domingo, 20 de diciembre de 2020

Invitados

En estos días de diciembre, cuando un año va terminando y otro está a punto de empezar, parece que el aire se vuelve diferente. Parece que los días saben que son especiales, que marcan una frontera, ilusoria pero significativa, y el ambiente se vuelve festivo, colorista, y algo melancólico también. Hay una sensación de despedida y de novedad, como el reptil que deja atrás su chaqueta usada para empezar a lucir la nueva; una sensación de cambio, de renovación, de esperanza de algo mejor, que este año, por cierto, se acentúa de una manera singular.

Y como es época de tradiciones, nosotros, siguiendo nuestra particualr tradición bloguera, hemos vuelto a invitar a unos cuantos amigos sabios para que nos acompañen un ratito con sus sabias palabras, con algunas ideas que nos reconforten, que nos insuflen pensamientos vivificantes y que nos lleven a reflexionar sobre la vida y el mundo, sobre nosotros mismos y nuestra experiencia.  

En esta ocasión los invitados nos hablan, de una manera o de otra, sobre la felicidad, ese estado misterioso que tanto obsesiona al ser humano y cuya fórmula varía constantemente, según quien la defina, según quien la analice. 

Quizá una manera de alcanzar la felicidad, o al menos acercarnos a ella, sea la sabiduría, y para llegar a ella Pessoa cree que se debe evitar en lo posible que las circunstancias externas afecten demasiado a nuestro ánimo, para lo que sería necesario una vida interior satisfactoria:

"El verdadero sabio es aquel que se dispone de manera que los acontecimientos exteriores lo alteren mínimamente. Para eso necesita acorazarse, rodeándose de realidades más próximas a él que los hechos, y a través de las cuales los hechos, alterados de acuerdo con ellas, le lleguen." 

                                                                            Fernando Pessoa. Libro del desasosiego (1913-34)


En lo que todo el mundo parece estar de acuerdo es en que la felicidad es algo relativo, pues casi siempre depende de las emociones previas que hayamos experimentado: 

"Cuatro o cinco días después saboreaba ese rápido, inefable e irreprimible momento de gozo que sucede a un dolor punzante, a una preocupación, a una incomodidad..."

(Joaquim María Machado de Assis. Memorias póstumas de Blas Cubas (1881)


"La felicidad, según le había enseñado la vida, es una cuestión de grados, que hay que medir respecto al sufrimiento o la preocupación o el aburrimiento que la hayan precedido." 

Janet Mcneill. Tea at four o’clock (1956)


La felicidad es incompatible con el miedo. El miedo se adueña de nuestro corazón, de nuestra mente, de nuestra vida, y no nos permite la serenidad, que es hermana de la felicidad. En muchas ocasiones no es la realidad lo que más nos asusta, sino la imaginación descontrolada:

"El miedo es un espejo deformador: cualquier detalle casual se convierte por su fuerza exageradora en algo de dimensiones terroríficas, de claridad caricaturesca; y una vez atizada, la fantasía persigue incluso las posibilidades más increíbles y rocambolescas."

Stefan Zweig. La embriaguez de la metamorfosis (c. 1926)



Y por último, si hemos sido felices la muerte nos asustará menos. Quizá quien no se siente satisfecho con la vida que ha llevado se resista a abandonarla, paradójicamente, tal vez esperando una última oportunidad de disfrutarla. En cambio, cuando la vida ha sido satisfactoria el final se acepta mejor:  

"Puesto que he disfrutado de una buena vida, aceptaré la muerte con toda la alegría posible cuando me llegue [...] También me gustaría que aquellos que me sobrevivan -parientes, amigos y lectores- eviten perder el tiempo y amargar sus vidas con duelos y tristezas inútiles. En vez de eso, deberán estar felices, en mi nombre, porque mi vida ha sido muy buena."

Isaac Asimov. Memorias (1992)


*

Con mis mejores deseos para todos ustedes, para todos nosotros.





viernes, 4 de diciembre de 2020

Remordimientos literarios

Hace poco estuve hablando con un amigo sobre los relatos de Salinger, y salió a colación esa biografía sui géneris escrita por Ian Hamilton y titulada En busca de J. D. Salinger. 

Como quizá sepan ustedes, este libro es una versión remodelada de una obra anterior por la que Salinger demandó a Hamilton, al considerar que atentaba contra su derecho a la intimidad. Porque, entre otros detalles, la obra reproducía cartas privadas sin que él, Salinger, hubiese dado consentimiento para ello.

Salinger consiguió que se prohibiera la publicación de dicho libro, pero Hamilton no se quedó quieto. Al contrario, disfrazó la obra, le dio unas vueltas, y la publicó no como biografía sino como ensayo o investigación sobre el famoso autor de El guardián entre el centeno.

El caso es que esta charla con mi amigo me  llevó a recordar un trabajo sobre Salinger que hice en la universidad, para la asignatura de Literatura norteamericana, y que me causó una extraña pesadumbre.

