martes, 20 de diciembre de 2022

Un niño bueno


El último día de clase antes de las vacaciones de Navidad, Anita volvió a casa un poco triste y bastante confusa. Cuando se tienen seis años, la confusión causa tristeza.

Su padre siempre sabía lo que había que hacer, pero no siempre estaba en casa. Pasaba mucho tiempo trabajando. Y su madre era la mejor del mundo dando abrazos y cuidándola cuando estaba enferma, pero no siempre entendía sus penas.

Así que muchas veces, cuando tenía algún sentimiento que la hacía sufrir, Anita buscaba refugio en su hermano. Era tres años mayor que ella, y por lo tanto un niño también,  pero a Anita nueve años le parecían muchos, y además su hermano sabía muchas cosas de tanto leer libros. Pero sobre todo la comprendía muy bien, y eso casi siempre era suficiente para que ella se sintiera mejor.

Aquel día Anita le contó a su hermano que unos niños mayores del colegio habían dicho que los regalos de Navidad los compraban los padres en las tiendas, que no los traía nadie de lugares mágicos ni nada de eso. Y que no había más que mirar en el armario de los padres para encontrar allí escondidos los regalos, esperando hasta el día de Reyes.

—Eso lo dicen cada vez que se acerca la Navidad, para fastidiar a los pequeños —le dijo el hermano con aire experto—. No les hagas caso, son muy tontos.

Por la noche, cuando ya estaba acostada y con la luz apagada, la idea de los regalos escondidos en el armario de los padres no dejaba de rondar los pensamientos de Anita.  Estaba segura de que aquello no era verdad, pero no entendía por qué algunos niños querían engañar a los pequeños diciendo algo así.

¿Y si fuera verdad?, pensó de pronto. Y de manera difusa, indefinida como las sombras nocturnas de su habitación, su cerebro infantil le dijo que ningún niño podía ser capaz de pensar una mentira tan grande. Que si lo decían tenía que ser porque lo habían visto, porque habían visto los regalos en el armario de sus padres.

Esos pensamientos resultaron agotadores, y antes de terminarlos Anita se durmió. Pero a la mañana siguiente seguían en su cabeza, activos e imparables como duendes en su taller, cortando, cosiendo, pegando, dándoles forma a cosas que hasta entonces no existían.

Anita estaba atrapada. La tentación de mirar en el armario de sus padres no la dejó tranquila en todo el día. Quería seguir creyendo que allí no había regalos escondidos, pero  ya no podía creerlo sin más. Tenía que comprobarlo. Entonces habló otra vez con su hermano.

—No pienses más en eso, Anita. Es una tontería, de esas cosas que dicen los mayores para hacerse los chulitos.

—Pero entonces no importa que miremos, ¿no?

—Qué cabezota eres. Bueno, pues si quieres miramos, pero como nos pillen se van a enfadar.

La posibilidad de que los padres se enfadasen con ellos poco antes de Navidad preocupó mucho a Anita. Fuese quien fuese quien traía los regalos, había que portarse bien. Y espiar en el armario de los padres no era portarse bien.  Ahora tenía otra duda. No sabía si mirar o no, si resolver el misterio o quedarse con la incertidumbre. 

Después de merendar, la madre les dijo:

—Tengo que subir a la azotea a recoger la ropa. No tardo nada, ¿eh?, así que portaos bien.

Anita y su hermano se miraron como cómplices de un plan, y cuando la madre salió, el niño dijo:

—Venga, a ver si así te quedas tranquila. Yo abro el armario y tú vigila el pasillo, y en cuanto oigas que mamá abre la puerta nos vamos corriendo a mi cuarto.

El niño abrió una de las puertas correderas del armario mientras Anita, desde la entrada de la habitación, miraba hacia el pasillo como él le había dicho.

—Aquí no hay nada, Anita —dijo con alivio—. Sólo la ropa de papá y mamá.

Anita se volvió hacia el armario y señalando con un dedo dijo:

—¿Y ahí arriba?

El hermano levantó la mirada hacia el altillo del armario.

—Vale —dijo con tono de resignación—. Voy a ver si puedo. Tú sigue vigilando.

El niño se quitó las zapatillas y se subió a la butaca que usaba su padre para descalzarse, y desde la butaca se subió a la cómoda.

Anita estaba muy nerviosa, casi le temblaban las piernas. Su hermano podía caerse y hacerse mucho daño. Y si su madre volvía en ese momento los descubriría sin remedio. Y además estaban a punto de saber la verdad.

De pie en el extremo del mueble y estirando el brazo todo lo posible, el hermano de Anita consiguió alcanzar la puerta superior del armario y deslizarla lo suficiente para mirar dentro.  Entonces, en el misterioso silencio de aquella cueva secreta, el niño vio una colcha metida en una funda transparente, un ventilador y una sombrilla de playa. Y también  unas cajas envueltas con papel de colores y lazos rojos, y varias bolsas abultadas, con dibujos navideños y el nombre de una juguetería.  

—¿Están ahí? ¿Hay regalos? —le preguntó Anita, inquieta como un gorrioncillo.

—Qué va, Anita. Aquí sólo hay unas mantas y cosas viejas —respondió el hermano, al tiempo que cerraba aquella puerta de los secretos.

A continuación bajó de la cómoda a la butaca y se puso de nuevo las zapatillas. Anita lo miraba como a un héroe,  y después los dos salieron del cuarto de sus padres. En ese momento se abrió la puerta de la calle.

—Niños, ya estoy aquí —dijo la madre—. Habéis sido buenos, ¿verdad?


viernes, 2 de diciembre de 2022

Invitados

Para Sara, en el recuerdo


Al llegar estas fechas en que vamos despidiendo un año y preparando la bienvenida al siguiente, parece como si el mero cambio de año, con la temporada navideña por medio, marcase una frontera vital, una nítida línea temporal que señalara la llegada de un después mejor que el antes.

