.
-No, no, piedad... –dijo el capitán con voz temblorosa. Pero el general prosiguió:
-Le voy a robar el placer de descubrirlo por usted mismo en el momento adecuado.    Verá, después de este pasaje que acaba usted de leer hay una sorpresa tras otra, y la emoción de la lectura es suprema, pero, en vista de su tozudez, no tengo otra opción...
Y entonces el general, en un acto de perversidad inusitada,  pronunció el nombre del personaje clave en el misterio de Auteuil.
-¡No!, exclamó el capitán, que aun con las manos en los oídos pudo escucharlo.
-Ya ve que no amenazo en vano, capitán.

El capitán intentó pasar otra vez la noche leyendo. Pero a medida que pasaba las hojas y la vela se iba consumiendo, se consumía también su esperanza de terminar el libro antes de la mañana. El cansancio de sus sentidos y el agotamiento nervioso le impedían mantener los ojos abiertos.
¿Qué podría hacer? ¿Cómo escapar de la tortura? ¡Oh, desesperación!

-Buenos días, capitán. Otra noche de lectura, ¿no es así?
-Así es.
-Bien, bien ¿y hasta dónde ha llegado?
-Danglars y Montecristo intercambian información sobre Fernando Mondego.
-Ah, o sea que la intriga es absoluta.
-Desde luego.
-¿Y qué decisión ha tomado, capitán? ¿Qué hay de nuestro acuerdo?
-Acuerdo, ninguno. No voy a traicionar a mi ejército.
-Muy bien -dijo el general, exasperado por la contumacia del capitán-. Pues prepárese para oír ahora mismo el final de la novela y todos los detalles que llevan a él.

Al oír esto, el capitán se llevó las manos a los oídos con  frenesí, moviendo la cabeza y caminando de un lado a otro de la celda, mientras exclamaba ‘¡No, no!’.
El carcelero  le ató las manos a la espalda.
-Así no tendrá más remedio que escuchar –dijo el general. Y añadió-: Amordácelo también, carcelero, para que no grite.

Y entonces el general empezó a contar todos los detalles de la historia de Edmundo Dantés, el astuto héroe conocido como el Conde de Montecristo. Y reveló los motivos de cada personaje, y las consecuencias de cada acto; y las intrigas, los engaños, las dobles intenciones y las trampas a las que el conde hubo de enfrentarse, con su ingenio y su paciencia como arma más poderosa.

Y llegó al final, a la resolución de todas las tramas y todos los enigmas, para privar así al capitán de una de las mayores satisfacciones que un alma cultivada puede disfrutar: la de comprobar que un hombre, con tan sencillos instrumentos como el papel y la pluma, puede crear un mundo y llenarlo de vida, y hacer que habitemos en él y nos sintamos felizmente atrapados y sin deseos de escapar.

Cuando terminó su relato, el general se puso en pie, ordenó desatar al prisionero y dijo con desdén:
-Aquí seguirá usted encerrado, capitán, con la única compañía de un libro que ya no guarda  misterio ni interés para usted.
Y se marchó a batallar.

Hasta ese momento, el capitán había permanecido maniatado y amordazado, sentado en una silla, con la cabeza baja,  abatido, la oscura melena cayéndole sobre la cara.
Cuando el carcelero lo desató y lo dejó solo, se levantó, cogió el libro del suelo y se tumbó en el camastro.
Abrió el libro por donde marcaba la cinta negra y empezó a leer. Pero antes, se llevó de nuevo las manos a los oídos, y, con cierta dificultad, se quitó los tapones que la noche anterior había fabricado con la cera de la vela.


lunes, 14 de junio de 2010

Cuento. El capitán prisionero.


Primera parte

El general se acercó a la celda donde tenía recluido al   capitán  enemigo.
El prisionero estaba leyendo un libro, y aunque oyó llegar al general, no levantó la mirada de la página.
-¿Qué está leyendo, capitán?
-¿Le importa mucho lo que yo lea?
-Ande, no sea antipático.
-El Conde de Montecristo.
-Ahá. No estará buscando inspiración para fugarse como Edmundo Dantés, ¿verdad?
-No señor. Sólo intento evadirme mentalmente.
-Pero, ¿no le resulta tentadora la idea de imitar al héroe de la novela?
-No. Sé que es imposible escapar de aquí.
-Más difícil era escapar de If, y Dantés lo consiguió.
-¿Me está animando, general?
El general lanzó una carcajada hueca y sincera.
-No, no. Sólo intento mantener una conversación interesante, para variar. Es un libro que me gusta mucho. Lo he leído varias veces. Diga usted, ¿por qué parte va?
- Morrel está en la ruina y un personaje desconocido intenta ayudarle.
-¡Ah! Es un pasaje apasionante.


El capitán, con una expresión de fastidio, cerró el libro y lo dejó a un lado.
-Vaya, parece que le molesta mi conversación, pero le recuerdo que es usted mi prisionero y se tiene que aguantar.
-No lo olvido, general.
-¿Es la primera vez que lee la novela o la conoce ya?
-Es la primera vez que la leo.
-¿Y le está gustando?
-Es magnífica. Absorbente. Apasionante, como usted ha dicho.
-Bien, bien. Siga leyendo, siga. Hasta mañana, capitán.