Recordé cuánto disfrutaba yo indagando por ahí, en busca de información sobre Salinger, estudios de sus obras, etc. Pero lo que mejor recuerdo es que al mismo tiempo que disfrutaba me sentía mal. Y es que por un lado me encantaba la tarea de investigar y escribir sobre un autor por el que tenía una consideración especial (y tal vez algo adolescente, lo reconozco), pero por otro me sentía culpable justamente por eso, por indagar en su vida, sabiendo lo celoso que él había sido siempre de su intimidad y su privacidad. Mi trabajo, pensaba yo, era algo que iba en contra del respeto que sentía por él, como autor y como persona.

Pero esta contradicción que me mortificaba no quedaba ahí. Porque además me molestaba que los estudiosos, los críticos, los periodistas, no dejasen de elucubrar sobre Salinger y escribir sobre él; me molestaba que durante toda su vida el escritor se hubiese sentido perseguido por sus admiradores; que no lo hubiesen dejado en paz. Que no hubiesen respetado ese deseo suyo, tan walseriano,  de no ser nadie, de huir de la notoriedad... pero al mismo tiempo yo era la primera que andaba buscando artículos y ensayos que me diesen información sobre él.

Por otra parte, le cogí mucha manía a Ian Hamilton, por haber escrito esa  obra que tanto enfadó a Salinger y por haberse salido finalmente con la suya mediante un subterfugio literario. Y al mismo tiempo, cómo no, me moría de ganas de leerla.

Lo cierto es que cuando empecé a leer In Search of J. D. Salinger me sentía como una intrusa, casi como una espía, por estar leyéndolo en vez de respetar la intimidad de mi admirado escritor. Qué remordimiento.

Ahora creo que en el fondo de esas contradicciones mías, de toda aquella desazón, de ese querer y no querer, yacía un deseo romántico: la ilusión de un complot mundial, de una especie de cruzada literaria, por la que todos los lectores y admiradores de Salinger boicoteásemos la venta de biografías y cualesquiera libros que especulasen sobre él; que nadie los comprara ni los leyera nunca; que amarillearan ignorados en los sótanos de las editoriales, de las distribuidoras, de las librerías.

Pero, ahora que lo pienso, esta pretensión de condenar libros, de penalizar unas obras que podían ser interesantísimas, serias y eruditas, también se contradice con mi amor al estudio y mi espíritu bibliófilo...

En fin, lo dicho: un sinvivir.


jueves, 19 de noviembre de 2020

Mi secreto


Nunca le he contado a nadie que a mí  no me gusta leer. Que en realidad nunca he leído ningún libro entero. He empezado unos cuantos, pero me aburro de tal manera que nunca paso de las primeras diez  o quince páginas. No me interesa nada de lo que se cuenta en los libros; la literatura me parece una falsedad, un engañabobos, un pasatiempo para insomnes perezosos.

Pero un escritor, y menos un escritor de éxito como yo, no puede decir eso. Sería un desprestigio, un escándalo que pondría en peligro mi medio de vida. Por eso tengo mi casa llena de libros, para cuando vienen las visitas, y sobre todo los críticos, los colegas y mis alumnos de los talleres de escritura. Hay que guardar las apariencias.

A veces casi me veo en un apuro, cuando en una entrevista, en clase o en cualquier acto literario me preguntan qué opino de tal o cual libro, de tal o cual autor. Pero ya tengo suficiente experiencia para salir del paso, y unas cuantas frases prefabricadas que utilizo según la ocasión. Por ejemplo, si me preguntan por alguna obra de reciente publicación, basta con decir: "No tengo tiempo para estar al tanto de las novedades"; o "Tengo buenas referencias de ese libro, pero no lo he leído aún".

Si me preguntan por mis obras favoritas, respondo: "Los clásicos nunca fallan. Siempre hay que recurrir a los clásicos". Entonces dejo caer algún que otro nombre de prestigio, como Henry James, Tolstoi, Flaubert, y listo. Y si quiero impresionar un poco, Gustav Meyrinc o Marina Tsvietáieva, por ejemplo, quedan fenomenal.

En ocasiones un colega o un alumno me ponen en un verdadero aprieto. Hay libros que, por lo visto, son "imprescindibles" y todo el mundo los ha leído; y me comentan algo de ellos dando por hecho que los conozco bien. En esas ocasiones suelo decir: "La verdad es que ya se ha dicho tanto sobre esa obra que es imposible añadir nada nuevo...". Y entonces  me dan la razón y pasamos a otro tema.

Otras veces me dicen que tal o cual libro mío tiene "claras reminiscencias nabokovianas"; o que en tal otro se perciben alusiones a, qué sé yo, "los poetas malditos del diecinueve". ¿Se puede saber de qué hablan? Pero, claro, tengo que poner cara de fumador de pipa y decir algo interesante. Entonces suelto cosas como: "Bueno, ya sabe usted que el propio autor es muchas veces inconsciente de lo que sus libros pueden sugerir  al lector". Y si me insisten sobre el asunto digo que es un honor que me relacionen con esos ilustres y rezo para que pasen a otra pregunta.