Aprovechando ese espíritu de cambio, de esperanza en lo mejor y de buenos deseos, tenemos la costumbre en este blog, como quizá algunos de ustedes recuerden, de invitar a varios amigos, todos ellos personas de mente preclara y sabiduría práctica, para que nos iluminen y nos ayuden a recorrer los caminos que transitamos cada día.

Nuestros invitados vienen, como siempre, de diversas épocas y partes del mundo, pero sus ideas son universales. Y nos inspiran así el sentimiento de que por muy dispares que sean los lugares temporales y geográficos que habitemos, los "lugares emocionales" son los mismos para todos nosotros.

En esta ocasión, el primero de nuestros sabios  nos invita a huir de las quejas por aquello que no está en nuestra mano controlar o cambiar:

Trata de saborear la vida, y aprende que la peor filosofía es la del llorón que se tumba en la orilla del río para lamentarse del curso incesante de las aguas. Su oficio es no pararse nunca. Acomódate a la ley y trata de aprovecharla.

 Joaquim Maria Machado de Assis. Memorias póstumas de Blas Cubas (1881)

 *** 

Y mientras desechamos los lamentos, procuremos afianzar nuestra paciencia, pues, aunque a veces no nos lo parezca, todo llega, en su momento:

[...] sólo hay que esperar a que a uno le llegue su turno. En la vida terrenal las recompensas no se reparten con facilidad, pero al final, a pesar de todo, recibimos nuestra parte.

 Dezsö Kostolányi. Kornél Esti. Un héroe de su tiempo (1933)

 ***

Una parte fundamental de la vida son nuestras relaciones con los demás, en las que demostraremos nuestra calidad humana. Sin embargo, cuántas veces la denigramos con comportamientos mezquinos.

Peleándonos no haremos sino imitar a la inmensa mayoría de la humanidad [...] Hagamos algo mejor. Demostremos que somos lo bastante generosos para pasar por alto los pequeños malentendidos. Procediendo de este modo nos honraremos a nosotros mismos. De lo contrario, representaremos meramente una comedia para diversión de nuestras amistades.

 William Godwin. Las aventuras de Caleb Willliams (1794)

*** 

Y si queremos que nuestra vida y nuestras relaciones sean constructivas, edificantes y felices, nada mejor que cultivar las buenas amistades:

[...] pero nosotros hemos experimentado lo que hace indisolubles las amistades: hay entre nosotros ese intercambio constante de impresiones felices de una y otra parte que tal vez haga de la amistad, bajo ese aspecto, algo más rico que el amor.

Honoré de Balzac. La falsa amante (1841)

 

***

Espero que nunca les falten a ustedes palabras sabias y sensatas que les sirvan de orientación, de inspiración y de compañía.


foto: Ángeles


-Joaquim Maria Machado de Assis. Memorias póstumas de Blas Cubas (Alianza, 2018). Traducción de José Ángel Cilleruelo.
-Dezsö Kostolányi. Kornél Esti. Un héroe de su tiempo (Bruguera, 2007). Traducción de Mária Szijj.
-William Godwin. Las aventuras de Caleb Willliams (Valdemar, 1996). Traducción de Francisco Torres Oliver.
-Honoré de Balzac. La falsa amante (Ediciones Invisibles, 2019). Traducción de José Ramón Monreal Salvador.

jueves, 17 de noviembre de 2022

Ahora que sé

(Inspirado por "Cuando fui mortal", de Javier Marías)

Leí una vez que convertirse en fantasma era una maldición, porque quien llega a este estado perpetuo y estático, adquiere la capacidad de recordarlo todo, incluso aquello de lo que no pudo tener noticia mientras fue mortal pero que de un modo u otro le concernía.

Yo también creí, mientras fui material, que era mejor no saberlo todo, que ignorar ciertos hechos y circunstancias era lo conveniente para vivir sin demasiado desasosiego.

Sin embargo, ahora que yo misma soy un fantasma y que, efectivamente, he adquirido esa capacidad de recordar hasta lo que no supe en su momento, he descubierto que éste no es un estado de crueldad, como había leído, sino de alivio. Porque ahora puedo ver lo equivocada que estuve en muchas ocasiones, los temores infundados que sufrí y las opiniones erradas que me formé.  No, saber no es una maldición, sino todo lo contrario. Ahora me he liberado de temores e inseguridades nacidos de la ignorancia y que me mortificaron sin justificación.

Recuerdo, por ejemplo, la época, cercana a mi jubilación, en que estuve convencida de que mis compañeros de trabajo me compadecían por mi edad y mi torpeza. Yo me sentía incapaz de aprender cosas nuevas, temía encontrarme con programas informáticos nuevos, con protocolos nuevos, y pensaba que los demás, más jóvenes y más inteligentes, sentían cierto rechazo y lástima por mí, y que los jefes ya me consideraban un lastre, un estorbo.

Ahora, al poder recordar aquellos días al completo, en todas sus dimensiones, he sabido que estaba del todo equivocada, y que cuando veía que mis compañeros y jefes murmuraban sobre mí, no pronunciaban sino elogios por mi capacidad para adaptarme a los cambios y por el ritmo de trabajo que seguía manteniendo. Es  decir, eran mis complejos y mi inseguridad lo que me hacía ver una realidad que no existía; y mi limitado punto de vista humano lo que me impedía ver la que sí existía. Así que esta capacidad de conocer me ha proporcionado un gran alivio y un gran sentimiento de gratitud por aquellas personas. Y sólo por eso la eternidad merece la pena.

También recuerdo el día en que murió mi hermana, la pena insoportable, la sensación de error, de injusticia; la imposibilidad de aceptar el hecho, y la frustración por no saber qué había ocurrido, por qué aquella muerte repentina por una enfermedad que nos había ocultado. Ahora veo todo aquello otra vez pero en su totalidad. Veo a mi hermana escribiendo en su diario sobre su estado, sobre su deterioro mental, el mismo que pronto le impediría volver a escribir y a leer;  y sobre su profundo deseo de morir antes de que llegara ese momento. La veo preguntarse si para morir sería suficiente el deseo, la falta de voluntad de vivir. Y entonces veo que su muerte fue, por terrible que resulte decirlo, una bendición, una piadosa evitación de una agonía que habría resultado mucho más dolorosa que la propia muerte.

