domingo, 20 de mayo de 2018

El armario de las maravillas


Anoche, no sé por qué, la memoria me trajo un recuerdo que yo no sabía que tenía guardado. Me acordé, de pronto, y diría que sin motivación alguna, de un armario. Un armario que había  en una de las aulas de mi infancia, en la que pasé varios cursos.

Según lo veo ahora, en mi recuerdo, era un armario corriente, más bien estrecho, de madera clara, y con dos puertas.
Estaba al fondo del aula, casi ignorado, silencioso y discreto. Los pupitres le daban la espalda, concentrados sólo en la pizarra por obligación y en la puerta por devoción. Y no se abría con frecuencia: sólo en determinadas ocasiones  la maestra, como un sacerdote ante el sagrario, se dirigía con ceremonia hacia él  y abría las puertas del misterio.

Porque en verdad era un misterio lo que se guardaba en su interior. Nunca vi lo que había dentro, o, mejor dicho, nunca vi el armario por dentro. Porque aunque yo me volvía para mirar cuando la maestra lo abría, su propia figura me impedía la visión; porque en realidad  no lo abría del todo, sólo lo suficiente para alcanzar lo que quisiera sacar de allí, como si  de hecho quisiera que aquello resultase misterioso.

La mayoría de las veces sólo se dirigía el armario para coger tizas nuevas, aquellas nacaradas barritas blancas que a mí tanto me gustaban y con las que hubiera deseado escribir en la pizarra cada vez que hubiera querido.
Pero alguna que otra vez de aquel armario salieron lápices, bolígrafos, gomas de borrar, carpetas, tubos de pegamento o tijeras sin punta… incluso, en ocasiones especiales, la maestra, como el mago que tira y tira de un pañuelo infinito de colores, sacaba del armario cartulinas,  y ceras, y botecitos de témpera…
Así que yo sabía, aunque no lo viera, que ese armario era una especie de papelería en miniatura, un paraíso de material escolar; un cofre de los tesoros como los que los piratas de dibujos animados enterraban debajo de una palmera. Cuánto me habría gustado abrirlo y contemplar aquellas joyas.

Pero allí dentro había algo más. Algo que me intrigaba de un modo especial y de lo que no tengo más que un recuerdo muy borroso, más nebuloso que muchos sueños. En el armario de las maravillas había una caja que contenía unas piezas planas, cuadradas, de colores, como galletas de plástico transparente. Y recuerdo, o quizá imagino, que esas piezas encajaban entre sí, que tenían unas ranuras en los bordes, por las que se unían unas con otras. Y creo recordar, o quizá sólo imagino, que con esas piezas se podían construir extrañas formas arquitectónicas, geometrías abstractas, castillos de naipes de ciencia-ficción.

Quizá alguna vez la maestra usó ese juego por algún motivo, pero no imagino qué pudo ser. Lo que sí sé es que muchas veces me pregunté qué haría falta para que la maestra sacara aquel juego; qué habría que hacer, qué tendría yo que hacer, para que me dejara jugar con aquellas piezas que tanto me intrigaban.
La cuestión es que nunca supe qué era aquello en realidad, de quién era ni por qué estaba en el armario. Pero sabía que estaba, y aquella sola visión fugaz que alguna vez debí de tener, bastó para impresionar mi cerebro con una imagen difusa que nunca se borró, y que anoche, por alguna razón que no imagino, apareció en mi recuerdo.

Entonces pensé que algunos misterios de la infancia nunca se resuelven, y que es mejor que no se resuelvan; porque gracias a eso aquel armario, aquel cofre del tesoro papelero, sigue pareciéndome maravilloso y enigmático hoy día, y puedo seguir soñando con él.
Y pensé que nuestro cerebro es también una especie de armario de las maravillas, en el que se guardan cosas que no siempre vemos pero que están ahí, y que cualquier día, por alguna razón, pueden aparecer por sorpresa y sin explicación, como los sueños. 
Y eso es siempre fascinante, como piezas de colores que tal vez encajen entre sí.




miércoles, 2 de mayo de 2018

El gran descubrimiento de Pascualito


Un domingo soleado Pascualito fue con sus padres a pasear por el puerto. 
Iba Pacualito pensando que los domingos casi siempre son amarillos, cuando llegaron al recinto. Desde la entrada vieron un barco blanco y enorme que a Pascualito se le figuró una tarta gigante.
–Eso  es un crucero -dijo el padre.
Y Pascualito anotó en su memoria esa palabra nueva, para soltarla por ahí en cuanto tuviera ocasión. “He visto un curcero”, le dijo más tarde a su abuela.