La verdad es que cada vez me resulta más agotador este continuo fingimiento. Y además últimamente noto que me faltan ideas, que escribir se me hace cada vez más cuesta arriba. Tanto es así que he empezado a fantasear con la idea de dar una rueda de prensa para decir la verdad, desvelar mi secreto y mandarlo todo a freír espárragos. Dejar de escribir y poner un bar. Pero tengo firmados contratos y compromisos, y hay tanto montado a mi alrededor, tanta gente que depende de mí, de las ventas de mis libros, que no me lo iban a permitir. 

Sin embargo otras veces pienso que a lo mejor un pequeño escándalo de ese tipo, en el momento adecuado,  podría ser hasta beneficioso: "El autor que nunca ha leído un libro". "El escritor que desprecia la literatura". Seguro que algo así crearía expectación, indignaría a unos y fascinaría a otros, y mis ventas aumentarían sin duda. Como cuando uno se muere y el interés por su obra resucita milagrosamente. El mundo es tan disparatado que necesita sus propias incongruencias para funcionar.

Y, ahora que lo pienso, a lo mejor podría escribir una novela sobre este asunto... Pero no, no creo que funcionara: demasiado incoherente para ser ficción.



miércoles, 4 de noviembre de 2020

Conexiones inconexas

Después de varios meses en los que Juguetes del Viento ha estado de reposo, regreso a este hogar virtual, a este saloncito de tertulias, para volver a charlar con ustedes, si les apetece.

Durante estos meses me han acompañado diversas lecturas, lo cual no es nada sorprendente. Pero a mí sí me ha sorprendido un poco que algunas de esas lecturas se hayan conectado entre sí de manera un tanto curiosa. O quizá es que yo quiero verlo así.

Una de esas lecturas fue Encuentros con libros*, una colección de ensayos y críticas literarias del maestro Stefan Zweig. En uno de los textos Zweig reflexiona sobre los diarios que escriben los adolescentes, y sobre todo las adolescentes, como forma de "rendir cuentas ante uno mismo", y de reflejar no sólo sentimientos y pensamientos, sino también hechos cotidianos, sin gran consecuencia, pero que para el adolescente resultan trascendentales, ya que en esa etapa se vive todo con mucha intensidad.

Dice también Zweig que por eso es excepcional que un adulto lleve un diario, y que sólo los poetas conservan esa manera tan intensa de vivir que tienen los adolescentes, y esa forma "pura y apasionada" de contemplar el mundo y sus misterios.

Y así se conectaron este libro y otro con el que lo estaba alternando: el impresionante Libro del desasosiego*. Porque esta obra es precisamente eso, un diario escrito por un adulto: el  poeta Pessoa. Aunque él, qué curioso, muestra una pasión inversa, por así decir, porque aparece pasionalmente desapasionado, sensiblemente indiferente a la vida, pero, por ello mismo, viviendo intensamente.

Y estas dos lecturas me llevaron, como formando una cadena de intangibles eslabones, a recordar otras páginas más peculiares, personales y exclusivas: mis propios diarios de  adolescencia y temprana juventud.  

Entonces me resultó inevitable hacer un breve viaje al pasado, repasando algunos de los pasajes que escribí entonces.  Y he comprobado que en aquel registro de lo cotidiano, de mis alegrías y mis desasosiegos, están, en efecto, ese entusiasmo, esa intensidad y esa mirada apasionada al mundo y a la vida que menciona Zweig. Y también está "el interés por la realidad, el ansia de conocimiento y el deseo de completar la imagen del mundo". 

De este modo me pareció que mis humildes páginas se conectaban con las ilustres de Zweig  y las eminentes de Pessoa.

Y por último, en otro de los libros leídos en estos meses, Oblómov*, he encontrado otra de estas peculiares conexiones. En los capítulos finales de esta novela, uno de los personajes, Olga Serguéievna, recuerda una etapa anterior de su vida, una etapa en la que "jugaba a vivir", y en la que "se iniciaba en el conocimiento de la vida, la estudiaba, comenzaba a conocer su propia mente y su carácter, iba recopilando datos únicamente..."; y en la que "sus pasos eran inseguros"; "se preparaba para el futuro"...

En aquellos momentos, cuando escribía mis diarios, mi única intención (o la única que yo era capaz de identificar) era conservar y preservar todos esos momentos, todas aquellas vivencias que tan importantes me parecían (y que de hecho eran), para que no se perdieran en el tiempo, para que no se disolvieran en el aire del olvido. Para que no se "marchitaran" -según   Olga y Oblómov en la novela- y quedaran en nada. O quizá para no "sentir el tiempo con un dolor enorme", como dice Pessoa en su Libro.

Pero al leerlos ahora he percibido justamente lo que piensa la heroína de Oblómov, y he comprendido que yo, en efecto, también lo escribía todo, y lo analizaba, para entender mejor las cosas, para ir conociendo la vida. Y, como también señala Stefan Zweig, un intento de conocer mi propio carácter, mi propia forma de pensar, de hacer las cosas y de actuar en cada circunstancia. 