Así que esta capacidad de conocerlo todo  me ha liberado de penas, decepciones y temores que por falta de información  sufrí cuando fui material, y que me habrían acompañado en este deambular infinito y fantasmal, haciendo de mi eternidad un calvario.

Pero hay algo más, quizá más reconfortante aún para mí, y es que las personas a las que quise y todas aquellas con las que tuve alguna clase de relación, también han llegado o llegarán a este estado, y entonces ellas también sentirán el alivio de saber. Se disiparán todas las nubes y por fin todos conoceremos la paz y el sosiego, lo que tantas veces nos faltó mientras fuimos materiales.



martes, 1 de noviembre de 2022

Idio-

En la entrada anterior mencioné, de pasada, el concepto de "idiotismo lingüístico", y ahora me gustaría dedicarle un poco de atención.

No sé si ustedes se han preguntado alguna vez si palabras como "idioma", "idiolecto", "idiosincrasia" o "idiota" tienen un origen común, ya que comparten el prefijo "idio-". Yo sí me lo pregunté una vez, y averigüé lo siguiente.

El prefijo idio-  deriva del griego ídios y significa "privado", "particular", "propio", "especial". Por lo tanto, el idioma es el "lenguaje propio"; el idiolecto (de ídios y dialecto) es la forma particular de expresarse cada uno, y la idiosincrasia (de ídios y sýncrasis) es, literalmente, el "temperamento propio".

Por otro lado, idiota proviene del latín idiota, que tenía el sentido de "ignorante" o "profano en una materia", y que a su vez deriva del griego idiṓtēs, que designaba al ciudadano privado, al hombre común.

Como se ve, pues, todas estas palabras tienen efectivamente un origen común y engloban la noción de  lo que es propio, singular o característico.

Sin embargo el concepto que nos ocupa, el "idiotismo", puede sonar  a "idiotez", a algo propio de un idiota (en el sentido actual de "corto de entendimiento").  Pero no, un idiotismo no es lo mismo que una idiotez, y la clave está en lo que acabamos de ver sobre el prefijo -idio.  

La palabra "idiotismo" procede del latín idiotismus, que significa "locución propia de una lengua" y que procede a su vez del griego idiōtismós, "habla común".

Más concretamente, el término idiotismo se aplica a construcciones que no siguen las normas gramaticales. Dicho de otro modo, los idiotismos son giros o expresiones peculiares, propios de una lengua, que no responden a las reglas de la gramática de esa lengua.

Ejemplos clásicos de estos giros que  van en contra de la lógica gramatical son "a pie(s) juntillas" y "a ojos vista(s)", en los que son evidentes las faltas de concordancia de género y número entre los elementos de cada expresión.

Y también son ejemplos de idiotismos lingüísticos el dequeísmo y el queísmo, las formas verbales de segunda persona en pasado terminados en -s, como "dijistes", "pensastes", etc.; las redundancias como "cita previa", y, me parece a mí, expresiones como "sí o sí", "no poder por menos de/que", "hasta que no" o "como no podía ser de otro modo".

Se podría decir por lo tanto que los idiotismos forman parte del idioma, que cada uno tenemos nuestro idiolecto, y que tanto los idiotismos como el idiolecto forman parte de nuestra idiosincrasia. Y espero que nada de esto les parezca a ustedes una idiotez.


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domingo, 16 de octubre de 2022

Me trae de cabeza

Ya saben ustedes que las palabras, el lenguaje y su utilización son para mí una especie de obsesión. O una pasión. O lo que sea. El caso es que todo lo relacionado con la "arquitectura" de las frases, los diversos usos de la lengua, las posibilidades del lenguaje, sus misterios, sus sorpresas, sus vueltas y revueltas me fascina y me maravilla.

Pero hay ocasiones, también lo saben ustedes, en que determinados usos imprudentes o alocados de las palabras me desconciertan y me aturden. Y como ejemplo de usos desconcertantes están esas expresiones que se repiten constantemente, como cansina y pesada muletilla, que dan idea de la capacidad expresiva del hablante y que contribuyen a empobrecer un poquito más el idioma.

Una de esas expresiones recurrentes y  archirrepetidas es la desconcertante "sí o sí", que a mí me trae de cabeza porque no le encuentro lógica alguna.

Sí le encontraría lógica si se utilizara en sustitución irónica de  "si o no". Por ejemplo, si a un alumno díscolo le decimos: "Pascualito, ¿vas a hacer la tarea, sí o no?", corremos el riesgo de que el insurrecto infante crea que le estamos dando a elegir y diga: "No". Entonces, para evitar esa posibilidad, podríamos recurrir a la retranca y decirle: "Pascualito, ¿vas a hacer la tarea, sí o sí?", con lo cual Pascualito -teóricamente- sólo podría responder "Sí", porque no le damos otra opción.

Pero el caso es que comúnmente el dichoso "sí o sí" se emplea en contextos en los que no sustituye a la fórmula "sí o no" sino otras  como "Quieras o no", "Nos guste o no", "sin remedio", "por narices", y tantas otras que expresan que no tenemos alternativa,  que no hay más remedio que hacer lo que sea, que no hay posibilidad de negarse. Como en: "La luz está muy cara, pero tenemos que pagarla nos guste o no".