Al día siguiente, el general volvió a la celda del capitán.
-¿Cómo va eso, capitán? ¿Ha leído más?
-Desde luego. Estoy completamente atrapado por la historia.
-Vaya, vaya, no sabe cuánto me alegra oír eso.
-¿Ah, sí? ¿Y por qué, si puedo preguntar?
-Usted tiene información vital para mí, y los dos sabemos que no está usted dispuesto a traicionar a los suyos proporcionándome dicha información, ¿cierto?
-Cierto. Pero ¿qué tiene que ver eso con la novela?
-Usted dijo que prefiere la muerte antes que revelar la estrategia de su ejército y los planes de su general.
-Lo dije y lo mantengo.
-Bien, entonces es inútil que lo amenace con fusilarlo o torturarlo para que me dé la información.
-Puede fusilarme o torturarme ahora mismo si quiere. No tengo miedo al dolor ni a la muerte.
-Pues bien, le propongo lo siguiente: o me da la información que necesito o le cuento el final de la novela.
-¡No! –exclamó el capitán, tapándose las orejas.
-Piénselo, capitán. Hay torturas que no duelen, pero pueden acabar con un hombre igualmente. Le daré otra oportunidad. Mañana volveré a esta misma hora, y si no está dispuesto a hablar..., ya sabe.

El general se alejó de la celda, y el capitán, presa del pánico, cogió de nuevo el libro y empezó a leer frenéticamente.
Pasó toda la noche leyendo a la luz de la vela, pero sólo consiguió empeorar su situación. Porque cuanto más avanzaba en la lectura, más se apasionaba por la historia, más deseos tenía de averiguar qué pasaba a continuación y más le horrorizaba la idea de que el general le revelase el final, o siquiera algún detalle significativo.

(Continuará)

viernes, 4 de junio de 2010

Dime cuál es tu nombre y te diré cómo te llamas, II

(viene de aquí)

En algunos países, como Francia, Alemania y Polonia, hay un cierto control sobre la cosa onomástica. O sea, que está prohibido ponerles a los niños nombres de fantasía, inventados, que sean confusos en cuanto al sexo de la criatura, o que puedan causarles a los chiquillos problemas de adaptación y bochorno. Porque, según los expertos, los nombres esos tan originales y pretenciosos, pueden de verdad amargarle la vida a los niños. Y no me extraña. No debe de ser muy sano que un infante vea a su alrededor caras raras o risas mal disimuladas cada vez que se dice su nombre.


Es obvio que este control  no se da en Estados Unidos, donde se llevan mucho, sobre todo entre las estrellas del cine y la música, los nombres superfashion y megaoriginales.
Hace unos años se pusieron de moda los nombres geográficos, como Dakota, Montana o Brooklin, e incluso Boston y Sahara. 
Y más recientemente, lo chuli eran los nombres “espirituales”, como Destiny, Serenity, Liberty, Heaven (cielo), y, rizando el rizo, Nevaeh, que no es otra cosa que Heaven al revés. Es como si aquí a una niña, en vez de llamarla Gloria, le pusieran Airolg.
Pero se ve que estos nombres, al poco tiempo, no resultaban ya suficientemente originales, así que había que ahondar más en la insensatez.
Y se ha conseguido, por supuesto.
Hace dos o tres años la revista Times Online,  publicó una lista con los nombres más locuelos de hijos de famosos, advirtiendo de paso sobre los problemas que esos nombres ridículos pueden causar.
Por ejemplo, la hija de Gwyneth Paltrow se llama Apple, la de Sting se llama Fuchsia y el hijo de Gary Oldman, Gulliver. Y estos son los más discretos.
Porque Nicholas Cage, gran aficionado a los cómics, le ha puesto a su hijo Kal-El, que al parecer significa la voz de Dios y  es el nombre que recibió Superman cuando nació, allá en su planeta Krypton.
Menos mal que Nicholas Cage no es español, porque si no, igual le hubiera puesto al chiquillo Mortadelo.

Otro actor, Forest Whitaker, tiene tres hijos llamados respectivamente Ocean, Sonnet y True (Verdadero), y el director Robert Rodriguez tiene cuatro, que se llaman Racer (corredor), Rebel, Rogue (pícaro, granuja) y Rocket (cohete). A este hombre habría que decirle algo.
Sylvester Stallone tiene un hijo llamado Sage Moonblood (¿Sabio Sangrelunar?) y Mia Farrow uno llamado Lark Song (Canción de la alondra) y otro Summer Song.
Y también habría que hablar seriamente con los padres de estos otros pobres angelitos hollywoodienses llamados Moxie CrimeFighter (algo así como Combatelcrimen Consangrefría); Peaches Honeyblossom ( Melocotones Flordemiel, más o menos); Luna Coco Patricia; Audio Science; Camera; Fifi Trixibell; Princess Tiaamii; Pilot Inspektor; Blue Angel; Moon Unit...

Me imagino yo a esos niños cuando sean adolescentes y empiecen a hacer vida social:
-Hola, me llamo Melocotón en Almíbar y mis padres son idiotas.
Pero claro, es probable que el otro responda:
-Pues yo me llamo Conjunción Planetaria y no les hablo a los míos.

Y a todo esto,  estoy segura de que estos padres tan creativos y originales tienen perros y gatos llamados Ben, Sophie, Rosie y Sammy.
Como si lo viera.