Así es como estas tres obras magistrales se han conectado entre sí, y a su vez se han conectado a mí de una forma muy personal, llevándome además, pasito a paso, a que yo me conecte conmigo misma, con mi yo del pasado, y de la manera más sencilla y eficaz: a través de las palabras.


Jonathan Wolsten Holme


 

*Stefan Zweig. Encuentros con libros. Acantilado, 2020. Traducción de Roberto Bravo de la Varga.
*Fernando Pessoa. Libro del desasosiego. Seix Barral, 1997. Traducción de Ángel Crespo.
*Iván Goncharov. Oblómov. Alba, 2002. Traducción de Lydia Kúper de Velasco. 

domingo, 2 de agosto de 2020

Gracias


Este verano Juguetes del viento ha cumplido doce años.

Sin embargo, al contrario que en los cumpleaños anteriores, esta vez no ha habido celebración, ni siquiera un brindis en la intimidad. Y es que, por unas cosas y otras, este año el blog tiene el corazón triste. Tan triste que incluso está pensando que quizá sea hora de jubilarse. 

Con todo, el balance de estos doce años es tan positivo, tan extraordinario, que me siento privilegiada, no sólo por haber podido mantener activo el blog, sin interrupción, durante todo este tiempo, sino también  y sobre todo, por los blogs y las personas que he conocido gracias a Juguetes del viento, personas de cuya presencia aquí me enorgullezco.

Por eso, y aunque no haya celebración, yo quiero darles las gracias, una vez más, a todos ustedes: a los lectores que ya no están pero que durante un tiempo  mantuvieron el blog vivo y alegre con su presencia, esa que tanto echo de menos. Y por supuesto a los que, para mi contento, siguen estando,  dándole sentido con sus comentarios y su generosidad.


flowers illustration



jueves, 16 de julio de 2020

Espantaperros

(Divertimento veraniego)

El primer día Miguel casi se cayó de la bicicleta cuando, a su paso, los perros se abalanzaron sobre la verja de la casona. Pero ahora ya sabía que estaba siempre cerrada y que no había peligro.

Sin embargo las cosas nunca pasan hasta que pasan por primera vez,  y un día, cuando los perros se abalanzaron de nuevo sobre la verja, la oxidada cerradura cedió por fin. Los animales, sorprendidos por su inesperada libertad, tardaron en reaccionar unos segundos, que fue el tiempo que Miguel tuvo para acelerar a cámara lenta y empezar a pedalear como si quisiera hacerle sangre al camino.

Pero los perros en seguida llegaron a su altura, y aunque Miguel lanzaba patadas a un lado y a otro alternativamente, las fieras apenas se despegaban de la bicicleta.

Miguel, que hacía aquel trayecto a diario, sabía que después de un recodo del camino había un olivo muy grande, y tuvo una idea desesperada. Mientras seguía lanzándole patadas a su comitiva canina, fue frenando un poco, y al llegar junto al olivo saltó de la bicicleta  y trepó por el tronco como un mono inesperado.

Allí subido se sintió a salvo, y pensó que los perros se aburrirían y se marcharían. Pero no. Se quedaron al pie del árbol, dando vueltas alrededor del tronco y mirando hacia arriba.

Pasaron diez, quince minutos, y Miguel empezó a ponerse nervioso. No podía llegar tarde a la piscina, porque  mientras no llegara el socorrista no abrirían. Entonces, viendo que los perros no se marchaban,  echó mano a  su mochila que por suerte seguía colgada a su espalda. De un bolsillo sacó su teléfono, pero, qué sorpresa, no había cobertura. 

Los perros se habían echado al suelo, y Miguel confió en que con el cansancio de la carrera y el calor, que ya iba aumentando, se quedarían dormidos. Pero en cuanto Miguel hacía cualquier movimiento se enderezaban  y gruñían como un motor ahogado.

Encaramado entre la fronda y las aceitunas,  a Miguel le pareció que las pruebas deportivas que superaba con tanta facilidad en las clases de preparación física eran un juego infantil comparadas con aquella situación. Y entonces pensó que la salida de una circunstancia como aquella no dependería sólo de capacidades físicas sino también del ingenio. Y se acordó de que al perro que tuvo él de pequeño le daba miedo cualquier objeto que no le resultase familiar, como los juguetes nuevos, que por alguna razón de psicología perruna el animalillo consideraba una amenaza.

Volvió a abrir la mochila para ver si llevaba algo que pudiese dar miedo a un perro; pero aparte del móvil inútil sólo llevaba lo de siempre: su billetera, una camiseta blanca de repuesto, el bolígrafo con el que siempre firmaba, y el libro que estaba leyendo esos días: El barón rampante, de Italo Calvino.  Lo miró con una sonrisa de incredulidad y volvió a guardarlo. Y entonces, quién sabe si inspirado por la inventiva de Cósimo Piovasco, Miguel tuvo una idea.
Sacó la camiseta que llevaba en la mochila, cerró la parte de abajo con el cordón de una de sus zapatillas y las mangas con un nudo en cada una. Después  empezó a meter aceitunas, hojas y ramitas por el cuello de la camiseta, hasta que tuvo un monigote compacto; y con el cordón de la otra zapatilla cerró también el cuello. Por último, con el bolígrafo le pintó a la camiseta unos grandes ojos como agujeros negros y una boca feroz.