De modo que con excesiva frecuencia oímos frases como: "Tengo que aprobar el examen sí o sí";  "Tenemos que ir a la cena sí o sí",  "Tenemos que pagar la luz sí o sí"... Y a mí, de tanto escucharlo, el soniquete se me hace repelente, esa es la verdad. Porque esta fórmula, dicha en broma, como posiblemente fue en origen, como un giro ocurrente y propio del habla coloquial, no está mal, tiene su gracia y su contundencia. Pero se ha vuelto tan recurrente que se emplea en todos los contextos, hablados y escritos, tanto formales como informales, y la emplean los locutores de televisión y radio, los políticos, los profesionales de cualquier ámbito, las personas de toda condición y edad.

Y es que parece que, por alguna razón que yo no logro imaginar, a muchos hablantes les gusta expresarse así, utilizando palabras y frases manidas, repetidas y manoseadas, de manera que éstas acaban desplazando y arrinconando a muchas que otras que ya nunca o muy rara vez vuelven a oírse.

En resumidas cuentas, no sé si en verdad el consabido "sí o sí" carece de lógica gramatical (lo que la convertiría en un idiotismo lingüístico) o si es que yo, por alguna deficiencia personal, no se la encuentro. Pero lo que sí sé es que de tan repetida resulta cargante, enojosa y pesada para el oído, y hace que el discurso resulte un tanto disminuido y muy poco elegante.


 

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sábado, 1 de octubre de 2022

Querido blog

Querido blog:

Discúlpame por el poco caso que te hago últimamente. Sé que te sientes un poco olvidado, un poco abandonado. Y sé que lo peor no es que yo no venga a escribir, a darte un nuevo texto para actualizar tu estado, para que te sientas vivo y atendido. Sé que lo peor, lo que más tristeza te causa, es que si no tienes entradas nuevas tampoco tienes la visita y los comentarios de los amable seguidores que te leen.

Debes saber que si no vengo a escribir no es por pereza, ni por dejadez ni por cansancio. Nada de eso: yo te echo de menos, no lo dudes. Y también echo de menos, cómo no, a esos lectores que tanta compañía nos hacen y que tanta vida y tantas ideas nos aportan.

Pero ya sabes lo que dicen: la vida se mete por medio y a veces nos mantiene tan ocupados con cosas del mundo exterior que nos deja sin tiempo, incluso sin energía, para dedicarnos a este otro mundo virtual, íntimo y silencioso, en el que nos sentimos tan a gusto.

A pesar de todo, no te preocupes, querido blog, que yo no te olvido. Cómo voy a olvidarte después de tanta alegría y tantas satisfacciones como me has proporcionado; después de tantos ratos estupendos que llevo pasados aquí, durante doce años. Cómo voy a olvidarte si eres parte de mí.

Ya pronto vendré de nuevo, y así verás que aunque a veces tarde un poco, siempre vuelvo. Y espero que esos lectores a los que  tanto aprecias y tanto añoras vuelvan también para seguir haciéndonos compañía y compartiendo con nosotros sus agudas reflexiones, su afecto y su salero.

Así que hasta muy pronto, querido blog, y no olvides que siempre te llevo en el corazón.


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martes, 23 de agosto de 2022

Perspicere

Hace un par de días me topé, en un texto en inglés, con una palabra (una de tantas) que no conocía: perspicuity. Me sonó en seguida a perspicacia, pero como este significado no encajaba del todo bien en el contexto y además yo siempre ando atenta a los falsos amigos eché mano al diccionario sin dilación para asegurarme. 

El diccionario me dijo que perspicuity significa, precisamente, perspicuidad. Es decir, perspicuity no es un falso amigo sino un amigo verdadero, un amigo que es lo que aparenta y aparenta lo que es. 

La equivalencia española, la palabra perspicuidad, me era desconocida, obviamente, así que la busqué también, y el diccionario me indicó que significa "claridad", "precisión", "lucidez", y que el adjetivo correspondiente es "perspicuo". 

Y como estos conceptos de claridad y lucidez encajaban a la perfección en el texto inglés en el que encontré perspicuity, podría haberme quedado ahí, con mi duda resuelta y tan contenta.

Pero como perspicuidad y perspicuo sonaban también, claramente, a perspicacia,  recurrí entonces a mi querido amigo el diccionario etimológico, para ver si me equivocaba mucho o si iba por buen camino. Ya saben ustedes que, al igual que con los falsos amigos, también hay que andar atentos a la traicionera paretología o etimología popular, que nos lleva a asociar palabras por intuición, cuando la similitud entre ellas nos hace pensar que una debe de provenir de la otra.

Lo cierto es que no me equivocaba del todo, porque tanto perspicuidad como perspicacia (y perspicuo y perspicaz) derivan del latín perspicere, que significa "mirar atentamente o a través de algo". 

Ya sí que tenía resultas todas mis dudas respecto a estas palabras, pero más allá de lo puramente semántico y etimológico, todavía me esperaba otra sorpresita. Resultó que ese mismo día, por la noche, un amigo con el que mantuve una breve conversación por whatsapp, me dijo, por algo que no viene al caso, que yo había sido muy perspicaz. Sonreí para mis adentros al recordar que por la tarde yo había estado dándole vueltas a esa palabra precisamente. 

Pero para redondear aún más la cosa, durante la conversación este amigo hizo referencia al famoso relato de Borges "Funes el memorioso", y como hacía mucho de la última vez que lo leí, no recordaba determinados detalles. Lógicamente, al cabo de un rato ya estaba yo con un volumen de Borges en las manos, releyendo el relato, y al llegar al segundo párrafo me encontré con esta frase: "Mi primer recuerdo de Funes es muy perspicuo."

Por un momento me quedé mirando al vacío, pasmada ante semejante coincidencia. Después, en cuanto me repuse del asombro, me dije que tenía que contarles a ustedes este caso casual, tan portentoso, me parece a mí, que se diría ideado por el propio Borges.


