domingo, 25 de febrero de 2018

Informal y relajado


Dedicado a *entangled*

En respuesta a la idea que les presenté  en la entrada de aniversario, *entangled* propuso un tema que me pareció difícil. Y me lo pareció por dos razones: porque mi primera impresión fue que requeriría unos conocimientos específicos que yo no tengo, y –más grave aún– porque no estaba segura de entender bien lo que planteaba.

Después he visto que se podía tratar el asunto sin recurrir a áridas explicaciones lingüísticas, pero sigo sin estar segura de si el contenido de esta entrada se ajusta a la propuesta. Espero sin embargo que sea así, y que, en cualquier caso, resulte de algún interés para ustedes.

La cuestión planteada por *entangled* es “por qué los angloparlantes hablan tan mal su propio idioma”. En concreto nos decía:
“Cuando estaba estudiando, me junté con una tropa de americanos […] con propósito de intercambios culturales. Ellos me corregían mis errores fonéticos y viceversa. Y un buen día apareció una tal Edna, que resultó que cometía los mismos errores que yo, pero a todo el mundo le parecía normal. Ante mis quejas, uno de los gringos me explicó en voz baja: «Verás… es que… Edna… bueno, ella es de Atlanta».

No sé si la persona que dijo eso hablaba en serio o si es que Atlanta es de esos lugares que en cada país se convierten en objeto de chistes más o menos graciosos sobre la supuesta rusticidad de sus habitantes.

Pero la cuestión es que Edna, al parecer, no hablaba un inglés académico precisamente. Y ante esto surge automáticamente la pregunta: ¿es que acaso todos los españoles (o todos los franceses, italianos, alemanes…) hablan su idioma de manera impoluta?

Creo entender que *entangled* se refiere a que aquella estudiante americana cometía errores de pronunciación impropios en teoría de un hablante nativo;  errores  que en él se consideraban como tales y le corregían, y que en ella en cambio se veían como algo natural.
Y yo creo que se trata precisamente de eso: en un hablante nativo determinados modos de pronunciación se consideran peculiaridades del habla, ya sean individuales o regionales; mientras que al extranjero que estudia una lengua esas peculiaridades se le corrigen como errores porque se alejan de la norma, de la variedad de lengua estándar, que es la que se estudia en los diferentes ámbitos de enseñanza.

De hecho,  con frecuencia, quienes han estudiado un idioma extranjero lo hablan con mayor corrección que el hablante nativo medio, ya que los hablantes extranjeros son más conscientes de las reglas gramaticales, y tienen también el afán de ir eliminando sus errores conforme avanzan en el estudio de la lengua.

Aparte de esto, creo que a veces nos parece que los hablantes nativos hablan mal su propio idioma debido a lo que se denomina “pronunciación relajada”, que es simplemente la forma en que hablamos cuando utilizamos un lenguaje informal (que no es lo mismo que vulgar).
Esa pronunciación relajada se caracteriza entre otras cosas, por la pérdida de letras o sílabas y por la fusión de unas palabras con otras, y esto puede dar la impresión de un lenguaje mal hablado porque no coincide exactamente con lo que hemos aprendido al estudiar el idioma.

El inglés, como cualquier otra lengua, tiene dos variedades básicas: la formal y la coloquial o informal.  Y en el inglés coloquial no se dice, por ejemplo, “want to” sino “wanna”; ni “don’t know” sino “dunno”; y más que “do yo”, oiremos “d’ju”; o “coulda” en vez de “could have”... 
Estos son sólo unos cuantos ejemplos de las variaciones que caracterizan la pronunciación relajada del inglés, y que se producen sobre todo con expresiones muy habituales, con palabras y fórmulas que se utilizan constantemente.
Además, el inglés, por sus peculiares características, permite también determinados procesos fonéticos, determinadas modificaciones de la pronunciación y la ortografía, que pueden resultar ajenos al hablante extranjero.

La tendencia natural de los hablantes de cualquier idioma es la de simplificar y acelerar el habla en su uso cotidiano, porque en este caso lo que se impone es la comunicación inmediata y cómoda.
Pero todo esto, como decimos, forma parte del lenguaje coloquial, que no implica necesariamente formas erróneas, como tampoco son erróneas, por ejemplo, las formas dialectales de cualquier idioma, aunque no se ajusten a la lengua estándar.

Otra cosa, claro está, son las formas incorrectas de la lengua, los vulgarismos. “Habemos visto”, “si lo fueras dicho”, “contra más”, “me se olvidó”, “aluego”, “medecina”, o cualesquiera otros dislates lingüísticos que oímos y vemos constantemente, son ejemplos de vulgarismos del español, en los que no caerá un extranjero que estudie nuestro idioma.  Y, obviamente, en los demás idiomas también se producen vulgarismos, ya sean gramaticales, fonéticos o léxicos.

En fin, no sé si aquella joven llamada Edna hablaba en verdad un inglés incorrecto. Y tampoco sé si los ingleses y los americanos que hablan mal su idioma son la mayoría. Lo que sí sé es que el uso deficiente del propio idioma no es un mal exclusivo  de los angloparlantes. 