Miguel se preparó, sosteniendo el monigote, y confiando en que la bicicleta no estuviera muy dañada. Los perros percibieron movimiento en el árbol y se pusieron en guardia de nuevo. Y entonces, sin pensarlo más, Miguel saltó al suelo, gritando y agitando el monigote delante de sí, como si fuese una máscara dislocada y un escudo al mismo tiempo. 

Al instante los perros enmudecieron, los ojos desorbitados y el cuerpo echado hacia atrás, paralizados. Miguel siguió agitando el pelele y gritando mientras se acercaba a la bicicleta. Cuando la alcanzó, la puso en pie y se subió a ella sin dejar de mirar a los perros, que seguían inmóviles y lloriqueando. 
En el momento de empezar a pedalear les arrojó la camiseta espantaperros, y los animales echaron a correr en dirección a la casona, de la que seguramente no querrían volver a salir.


vintage plants


domingo, 28 de junio de 2020

La vida (nada menos)


Se dice que el arte en general, y la literatura en particular, pueden definirse como un intento de entender la vida, el mundo, el sentido de la existencia humana.
Esto me hace pensar que si pudiéramos, de manera mágica, formar una especie de mosaico con todas las grandes obras literarias que nos ha dado la historia, quizá podríamos tener una visión completa de qué somos los seres humanos y de qué es la vida, en sentido filosófico o metafísico.

Da vértigo sólo pensarlo, pero nuestra condición humana, nuestra naturaleza curiosa y detectivesca, nos empuja sin remisión a investigar el misterio, a intentar ahondar en sus entresijos, aunque sepamos, tal vez, que nunca llegaremos a una conclusión definitiva.

Dice Stefan Zweig en Tres maestros (Balzac, Dickens, Dostoievski)* que "Novelista, en el sentido más elevado de la palabra, sólo lo es el artista universal que construye todo un cosmos, con sus propios modelos, sus propias leyes de gravitación y su propio firmamento". Y añade que  cada uno de los tres escritores a los que dedica sus ensayos "crea una ley de vida, un concepto de la vida, con la plétora de sus figuras, y los destaca con tanta armonía que gracias a él el mundo adopta una nueva forma".

Quizá se podría decir que esos auténticos novelistas, (los analizados por Zweig y otros cuantos más que podrían formar parte de su categoría), lo que hacen es crear un universo, un mundo entero,  que sirva como una especie de maqueta, un modelo a escala reducida, del real, del que habitamos físicamente. Y ahí, en esa maqueta literaria, intentan reproducir la vida, nada menos, con todas sus complejidades pero con una perspectiva que nos permite abarcarla con el limitado alcance de nuestros sentidos humanos. Como si contempláramos una casita de muñecas en la que pudiéramos ver todas las habitaciones a la vez y toda la vida que se  desarrolla en ellas. Una visión semejante a la que tendría un ser superior que nos contemplase a nosotros desde arriba, desde otro mundo que abarcara el nuestro.  

Cuando leí los ensayos de Stefan Zweig  me resultó inevitable pensar en dos autores contemporáneos por los que tengo especial predilección: Stephen King y Mircea Cartarescu.  Porque si el verdadero novelista "es el artista universal que construye todo un cosmos con sus propias leyes", y crea "un concepto de la vida",  sin duda  King y Cartarescu lo son.

Porque Cartarescu es creador de un mundo que refleja el nuestro pero lo modifica, y que se sostiene, como flotando al margen de nuestra realidad, por la acción de un gran solenoide oculto. Y King ha construido una torre oscura que sirve de eje a un universo entero con un destino propio.

Por eso me gusta pensar que  si el maestro Zweig escribiera hoy en día, también él los consideraría  novelistas "en el sentido más elevado de la palabra".


fractal

*Stefan Zweig. Tres maestros (Balzac, Dickens, Dostoievski).
Acantilado, 2004. Traducción de J. Fontcuberta.

martes, 9 de junio de 2020

Epitafios

(Inspirado por  Antología de Spoon River, de Edgar Lee Masters)



Howard Phillips

Aquí yace el sepulturero
Enterrado por su sucesor
Su único descendiente
Espero haberle enseñado bien el oficio

✝️


Algernon Bloch

Bajo esta lápida
Yace el marmolista
Que labró estas palabras
Con sus propias manos
y sus últimas fuerzas

✝️


Nathaniel Usher

Veinte años pasé
a las puertas del cementerio
Abriendo y cerrando la verja
Ahora soy yo quien está dentro
Y sé mejor que nadie
Que no hay camino de vuelta

✝️


Shirley Oliphant

Ahora deseo que exista
El Dios en el que nunca creí


✝️


Stephen Blackwood

Qué necio fui creyendo
Que necesitaba oro y poder
Todo lo necesario ya lo tengo
Ahora que estoy a tus pies

✝️


Margaret Jackson

Viví la vida que elegí
Sencilla y sin exigencias
No tengais pena, me voy contenta
Muere tranquilo quien ha sabido vivir






viernes, 22 de mayo de 2020

Ricos para siempre


Estos días vuelvo a leer los ensayos literarios de Robert Louis Stevenson.

