domingo, 31 de mayo de 2009

La sesión

Madam Shalog comenzó la sesión con la fórmula habitual:
-Espíritus del más allá, si me oís, dadme una señal.
Los clientes, o "invitados", como ella prefería llamarlos, estaban sentados alrededor de la mesa, según dicta la tradición, con los ojos cerrados y cogidos de la mano, formando así un círculo de energía que favorecería el contacto con los espíritus.
O eso al menos decía Madam Shalog, y ellos lo creían.
La medium repitió:
-Espíritus del más allá, si me oís, dadme una señal.
Y entonces se oyó un toc-toc en algún lugar de la sala.
Los invitados dieron un respingo, y, en contra de las instrucciones de Madam Shalog, alguno abrió un ojo. Pero la sala estaba en penumbra y no se distinguía nada más allá de la mesa y sus ocupantes.
Madam Shalog continuó:
-Oh, espíritus, ahora que sé que me oís, os pregunto: ¿alguno de vosotros se encuentra en esta sala? Si es así, dadnos una prueba de vuestra presencia.

En ese momento, la lámpara del techo se agitó, haciendo tintinear las múltiples perlas de cristal que la adornaban.
Todos los presentes, incluida la propia Madam Shalog, lanzaron exclamaciones de sorpresa y miedo. Y no habían terminado de exclamar cuando la lámpara se agitó otra vez, al igual que los cuadros de las paredes. Y al mismo tiempo, una pequeña mesa auxiliar con ruedas se deslizó por la habitación, cayendo al suelo las botellas de licor que había sobre ella.

Todos, madam Shalog la primera, se levantaron aterrados y salieron en tropel a la calle, huyendo de aquellos espíritus a los que imaginaron iracundos contra ellos, mortales que habían osado perturbar su paz ultraterrena.

Y fue el pánico lo que les impidió darse cuenta de que en la calle también las farolas se agitaban, se abrían grietas en las paredes y la gente corría en busca de refugio.
Pero, afortunadamente, no pasó nada más grave.
Fue un terremoto breve.

sábado, 16 de mayo de 2009

Una historia hospitalaria

En una ocasión, siendo yo bastante joven, fui al hospital a ver a una tía mía a la que habían operado. En un momento de nuestra charla, me dijo que en la habitación contigua había una mujer mayor a la que no visitaba nadie y que no hablaba español, sólo inglés.
Mi tía me preguntó si yo querría ir a hablar con ella, porque la pobre se debía sentir muy sola.

Cuando entró una enfermera le dijimos que yo podría hablar con ‘la extranjera’, lo cual le pareció estupendo.
Así pues, me llevó a la habitación de la mujer, y me contó que no sabían nada de ella; que la policía la había encontrado en la calle, sola, inconsciente y sin documentación; y que no tenía aspecto de mendiga, sino al contrario; y que no parecía haber nadie buscándola.
Como la mujer no hablaba español, no sabían siquiera su nombre.

La historia era triste, desde luego, pero también me parecía lamentable que no hubiesen podido llevar a nadie que hablara con ella. Que la única ocasión que iba a tener aquella persona de comunicarse con alguien era la que yo pudiera brindarle, es decir, una ocasión totalmente casual y debida a unas cuantas coincidencias.
Que en un hospital precisamente, una persona se encontrara aislada, incomunicada, por causa del idioma, me pareció una deficiencia inexplicable e inaceptable.

La cuestión es que al ver a la mujer recibí una fuerte impresión. Era extremadamente delgada, puro hueso y piel, completamente pálida. Su respiración era imperceptible y daba la sensación de no tener fuerzas ni para abrir los ojos. Era la primera vez que veía a alguien en ese estado, en la frontera exacta entre la vida y la muerte.