Siguieron el paseo, y después de ver barcos de otras clases la madre de Pascualito dijo:
–¡Mira! ¡Un velero antiguo!
Y aceleraron el paso para acercarse a verlo.
Pascualito miraba sorprendido aquella maraña de palos y cuerdas y velas, mientras su padre, embelesado y con mirada soñadora, le decía el nombre de algunas de aquellas cosas. Era asombroso que todo eso tuviera un nombre, y era asombroso que alguien los supiera, pensaba Pascualito sin saber muy bien que estaba pensando eso.
–En una época –dijo el padre–, a mí me hubiera gustado ser marino, ¿sabes? -Y de pronto empezó a recitar: “Con diez cañones por banda, viento en popa, a toda vela, no corta el mar sino vuela, un velero bergantín…”
Pascualito escuchaba muy atento, extrañado y un poco conmovido. Porque no entendía nada de lo que estaba diciendo su padre pero le encantaba el sonido especial que tenían aquellas palabras.
–Papá, dilo otra vez –pidió Pascualito cuando su padre terminó la recitación.

Varias semanas después, cuando Pascualito ya casi se había aprendido de memoria aquella poesía, de tantas veces como quiso escuchar "lo del velero mercantil", su madre lo llevó a comprar un regalo de cumpleaños para el padre. Estuvieron en una tienda donde vendían muchas clases de regalos. Pascualito miró por aquí y por allá, y aunque vio muchas cosas que le gustaron hubo algo que le pareció lo más especial de todo.
–¡Esto, mamá! –dijo entusiasmado, señalando un barquito de madera, con sus palos, y sus cuerdas, y sus velas.

Durante el resto del día y al día siguiente, Pascualito estuvo especialmente pensativo y meditabundo, y cuando la madre le preguntó si estaba preocupado por algo, Pascualito respondió con otra pregunta:
–Mamá, ¿yo puedo hacer una poesía?
Incluso la madre de Pascualito, que estaba acostumbrada a este niño académico, se sorprendió ante tal pregunta. Pero como siempre lo tomaba en serio, le respondió simplemente:
–Claro que sí.
De manera que Pascualito –con la ayuda de su madre, la verdad sea dicha–  empezó a escribir en un papel las palabras del poemita que ya tenía dentro, no se sabe si en la cabeza o en el corazón, o a medio camino.
 
Cuando llegó el día del cumpleaños de su padre Pascualito estaba muy contento y emocionado, y tenía muchas ganas de darle su regalo, a ver qué le parecía.
Así que antes de merendar, los abuelos le dieron su regalo, la madre le dio su regalo, y Pascualito le dio su regalo. Cuando el padre abrió el envoltorio de colores y apareció  aquel velero tan bonito hubo un aplauso unánime y espontáneo de todos los presentes, lo que a Pascualito le hizo aplaudir también, de puro contento.
–¡Es precioso, Pascualito, me encanta! ¡Muchas gracias! –dijo el padre al tiempo que abrazaba al niño, y Pascualito estaba tan orgulloso que el estómago le hacía cosquillas.
Entonces la madre le hizo un gesto, y Pascualito, algo inseguro y nervioso, le dio a su padre un sobre de color azul. El padre cogió el sobre con la mano un poco temblorosa, lo abrió y sacó una hoja azul en la que había algo escrito.
–Léelo, léelo –dijeron los abuelos.
Y el padre leyó la poesía de Pascualito, que decía:

“Este barquito velero
no navega por el mar,
no flota ni corta el viento
ni pone rumbo a Panamá.

Pero si sueñas despierto
en noches de luna llena
este barco chiquitito
te llevará donde quieras.”

–¿Te gusta, papá, te gusta? –preguntó Pascualito impaciente.
Y el padre, sin soltar el papel, volvió a abrazar a Pascualito, muy fuerte y sin decir nada. 
Qué otra cosa podía hacer.



old sailing boat barco velero antiguo