Stevenson escribe sobre hombres muy interesantes e inteligentes, sobre grandes autores de la literatura europea y norteamericana (Poe, Hawthorne, Victor Hugo, Balzac, Montaigne, Robert Burns,  Shakespeare...), y analiza sus obras y sus pensamientos con tal agudeza y penetración que a mí me parece que él, el propio Stevenson, es el más inteligente de todos.

En uno de los ensayos, por ejemplo, compara a Thoreau con Walt Whitman, y dice que sus filosofías, tan dispares, son similares en el fondo. De Thoreau dice que persigue la superación, que es maleducado y rudo; de Whitman, que persigue la felicidad, le gusta comunicarse y ama a los demás; que mientras Thoreau vive dedicado a la superación y la mejora, el hombre feliz (Whitman) rezuma bondad y nos ayuda a vivir a los demás.
Y si siendo tan dispares, son, como dice Stevenson, similares, entonces entiendo por qué me gustan los dos.

También compara a Dickens y Thackeray respecto a una cuestión muy concreta de su literatura. Pero tampoco aquí hay ganador ni perdedor: su juicio es ecuánime, otorga a cada uno lo que le corresponde.  En cambio nosotros, los lectores, sí que ganamos: ganamos una visión de las cosas que probablemente se nos escaparía, y unas ideas que enriquecerán nuestras lecturas y les darán profundidad, con todo lo que esto implica.

Los libros nos cambian, y de eso habla también Stevenson, refiriéndose a la ficción. No sé si él pensó alguna vez que sus propias obras de ficción formarían parte de ese olimpo literario que él analizaba con tanta pasión. Pero es probable que no llegara a imaginar que sus otras obras, sus ensayos, serían para algunos de nosotros una fuente de conocimiento y de placer igual de provechosa, grata y estimulante.

Y es que hay libros que yo imagino como cofres del tesoro, de esos que los piratas entierran en islas perdidas, y que contienen no perlas ni diamantes ni monedas de oro, sino las ideas y las palabras de los mejores hombres que han pisado el mundo.
A veces cuesta descubrir dónde están, pero cuando damos con ellos, sentimos que ya somos ricos para siempre. 



isla del tesoro



jueves, 7 de mayo de 2020

El capricho del filósofo

Recordando la historia de Juguetes del viento, hoy recuperamos esta entrada que se publicó  originalmente el 16 de marzo de 2016. 


No sé si conocen ustedes a Jeremy Bentham.
Hasta hace poco yo sólo sabía que era un filósofo británico. Pero hace ese poco, en un libro que nada tiene que ver con Jeremy Bentham leí una referencia a él que me sorprendió, me “inspiró viva curiosidad” y me llevó a querer saber más de este personaje.

Jeremy Bentham
Jeremy Benthan, 1827
Y resulta que, ahora que sé algo más, el buen señor me ha caído muy bien, y por eso quiero hablarles de él, por si no lo conocen, porque creo que a ustedes también les va a resultar simpático.

Jeremy Bentham nació en Londres en 1748, y fue un niño prodigio. A los tres años empezó a estudiar latín y a los doce estudiaba leyes en Oxford.
Pero no quiso ser abogado, porque las leyes de la época no le gustaban, y le pareció mejor escribir sobre cómo se podrían mejorar y hacerlas más justas.

En sus escritos Bentham defendía la reforma de las prisiones, el sufragio universal, la despenalización de la homosexualidad y el buen trato a los animales; la libertad de prensa y el debate público. También le preocupaban el bienestar de los desfavorecidos y las políticas sociales, y cuestionó la utilidad de las instituciones, los valores morales y religiosos,  etc.
Por otra parte, lo más destacado de su teoría filosófica es su concepto del utilitarismo, que consiste, dicho de manera simple, en que el criterio para determinar si una acción es correcta o no, será el “principio de la mayor felicidad”. Es decir, será correcto todo aquello que proporcione la mayor felicidad al mayor número de personas. Y como Bentham creía que lo que mueve al ser humano es el placer y el dolor, la felicidad consistirá en aumentar el placer y disminuir el dolor.  Y esta idea  es lo que debía servir como fundamento de las leyes. Ni más ni menos.

Pero lo más sorprendente de esta ilustre figura no es su mentalidad moderna y altruista, lo que ya sería suficiente para despertar nuestra simpatía. Lo más sorprendente es el capricho que tuvo para después de muerto; un antojo post mortem que consistía básicamente en que lo disecaran y lo expusieran en una vitrina.
Y así lo especificó en su testamento, donde dio instrucciones sobre cómo se debía cumplir su voluntad:

“El esqueleto se dispondrá de manera que la figura completa quede sentada en la silla que habitualmente he utilizado yo en vida, en la actitud  que adopto cuando estoy enfrascado en mis pensamientos mientras escribo.”