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domingo, 17 de julio de 2022

Una víctima discreta

(Divertimento veraniego)


Radio 24, veinticuatro horas de información, veinticuatro horas de actualidad...

la policía investiga el asesinato de un hombre  que fue hallado sin vida el martes pasado en su domicilio. Los vecinos del inmueble en el que residía la víctima han prestado declaración…

 

—No, yo no vi ni escuché nada, pero viviendo en el 7º es normal que no me entere de lo que pasa en el 3º... Me enteré porque vinieron los vecinos del 4º a decírmelo. Es que aquí todo el mundo cuenta conmigo para todo, sabe usted, me lo consultan todo, cosas de la comunidad, del banco... porque yo tengo mucho conocimiento para esas cosas, los papeleos, los trámites. Podría haber sido abogado si hubiera querido. A este hombre, el fallecido, lo conocía poco, parece que no hablaba con nadie, que era muy discreto. Aunque creo yo que tenía amistad con alguien del 8º. Un par de veces lo vi en mi rellano mientras yo esperaba el ascensor y él subía por las escaleras. Un poco raro me pareció. Las dos veces me dijo que iba a la azotea, aunque yo no le pregunté. Me parece a mí que lo decía para justificarse. Yo tengo mucho ojo para eso, sabe usted, en seguida me doy cuenta de cómo es cada cual. Podría haber sido psicólogo. Pero se le veía buena persona, eso sí. No lo veo yo metido en ninguna clase de jaleo. Yo creo que  lo han matado por error, que iban buscando a otro y se han equivocado de hombre. Investiguen ustedes por ese lado, háganme caso, que yo tengo mucho ojo para estas cosas. Podría haber sido policía.

***

—Era uno de esos… de los que espían a las mujeres. A mí por lo menos me espiaba. Se ve que estaba obsesionado conmigo... Sí, por ejemplo, su lavadero está frente al mío, y cada vez que yo tendía mi ropa me daba cuenta de que él estaba detrás del visillo, mirándome. Y cuando tendía él, aprovechaba para mirar con disimulo mi tendedor. Y no creo que le interesaran mis paños de cocina, ya me entiende usted. Y otra cosa: siempre que entraba o salía de su casa, miraba hacia mi puerta, no fallaba... Pues lo sé porque lo veía por la mirilla... No, siempre estaba solo. Salía para el trabajo a las ocho y  volvía a las tres menos cuarto; algunas veces después de las tres, cuando pasaba por el súper antes de subir... Pues lo sé porque siempre que llegaba después de las tres venía con un par de bolsas. Y ya no volvía a salir. Era de costumbres fijas, eso se lo puedo asegurar. Bueno, algunas noches lo vi que salía y se iba por las escaleras. A mí me parece que tenía amistad con alguno de los vecinos de arriba,  pero no subía en el ascensor. Otra de sus rarezas. La verdad es que a mí no me extraña mucho lo que le ha pasado,  porque estas personas así, un poco perturbadas, nunca se sabe con quién se juntan ni en qué líos andan.

 ***

—Menuda faenita para ustedes, ¿no? Un muerto ahí, sin pistas, sin huellas, sin móvil. Bueno, móvil tendría el hombre, digo yo, je, je... ¿No me ha entendido usted? Digo que no hay móvil para el asesinato, como dicen en las películas, pero que un móvil tendría, ¿no? Sí, hombre, un móvil, un teléfono móvil... No, yo no lo conocía mucho, sólo de buenos días y buenas tardes. No, no escuché nada. Yo vivo en el quinto. En el quinto pino, ja, ja. ¿Y sabe usted dónde vive el ciego? Pues en el no-ve-no-ve, ja, ja. Joder, pues sí que son serios ustedes, madre mía... No, en realidad no lo conocía, era de esas personas discretas, que pasan desapercibidas. Vamos, que no se va a notar mucho que se haya muerto.

 ***

—Yo vivo en el 2ºA, o sea debajo del pobre Ernesto. Qué buen muchacho era, tan discreto y tan amable. Siempre que coincidía con él me ayudaba. ¿Cómo dice usted? No, si hubiera habido algún ruido yo lo habría oído. Mi mujer dice que exagero, pero no es verdad, los ciegos oímos mucho mejor que la mayoría. Por las mañanas yo oía su despertador, la ducha, la cafetera... así que imagínese usted si habría oído una discusión o una pelea. Yo creo que quien haya sido era alguien que conocía y él mismo le abrió la puerta.  Y entonces lo mataron sin que él se diera cuenta, por detrás. Pobre hombre... ¿Cómo dice? No, siempre iba sólo, por lo menos yo nunca lo oí hablar con nadie.

 ***

 —Sí, en el 8º C vivo yo. No,  yo no trataba con él, no he hablado nunca con él. Era un hombre muy discreto... o sea, eso es lo que he oído decir, porque ya le digo que yo no lo conocía. ¿Que yo tenía amistad con él? No, señor, de eso nada... Pues el que le haya dicho eso es un mentiroso. A la gente le gusta mucho meter las narices en la vida de los demás... ¿Que subía a mi casa? Ni hablar, es imposible que nadie nos haya visto. O sea, que nos hubieran visto en caso de que… en fin, que no, que yo no tenía ningún trato con él, ya se lo he dicho...

***


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lunes, 27 de junio de 2022

La isla de las emociones

En estos días veraniegos Juguetes del viento ha celebrado su decimocuarto aniblogsario. Es lo que se llama un blog persistente. Y para celebrar estos catorce años me gustaría recordar junto con ustedes, que tanto tienen que ver con la perdurabilidad de este espacio,  una de las muchas entradas que conforman la historia del blog. Espero que les guste y que sigan acompañándome como hasta ahora, aunque yo no sepa expresar cuánto agradezco su presencia y cuánto me inspira

*


Yo sólo creo en los cuentos/nunca apuesto por la verdad,
sé que la vida es un sueño/pero el libro es real.
Yo no confío en los hechos/no me pone la realidad
es más fuerte un solo poeta/que una tropa vulgar.
(Conde. El último de los creyentes)


No hace mucho, leyendo La educación sentimental de Flaubert, volví a comprobar  que las novelas están escritas para cada uno de nosotros, para decirnos algo que nos hace falta o nos conviene saber.