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viernes, 16 de febrero de 2018

Fortis imaginatio


Cuento. Segunda y última parte.

(Viene de aquí)

Mientras la mujer hablaba yo ya había dejado de fingir que leía. El libro estaba sobre mi regazo, abierto porque mi mano lo sujetaba, pero olvidado.
La mujer prosiguió:
—Cuando después del entierro volvimos a casa de mi hija, yo fui a la habitación de la niña. Necesitaba estar allí, con sus cosas; ver y tocar lo que ella había visto y tocado todos los días. Me senté en su camita, acaricié su manta y lloré abrazada a su camisón. Sentía que esas cosas estaban impregnadas de ella, de su esencia. Yo nunca había pensado en lo importantes que pueden ser los objetos personales de las personas amadas, pero algo me llevaba a ellos; algo me decía que en ellos permanecía, de alguna manera, el espíritu de mi nieta.

Todos los ocupantes del compartimento estábamos en silencio, y casi inmóviles. El hombre de la gorra ya no sonreía, y el hombre de la pipa ya no fumaba. Toda nuestra atención estaba en el rostro y las palabras de aquella mujer que nos revelaba la verdad de su corazón.
—Entonces —continuó—, levanté la cara y, entre mis lágrimas, vi la muñeca de trapo que yo misma le regalé cuando cumplió un año y que siempre fue su juguete favorito. Siempre tenía la muñeca consigo, incluso dormía con ella. Si algún objeto estaba impregnado del espíritu de mi nieta, sería esa muñeca.

»Y ahora estoy segura de eso —añadió—, porque al mirar la muñeca yo veía a mi nieta. La veía, créanme, estaba allí, en los ojos de aquella muñeca a la que tanto quiso.
Y a continuación, la mujer relató que cogió la muñeca y la estrechó contra sí, igual que tantas veces había estrechado a su nieta. Y que fue un gran consuelo, porque no sólo sintió que de algún modo estaba abrazando a la niña, sino porque tuvo una sensación muy clara, muy real, de que la muñeca le devolvía el abrazo.
Entonces, la  mujer y su marido se miraron, se cogieron de las manos, y no dijeron nada más.

—Mi querida señora —dijo entonces el hombre de la pipa—, permítame decirle en primer lugar que lamento su pérdida en lo más profundo de mi corazón. Y ahora añadiré que lo que cuenta usted no me sorprende. Me maravilla, porque es algo maravilloso sin duda; pero no me sorprende, porque he oído a otras personas relatar  experiencias semejantes.

—Pero ¿no será que las personas que pasan por un trance tan doloroso quieren creer en la presencia de las personas perdidas? 
El hombre de la gorra escocesa expresó esta opinión con un tono de respeto, y me pareció que su escepticismo previo se había convertido en prudencia. Y añadió:
—Quizá, en su dolor, imaginan que realmente ocurre lo que desearían que ocurriera. Como dicen los sabios, fortis imaginatio generat casum.    

 En ese momento, para mi propia sorpresa, intervine yo misma en la conversación:
—Si me permiten, señores, yo también creo que los objetos guardan en sí el espíritu o el alma de las personas que los amaron. Quizá sea, como dice este caballero, que una fuerte imaginación genera el hecho mismo; quizá el intenso deseo de recuperar a un ser querido tras su muerte, nos hace sentir que en verdad su alma permanece a nuestro lado. Podría ser eso, pero yo no lo creo. No creo que ese estado de extrema sensibilidad nos haga imaginar la presencia de quien se fue, sino al contrario: que esa sensibilidad excepcional es precisamente lo que se necesita para poder percibir la presencia del ser querido. Normalmente no somos conscientes de esa vida que hay en los objetos porque nuestra sensibilidad está adormecida, y ésta sólo adquiere el nivel de percepción suficiente cuando el dolor de una muerte la despierta.

Faltaba poco para que el tren llegase a su destino. La conversación fue perdiendo intensidad a medida que nos acercábamos a Oxford, y cuando el tren se detuvo en la estación ya hacía rato que estábamos en silencio.
Nos despedimos unos de otros casi en silencio también, como si no quisiéramos interrumpir el curso de nuestros pensamientos.

Al bajar del tren el bullicio de la estación me hizo sonreir con cierta indulgencia, tal y como mis compañeros de la universidad sonreían ante mis comentarios.
La mayoría de las personas se afana en sus ocupaciones mundanas sin llegar nunca a saber que la vida es mucho más que eso. Creen que lo visible y lo conocido es lo único que existe, y van de acá para allá, como hacendosas hormigas convencidas de que no hay más mundo que el que rodea su agujero.

Recorrí el andén en dirección a la salida. Llevaba mi bolso de viaje en la mano izquierda. La derecha la tenía en el bolsillo del abrigo, sujetando con fuerza el viejo reloj de leontina de mi abuelo. 