También especificó que “el esqueleto se vista con uno de los trajes negros que suelo utilizar”, y que  “el cuerpo así ataviado, junto con la silla y el bastón que he llevado en los últimos años, se coloquen en un mueble o vitrina adecuados”;  y añadió que a ese mueble se fijaría una placa grabada con su nombre y su fecha de defunción “en caracteres llamativos”.
A su figura así conservada la denominó “auto-icono”.
Por último, dejó escrito en su testamento que si sus amigos y discípulos tenían a bien reunirse cada año “con el propósito de conmemorar al fundador de la teoría de la mayor felicidad”, su albacea se encargaría de que el mueble o vitrina que contendría su auto-icono se llevara a la sala en la que fuesen a reunirse.


Jeremy Bentham auto-iconComo ya se imaginarán ustedes, sus amigos, su médico y sus abogados cumplieron estrictamente la última voluntad del finado, y hoy día, el auto-icono de Jeremy Bentham está expuesto, desde 1850 y en una especie de quiosco de madera, en un vestíbulo del University College London, para sorpresa o sobresalto de todo el que pasa por allí.
Conviene especificar que la cabeza del difunto quedó tan maltrecha después de embalsamada que resultaba terrorífica, y en una concesión al buen gusto se decidió sustituirla por una reproducción de cera. La auténtica, la orgánica, se conserva en una caja fuerte y sólo se puede contemplar en circunstancias muy especiales. Bueno, y también en internet.

Todo este asunto, claro, se presta al debate y a la especulación. Muchos creen que la intención de Bentham al pedir que sus restos se conservaran de este modo tan peculiar era simplemente gastar una broma de ultratumba; otros creen que era un arrogante y un creído; y otros que era una forma de cuestionar las concepciones religiosas de la vida y la muerte.

A mí me parece que quizá había un poco de todo, y también creo que Bentham, que era tan listo,  supo prever que la sociedad, en las décadas y siglos posteriores, se volvería cada vez más frívola, más olvidadiza y más indiferente a su propio pasado; y que, convencido como estaba de las bondades de sus teorías, quiso que las generaciones futuras no se olvidasen de ellas; que no quedasen reducidas a una lección más en los libros de texto. Y siendo, como parece ser que era, un filósofo guasón, pensó que la mejor manera de que se siguiese hablando de él, y por ende de su pensamiento, era darnos a nosotros, a los frívolos habitantes del futuro, un motivo a nuestra medida para que nos fijásemos en él.
¿O acaso no es eso lo que me ha pasado a mí?

old london engraving




miércoles, 15 de abril de 2020

Cuánta vida



Los libros que he publicado hasta ahora han sido tal fracaso que he decidido no volver a escribir. O, mejor dicho, no volver a escribir para el público.

Ayer le comuniqué esta decisión a P., mi amigo y editor:
—A partir de ahora escribiré sólo en mi diario, cuyo único lector soy yo. Así es más difícil que vuelva a fracasar.
Pero él, en vez de aplaudir mi entereza y buen juicio, puso cara de orate y me dijo:
—¿Y qué vas a hacer entonces, insensato?
—Aún no lo sé. Tendré que pensar. Algo habrá que se me dé bien. Lo que está claro es que no estoy dotado para la literatura como yo creía, en mi ingenuidad. Y en la tuya. Nunca seré un Dickens, ni un Galdós, ni  un Walser.
—Pero no seas tan exigente, muchacho. No aspires a tanto. Además, esos tiempos de los grandes escritores ya pasaron, hombre de Dios. Hoy día hay que escribir otras cositas más ligeras, más de entretener y menos de preocupar a la gente.
—Pero es que yo no sé escribir «cositas ligeras» —dije con toda modestia.
—Pues si no sabes, aprende. Todo es ponerse.

Salí de allí cabizbajo, con una crisis vocacional, quién sabe si también existencial. No quería volver a casa. No quería encerrarme en mi habitación, porque eso sería ponerme otra vez a escribir o a pensar en escribir. Y así se ha vuelto loco más de uno. De modo que seguí caminando, caminando, caminando. Y llegué a un parque en el que no había estado nunca antes. Lo recorrí entero, paseando, recreándome en las frondas, en el revoloteo de las aves y en los chiquillos que por allí se solazaban. Salí por la parte opuesta y me encontré en un barrio en el que tampoco había estado nunca. 

Y hubiera seguido todo el día así, paseando, descubriendo la ciudad, de no ser por el dolor de pies que me estaba entrando, no sé si por la falta de costumbre de andar tanto, o por los zapatos, que eran nuevos y tampoco tenían costumbre de andar.

Volví a casa en autobús, con la idea de anotar estas «impresiones de un paseante» en mi diario, y con el firme propósito de volver a salir al día siguiente a pasear otra vez.