En esta ocasión en particular, al leer determinados pasajes de la novela he comprendido lo que una persona allegada a mí me decía hace unos meses y que yo no llegaba a entender. Y en general, leyendo las vicisitudes de los protagonistas de la historia he visto reproducidas actitudes ajenas y propias y he comprendido con claridad el porqué de unas y  las repercusiones de otras.

Estos efectos que tienen las novelas, las historias en general, los constatamos en muchas ocasiones. Cualquier persona que tenga el hábito de leer ficción, especialmente lo que solemos llamar “gran literatura”, habrá tenido esa sensación de que la historia parece escrita expresamente para quien la lee; de que el autor, con lo que le cuenta, le da pistas para entender mejor las relaciones humanas y por lo tanto le ayuda a vivir mejor.

Que un escritor nos hable a nosotros personalmente, a través del tiempo, de los siglos incluso, puede parecer cosa esotérica o ensoñación de mentes románticas. Y puede que incluso nos guste considerar que así es. Pero lo cierto es que esto tiene fundamento científico.

Parece ser que nuestro cerebro se maneja mejor con los cuentos que con los hechos, como dice el poeta. Y es que recordamos mejor, entendemos mejor y aprendemos más de aquello que se nos cuenta con estructura narrativa y con personajes que actúan e interactúan entre sí. En cambio, la mera información  sobre  hechos determinados deja en nuestro cerebro una impresión mucho más leve y pasajera.

¿Y por qué ocurre esto? Cuando nos hablan o leemos sobre cualquier asunto, las palabras mediante las cuales recibimos esa información llegan a  las áreas del cerebro encargadas  de procesar el lenguaje. Entendemos el mensaje, pero  ya está.

Sin embargo, cuando nos narran una historia se ponen en funcionamiento no sólo esas áreas que procesan el significado de las palabras sino también otras áreas que  se activan cuando experimentamos en la vida real hechos similares y las emociones correspondientes.

Dicho de otro modo, nuestro cerebro no establece diferencias entre las sensaciones y sentimientos que experimentamos en la vida real y los que experimentamos a través de una historia. Y nos identificamos con los personajes y las situaciones porque recibimos esa “sensación de realidad”, e incluso la asociamos con experiencias similares previas.

Curiosamente, hay un área del cerebro relacionada con las emociones, una “pieza” fundamental llamada ínsula, que es bastante desconocida aún. Es ahora, desde hace pocos años, cuando los científicos están empezando a comprender su función y su importancia en el proceso de las experiencias emocionales y físicas que van asociadas a diferentes estímulos.

Por eso yo, a partir de ahora, cuando lea una historia, además de darle las gracias a Flaubert y a quien corresponda en cada caso, por sus enseñanzas, me acordaré también de esa ínsula misteriosa, de esa pequeña isla en la que se esconde el mapa secreto de nuestras emociones.






Entrada publicada originalmente el 21/02/2015

viernes, 20 de mayo de 2022

Tigres siberianos

No me canso de decirlo: en las palabras hay magia. La forma en que se relacionan unas con otras, ya sea  como hermanas o bien como familiares lejanos en los que es difícil percibir el parentesco; la manera en que derivan unas de otras, aunque  después cada una siga su propio camino, y las formas en que nos revelan sus misterios, todo eso sin duda tiene que ver con la magia.

Y así, cuando tarde o temprano descubrimos esos parentescos, las relaciones misteriosas que a veces tienen las palabras,  nos asombramos tanto como si un mago sacase de la chistera, en vez de un conejito blanco o una paloma, un tremendo tigre siberiano.

Como ya saben ustedes, a mí me dan unos terribles ataques de curiosidad cuando me cruzo con una palabra que no conozco o que me hace pensar en otra con la que le sospecho un origen común. Y en este segundo caso mi departamento cerebral de paretología (o etimología popular) me lleva a atribuirles algún parentesco.  Y entonces, claro está, no me queda más remedio que hurgar en la chistera a ver si descubro algún tigre siberiano.

Es lo que me ocurrió no hace mucho con la palabra présbite.

Leí en un libro que uno de los personajes leía el periódico alejándolo de sí "porque era présbite". Yo en seguida pensé que "présbite" debía de ser otra forma de "presbítero", es decir un eclesiástico de determinado rango. Pero claro, al mismo tiempo me pregunté qué tendría que ver el rango eclesiástico con el hecho de tener que alejar el periódico para leerlo.

Entonces se me apareció, como flotando delante de mí, la palabra "presbicia", y me dije: "Tate, ¿será que la persona que padece presbicia es présbite, lo mismo que el que padece miopía es miope?"

Y efectivamente, en seguida comprobé que el présbite es quien padece presbicia. Y de camino supe que la palabra presbicia procede del francés presbytie, y éste a su vez del griego presbytes, que significa, fíjense, "anciano". Es decir, que hacerse mayor, o sea, présbite, nos aboca a la presbicia. O, al revés, padecer presbicia nos convierte en présbites, ya que la presbicia aparece con la edad.

Pues bien, ya había descubierto lo referente a "présbite", pero me quedaba el cabo suelto del "presbítero". Puede que fuese cosa de mi departamento de etimología popular, pero el caso es que me parecía clarísimo el parentesco entre  el présbite y el presbítero. Así que curioseé un poco más en la chistera y resultó que no me equivoca. En efecto, existe la sospechada relación, ya que "presbítero" proviene del latín presbyter y éste del griego presbýteros, que significa literalmente "más anciano".

Es decir, cuando un eclasiástico llega a presbítero no es ya sólo presbytes (anciano) sino presbýteros, por lo cual lo más probable es que padezca presbicia. Así, además de presbítero será présbite, lo cual convertiría al presbítero prácticamente en una redundancia de sí mismo.