La enfermera me dijo que la mujer no estaba dormida, como yo creía, así que, con algo de aprensión, la saludé en su idioma y le pregunté cómo se encontraba.
Inmediatamente la mujer abrió los ojos, muy sorprendida, según me pareció.
Y dijo algo, pero su voz era tan débil que apenas oí un susurro.
-Disculpe -le dije- no la he entendido.
Me miró, no sé si con impaciencia, frustración o irritación, pero me sentí inútil y absurda. Aquella mujer debía haber sido tremenda en sus buenos momentos.
Pero entonces levantó la cabeza, y con una mirada ardiente, dijo, casi gritó:
-¡¿Estoy viva todavía?!

Aquella reacción y aquella pregunta me impresionaron profundamente, tanto que, por unos instantes me quedé sin palabras y casi sin respiración. Pero le dije que sí, que claro que estaba viva; que estaba en un hospital y que estaban cuidando de ella.
Quería preguntarle su nombre, de dónde era, si tenía familia o amigos aquí… Pero no pude, porque, tras mi respuesta, la mujer hizo una mueca de pena, y con un gesto de la mano me indicó que la dejara, que me marchara. A continuación, volvió la cabeza y cerró los ojos, claramente decepcionada por seguir entre los vivos.

Me he acordado de aquella mujer muchas veces a lo largo de los años, y siempre que la he recordado he deseado sinceramente que no tardara mucho en alcanzar el otro lado.

miércoles, 6 de mayo de 2009

Tres historias

El hombre



Un día un hombre llegó a nuestra casa y dijo que venía a quedarse una temporada. No era amigo ni pariente, pero mis padres tuvieron que aceptarlo.

Mi madre se apresuró a servirle un plato bien repleto y un vaso de vino. Luego el hombre pidió postre y una taza de café, y todo le fue servido con presteza.
Dormía en la habitación de mi hermano, usaba el baño con preferencia y nunca salía de casa. No ayudaba en las tareas domésticas, ni a mi padre en la carpintería.
Mi padre hablaba con él de política, mostrándose siempre de acuerdo con lo que el hombre decía. Mi padre hablaba también de la vida, con esa filosofía humilde que las personas sencillas van extrayendo de la experiencia cotidiana.
Mi hermano le enseñaba sus dibujos.

Mi madre, no contenta con servirle la comida y lavarle la ropa, le tejió un jersey de lana. Y yo, que no tenía nada que ofrecer, me limité a escucharlo cuando quiso hablar de su vida.

Al cabo de dos meses el hombre se marchó. Nos prometió que su informe sería favorable y que no debíamos temer nada.
Y debió cumplir su palabra, porque nunca recibimos ninguna notificación.


El compromiso


Lo matamos con esmero, con cariño incluso. Sí, porque no queríamos que sufriera. Las circunstancias nos obligaban a acabar con su vida, pero eso no implicaba que el pobre tuviera que sufrir.
Pensamos en el modo más rápido de finiquitarlo y lo pusimos en práctica.
Y puedo jurar que funcionó, que no se enteró de nada, porque no intentó huir ni oímos el más mínimo lamento. Y eso fue un alivio.
Lo cierto es que al principio el asunto me repugnaba, me causaba desazón y cierto temor al remordimiento. Pero me había comprometido y no podía echarme atrás.Bueno, por lo menos la cosa iba a ser rápida y supuse que a los pocos días habría olvidado el mal trago.
Y así fue, efectivamente. Lo malo es que ha pasado un año y ya me están pidiendo mi colaboración otra vez.
No sé, no me gusta esto, porque estoy viendo que voy a estar en las mismas cada vez que se acerque la Nochebuena.


Asesinado

Soy un fantasma, un espectro, un alma en pena.
Estoy muerto. Tieso. Fiambre.
Me han dado el pasaporte; me han mandado al otro barrio; me han dado matarile.
Y mientras no encuentren al culpable y lo condenen, el condenado soy yo.
Condenado a vagar por los callejones, arrastrando las cadenas invisibles del odio y el resentimiento.
Condenado a no descansar, a vivir entre dos mundos, transparente y etéreo, consciente pero incorpóreo.
Y sobre todo, aburrido.
Esto es muy aburrido.