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martes, 13 de febrero de 2018

Fortis imaginatio


Cuento. Primera parte

Desde pequeña he creído que algunos objetos tienen conciencia. Y que cuantos más vínculos existan entre un objeto y una persona, más intensa será esa conciencia.
Esta idea provenía de las creencias y las narraciones que mi abuelo había conocido en sus viajes por África. Yo le pedía con frecuencia que me hablara de ellas, y recuerdo que mientras me las contaba yo me cogía de su mano con fuerza, porque aquellas historias me asustaban tanto como me atraían. Y por eso, cuando mi abuelo veía que las emociones que me causaban sus relatos no me dejarían dormir esa noche, sacaba del bolsillo su reloj de leontina, fingía que se le hacía tarde para algo, y ponía fin a su narración.

Más tarde, siendo adolescente, mi mente rechazó esas creencias. Yo había entrado en esa etapa petulante en la que nos sentimos por encima de todo, convencidos de que ya tenemos una visión del mundo completa y cierta, y de que nadie sabe más que nosotros.
Sin embargo mi corazón seguía creyendo, así que cuando cumplí unos años más y recuperé la forma de mirar de la infancia, que es libre y aventurera, volví a interesarme por aquellas ideas.
En un par de ocasiones incluso planteé esta cuestión en el club de debate de la universidad. Hablé de los pueblos africanos que otorgan alma a todo lo que para nosotros es inanimado, y que creen que todo está vivo y posee inteligencia. Pero mis compañeros se refirieron con arrogancia a esas creencias y rebatieron mis palabras con tono indulgente.
No me importaba mucho que se riesen de mí, pero me molestaba que se burlasen de tradiciones ancestrales, que manifestaran tal desprecio por todo lo que no encajara en los parámetros de su ciencia occidental, fatua y arrogante como un adolescente.

Pocos días después de uno de aquellos debates ocurrió algo que me reafirmó en mis ideas y me demostró  que no siempre los más ilustrados son los más clarividentes.
Tomé un tren a Oxford para asistir a una serie de conferencias que iba a impartir un discípulo de mi abuelo al que yo tenía gran aprecio: las charlas que durante años compartieron mi abuelo y él en el salón de nuestra casa abrieron mis ojos de niña a la ciencia y despertaron en mí la pasión por el conocimiento.

En mi compartimento viajaban otras cuatro personas, lo cual, al principio, me incomodó mucho. Cuando viajo en tren me acurruco en mi asiento, que estará junto a la ventanilla o junto a la puerta, nunca en medio, y me escondo detrás de un libro. Leer me resulta difícil en esos casos, pues la tónica general de los viajes suele ser la cháchara constante e insustancial de los viajeros. Pero, aunque no consiga leer ni una página, finjo estar concentrada en la lectura para evitar que se me incluya en la charla.

Sin embargo, en esta ocasión todo fue distinto, porque al poco de iniciado el viaje comprendí que aquellos pasajeros no eran de los que hablan sólo para matar el tiempo. Su conversación tenía cierta profundidad filosófica, y, sin ser unos eruditos, planteaban cuestiones y puntos de vista muy interesantes. 

Sin darme cuenta, me encontré prestando toda mi atención a la charla, que, no recuerdo cómo, acabó derivando en el tema que a mí tanto me interesaba.
Uno de los pasajeros, un hombre que fumaba en pipa, dijo que él estaba seguro de que los objetos que han sido importantes para una persona tienen alma, y que esa alma se la otorga precisamente el amor que la persona depositó en ellos.
—¿Quiere usted decir que el apego hace que surja un alma en las cosas? —preguntó otro de los viajeros, un hombre que llevaba una gorra escocesa.
—Sí, señor, eso es exactamente lo que digo.
—Entonces —volvió a preguntar el anterior con sorna —¿significa eso que mi gorra, por ejemplo, tiene alma, que es consciente de cuánto la quiero?
—En efecto, caballero. Según esta teoría, su gorra, o mi pipa, que me acompaña desde hace años, habrán adquirido con el tiempo una especie de conciencia; es decir, habrán dejado de ser meros objetos inanimados. Ahora, por influjo de nuestro aprecio por ellos, estos objetos saben, por así decir, que existen. Y esa conciencia es una parte de nosotros mismos, puesto que ha sido creada por nuestra preferencia hacia el objeto.

Además de estos dos hombres, en el compartimento viajaba también un matrimonio. Tanto el hombre como la mujer vestían de negro, tenían el semblante triste y habían estado todo el tiempo en silencio y, al parecer, ajenos a la conversación.     

Pero entonces la mujer levantó el rostro y miró al hombre de la gorra:
—Disculpe, señor, pero yo creo que este caballero tiene razón.
—Me gustaría mucho escuchar su parecer, señora —dijo el hombre con cortesía.
—Hace unos meses —empezó la mujer— perdimos a nuestra nieta, una niña de seis años. No hará falta que les diga que su muerte nos causó un dolor insuperable, eterno. Pero dentro de ese dolor, hay algo que a mí me trae un poco de consuelo, una leve sensación de alivio que hace soportable la vida después de la tragedia. [...] 


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(Continúa aquí)