Ocurre con las palabras  como con la magia, que nos despista y nos hace dudar con sus pases de acá para allá, con sus vueltas y revueltas, pero siempre acaba mostrándonos algún fascinante tigre siberiano.


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domingo, 24 de abril de 2022

No sólo para leer

Algunas personas llegan a reunir una cantidad importante de libros, y en esos casos es habitual que otras personas les pregunten si los han leído todos. Como si los libros sólo se tuvieran por su utilidad como fuente de lectura. Si así fuera, desde luego, carecería de sentido tener muchos más libros de los que se pueden leer en una vida.  

Pero los libros se tienen por otras razones, además de para leerlos. Por algo existen palabras como bibliomanía y bibliofilia, o esa otra, japonesa, que están tan de moda (aunque se originó en el siglo XIX), que es tsundoku, y que se usa para referirse a los libros comprados y no leídos que se van apilando en casa.

El caso es que parece difícil explicar, a quien no comparta esa pasión de la bibliomanía, por qué se tienen los libros a pesar de que posiblemente no se vayan a leer nunca. Ni siquiera Umberto Eco, el gran sabio, tenía una respuesta definitiva, sino varias diferentes, para cuando le preguntaban si había leído los treinta mil volúmenes que tenía en casa.  Y una de ellas, según cuenta él mismo en Nadie acabará con los libros, era: "No, no he leído ninguno de estos libros. Si no, ¿para que iba a tenerlos?" 

Según esta respuesta,  la verdadera biblioteca sería la de los libros no leídos, lo que me parece una idea interesante.

Sobre este asunto de la acumulación de libros he leído últimamente diversos artículos. Y me ha llamado la atención que en todos ellos se repiten las mismas ideas y los mismos argumentos.  Por ejemplo, se dice que no hay que sentirse culpable por tener libros sin leer amontonados en casa. Y que lo bueno de esos libros sin leer es que son un recordatorio de nuestra ignorancia, de lo mucho que nos queda por aprender. Y para rematar, se hace referencia frecuente al término antibiblioteca, acuñado por el ensayista Nassin Taleb para denominar esas colecciones de libros no leídos, y que a mí, por cierto, me parece una palabra muy fea y desacertada.

Es decir, al mismo tiempo que defienden la "manía" librera, que la ensalzan y la recomiendan, hablan del asunto en términos muy negativos. Porque, vistos así, da la sensación de que los libros fuesen algo malo asociado a la culpabilidad; y de que fuesen como institutrices regañonas que nos reprocharan nuestra incultura. Y como si los libros se leyesen con la finalidad de adquirir conocimientos.

En ninguno de esos artículos se habla del puro deleite de leer, de disfrutar con una historia y con un lenguaje esmerado. Ni de la relajación, la evasión, la diversión y las emociones diversas que un libro puede hacernos sentir; ni de la compañía que proporcionan, o el consuelo que puede traernos el vernos reflejados en sus personajes y situaciones.

Todo eso puede darnos la lectura,  y yo creo que para eso leemos. Por eso tener libros sin leer a mí no me hace pensar en lo ignorante que soy, sino en los buenos ratos que esos libros me proporcionarán, de un modo u otro. Cuando veo libros sin leer no veo maestros dispuestos a llenarme la cabeza de conocimientos. Lo que veo es un mundo de posibilidades, todas felices. Creo que eso son los libros: una posibilidad, una promesa de gratas emociones. También de conocimientos, por supuesto, pero mucho más que eso.

A mí, como a tantas personas, me gusta tener libros a mi alrededor, porque eso me hace sentir que el mundo es infinito y está lleno de vidas y circunstancias, todas interesantes; que hay muchas otras realidades dentro de la realidad en la que vivimos, muchos "mundos posibles", lo que enriquece de manera incalculable nuestra visión de las cosas y de nosotros mismos. Y no siento más que gratitud al pensar en la inteligencia, la sensibilidad y el trabajo de quienes tienen la capacidad de crear realidades y emocionarnos con ellas.

Creo que no hay que explicar ni justificar el amor a la lectura ni la pasión por los libros, como fuente de lectura y como objetos, porque es algo que resulta natural, innato y consustancial para quien lo disfruta. Y para quien necesite explicaciones quizá ninguna sea suficiente. Pero el caso es que  hablamos de ello constantemente, quizá porque el hecho de hablar de lo que amamos es una consecuencia inevitable de ese amor.


 


lunes, 28 de marzo de 2022

Mi aleph

(Inspirado por "El aleph", de J. L. Borges)


Abrí la doble puerta del armario, y allí, delante de las toallas, estaba el aleph. Flotaba ingrávido como una pompa de jabón, irisado, satinado y perfecto. Acerqué el dedo para tocarlo, pero temí alterar su naturaleza y retiré la mano. 

Di un paso atrás para contemplarlo mejor, pero en seguida las imágenes que contenía —o que generaba a cada instante, no lo sé— hicieron que perdiera de vista la esfera en sí y sólo pudiera concentrarme en el espectáculo imposible que me ofrecía.

Allí, en aquel orbe maravilloso, pude verlo todo, lo accesible y lo inaccesible. Pude ver las nubes en movimiento y las gotas de agua que contenían; los mares calmos y los bravos y un volcán en erupción; pude ver la primera casa en la que viví y la última en la que viviré; pude ver  a mi madre consolándome lágrimas infantiles; pude ver las muñecas con las que jugué y mi próximo viaje a París; pude ver un prado verde blanco de margaritas, y una locomotora de vapor; los rascacielos luminosos de Tokio y a un hombre que fumaba a escondidas en el baño de un hospital; pude ver un iglú y un molino de viento y un faro en el mar, y pude ver las auroras boreales.