Y no sólo salí al día siguiente, sino también al otro, y al otro... Y así, sin darme cuenta, descubrí mi verdadera vocación, mi verdadero talento, como le comuniqué a P., ya sólo mi amigo, unos días después:
—No sabes cuántas cosas estoy descubriendo, sobre la ciudad y sobre mí mismo, en mis paseos. No sabes qué impresiones, qué impactos causan en mí estas caminatas, cuánto provecho les saco; cuántas conversaciones interesantes escucho aquí y allá...  Sin duda éste es mi verdadero talento: extraer tanta sustancia de un simple paseo por la ciudad.

A pesar de mi entusiasmo no conseguí despertar ninguna emoción en P.,  que sólo dijo, con su habitual displicencia:
—Pero pasear no da de comer.
—No, en realidad lo que da es hambre —respondí yo, reconociendo lo acertado de su observación.

Sin embargo, esto no menguó mi decisión de dedicarme a pasear como un profesional, es decir, con un horario fijo, con dedicación y esmero, y obteniendo a cambio no un salario, pero sí una riqueza que no se mide con números. Cuántos personajes curiosos encontraba cada día; cuántas clases de personas; cuántos paisajes diferentes; cuántas cosas que yo no conocía. Cuántas sorpresas, cuánta inspiración y cuánta vida interminable. 
Los paseos suponían un éxito mayor cada vez.


park watercolor


miércoles, 1 de abril de 2020

Instrucciones para soñar despiertos

(Inspirado por el "Manual de instrucciones" de Julio Cortázar)



Algunos dicen que soñar despiertos es cosa de ilusos, de inmaduros, o de insensatos. Procure ignorar opiniones de este cariz y entréguese a sus ensoñaciones con toda libertad y alegría.

Para soñar despiertos es necesario disponer de al menos una ilusión, un deseo o una fantasía,  sea del carácter que sea, aunque es imprescindible que al pensar en ello se le produzca una sonrisa inevitable.

Una vez generada en el ánimo dicha ilusión puede empezar el proceso. Se aconseja estar sentado, y entonces, con un codo sobre la mesa, llévese la mano a la cara y apoye la barbilla. Cierre los ojos, o, como alternativa, pose una mirada ausente sobre cualquier objeto. A continuación, traiga a la mente la imagen de sus anhelos y déjese envolver por el ensueño.   
Para mayor efecto, puede acompañarse de algún que otro suspiro.


steampunk



jueves, 19 de marzo de 2020

Viaje bajo techo



Ya hemos hablado  aquí con anterioridad de esa obra literaria encantadora titulada Viaje alrededor de mi habitación, que Xavier de Maistre escribió en 1794. Y ahora, en estos días raros que está viviendo nuestro mundo, tengo este librito en mente de manera especial, y vuelvo a leer con frecuencia muchos de sus deliciosos pasajes.

Como quizá saben ustedes, este viaje lo escribió su autor durante los cuarenta y dos días que pasó confinado en su habitación, en arresto domiciliario por causa de un duelo, cuando contaba veintisiete años; y durante esa cuarentena encontró en la imaginación, en la lectura, la escritura y la filosofía la mejor manera de pasar el tiempo. O mejor dicho, no de pasar el tiempo simplemente, sino de vivirlo y aprovecharlo con intensidad.

Encantador país de la imaginación, tú a quien el Ser benefactor por excelencia ha entregado a los hombres para consolarlos de la realidad...

 
A  lo largo del libro, Xavier de Maistre va recogiendo sus pensamientos, lo que siente, lo que recuerda, lo que imagina. Sus reflexiones y sus conclusiones. Y vemos que, lejos de lamentarse por su situación y desear que termine su confinamiento, cada vez se encuentra más a gusto en ese mundo privado e íntimo en el que está viviendo. Está aprendiendo a estar a solas consigo mismo, se está conociendo, y está descubriendo lo poco necesita para sentirse bien. 
Va explorando un mundo nuevo que se abre ante él, lleno de posibilidades, y  que hasta entonces no había conocido, ocupado y absorbido como estaba por el ajetreo de la vida exterior.

Por supuesto, conforme pasan los días, también añora la compañía de sus amigos, la luz del sol y los paseos. Pero esa es sólo una parte de su yo, una de sus mitades. La otra ha disfrutado de su viaje y se encuentra satisfecha por la experiencia. Y así, junto a la emoción de volver a salir al mundo, siente una especial nostalgia de esa situación insólita a la que tan bien se ha adaptado  y  a la que le ha sacado el mejor provecho.

Los cuarenta y dos días van a terminar, y un espacio de tiempo igual no bastaría para acabar la descripción del rico país por donde viajo gustosamente.

*

Mis mejores deseos para todos ustedes mientras dure nuestro extraño viaje.  



steampunk gears pipes




*Xavier de Maistre. Viaje alrededor de mi habitación. Editorial Funambulista, 2011.
Traducción y postfacio de J. M. Lacruz Bassols.