Pude ver a las mujeres con miriñaque paseando por Regent Street y la nebulosa marca que un cuadro desaparecido había dejado en una pared;  pude verme dormida y pude ver el sueño que estaba soñando; pude ver la huella humana en la luna, y en el fondo de una mina negra, el brillo de un diamante; pude ver melodías y flores; pájaros y libros; pude ver un cementerio olvidado y una rosa aún viva sobre una lápida; pude ver a mi primer amor besando a su primer amor; y a Dickens visitando a Poe; pude ver rocas ingentes en mitad de un bosque y una hormiga que cargaba una hoja de eucalipto; pude ver una batalla de espadas y a un niño que brillaba delante de un árbol de Navidad; y pude verte a ti y a mí viéndote a ti.

Y al poder verlo todo me sentí suprema y me sentí minúscula, y después lloré porque ya no me quedaba nada con lo que soñar. 


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domingo, 6 de marzo de 2022

Libros únicos

Sé que a muchas personas no les gustan los libros de segunda mano, y eso algo que, por supuesto, no me cuesta comprender.

Sin embargo, ya lo he dicho aquí muchas veces, a mí me parece que los libros usados tienen un carácter especial, porque llevan en sí la esencia de una vida anterior, en la que los amaron, los disfrutaron, o tal vez los desdeñaron. Son libros con experiencia, libros que han vivido y que llegan a nosotros buscando otras manos, otros ojos que sigan dándoles utilidad, sacando provecho de ellos; o tal vez esperando el aprecio que aún no han recibido.

También hemos hablado ya aquí de libros que se ponen a la venta en segunda mano llevando en su interior, como si fuese un corazón, una carta, una nota, un mensaje que los hace únicos, aunque haya por el mundo miles de ejemplares del  mismo título.

Hace un par de semanas un amigo me mostró un libro que había comprado por internet, de segunda mano, a un vendedor particular. El libro está impecable, muy bien cuidado, y tiene las iniciales de su dueño anterior escritas a lápiz, en la esquina superior derecha de la guarda. Una firma discreta, un "ex libris" manual y humilde, que no quiere molestar.

Dentro del libro, y esto es lo que me interesa contar aquí, había una carta. Una carta llena de amor que la vendedora, hija del dueño del libro, había incluido al enviar el ejemplar.

En la carta, la vendedora  se presenta y da las gracias al comprador por su pedido, y a continuación cuenta brevemente que dicho libro es uno de los veinticinco mil volúmenes que conforman la biblioteca de su padre, fallecido el año pasado y que fue reuniendo desde pequeño.

Ahora ella, como heredera de tan magnífica colección, ha de dejar que los libros salgan al mundo, para que lleguen a otras personas, a otros lectores que tendrán así la oportunidad de disfrutarlos, de beneficiarse  del tesoro intangible que cada uno conserva entre sus páginas.

La autora de esta conmovedora carta habla de los "amados libros" de su padre, que ahora "tienen la oportunidad de escribir una nueva historia", y añade que está segura de que eso es lo que a él le habría gustado.

Sin duda, como también hemos dicho ya en otras ocasiones, los libros de segunda mano tienen dos historias que contar: la que recogen sus páginas y que todos podemos leer, y la historia particular de cada volumen, que no queda recogida en las páginas pero que de alguna manera impregna el libro, y que la mayoría de las veces sólo podemos imaginar o soñar.

No obstante, algunas veces, gracias a la especial sensibilidad de una persona, tenemos la extraordinaria posibilidad de conocer esa segunda historia de un libro, esa historia paralela y exclusiva, que puede llegar a emocionarnos igual que una de nuestras novelas favoritas.


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sábado, 19 de febrero de 2022

Lenguaje tecnoflash

Ya en otras ocasiones hemos dedicado espacio en este modesto blog a ese lenguaje superchuli y megaguay que utilizan algunos para darle lustre y realce a su discurso. Sobre todo cuando ese discurso es un poquito simplón.

Quizá algunos de ustedes recuerden aquellos casos de lenguaje memotécnico que tanto deleite proporciona al oyente atento; o ese lenguaje ténico cuya utilización queda sólo al alcance de los más expertos y sofisticados hablantes.

Lo mejor del asunto es que estas palabras y expresiones tan pintureras y campanudas no dejan de aparecer y prosperar como florecillas regadas con el agua de la modernidad y la innovación. Y, para remate del tomate, estas florecillas reciben cada vez con más frecuencia el abono de la lengua anglosajona, lo que, sin duda alguna, fortalece su carácter rutilante y mentecato.

Como ejemplo de lo que estamos diciendo, valga el caso de las personas que, al ser amantes de estas expresiones técnicas y novedosas, no van al médico, sino al "proveedor de atención médica"; o el de aquellos que intentan venderte un "centro de fregado", mientras te ofrecen un simple cubo y una fregona.

Otros, amigos del extranjerismo, dicen que hay que cuidar "lo que es el fitting de los vestidos", o sea, que hay que procurar que el vestido que te vayas a poner sea el adecuado. Qué gran idea.

Y otros, dedicados al mundo empresarial, nos dicen que tienen intención de "convertir Barcelona en un hub", que por suerte significa "eje" o "centro". Menos mal. Por otro lado, nos dicen también que las empresas "están poniendo el target en los jóvenes". Esto puede ser más preocupante, ya que, entre otras cosas, el target puede ser el blanco o la diana. Pero cabe pensar que se refieren a que el público al que se dirigen las empresas son los jóvenes. Es lo malo del lenguaje tecnoflash, que nos deja a muchos atribulados y cariacontecidos.

Pero claro, cuando un organismo oficial dedicado a la gestión de la enseñanza, a velar por la formación académica de la muchachada, dice que a partir de ahora no se hablará de "alumnos suspensos" sino "en proceso de logro", ya debemos ir preparándonos para cualquier cosa.

En fin, son las consecuencias de la modernidad a toda costa; de las ganas de no dejar nada como estaba, por muy bien que estuviera; de la pasión por la innovación tontorrona y de las ínfulas creativas que tienen muchos que probablemente no tienen mucho que hacer.  


 

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