martes, 25 de septiembre de 2018

Tres historias



1. Naranja y negro

Estaba sola en un desierto de tierra naranja y negra, subiendo por extrañas dunas de barro, que me permitían ver que a mi alrededor no había más que otras dunas. ¿Por qué estaba yo en aquel lugar? ¿Cómo había llegado?

La posición del sol y el peso menguante de la camtimplora me indicaban que llevaba ya varias horas allí, y sabía que no tenía posibilidades de llegar a algún otro lugar.

Empezó a oscurecer, el cielo se llenó de nubes negras y naranja como la arena.  Estaba aterrada, pero entonces, en un momento de súbita lucidez, el cerebro me dijo que todo aquello era demasiado absurdo para ser real, y que por lo tanto tenía que ser un sueño.
Y en ese momento, de pronto, me dormí. 

***

2. El destierro

A los desterrados los enviaban a una zona lejana e inhóspita en la que sólo vivían los desterrados.
Pero el delito de aquel preso se consideró tan grave que el destierro normal resultaba poca cosa. Así que los jueces pensaron y pensaron hasta que dieron con la solución.

–¿Cuánto mide la tierra? –le preguntaron al geógrafo mayor del reino.
–¿De arriba abajo o de izquierda a derecha?
–De izquierda a derecha.
–Cuarenta mil kilómetros, metro más, metro menos.

Así que los jueces calcularon que si mandaban al reo a cuarenta mil kilómetros de distancia lo estarían enviado lo más lejos que era posible sin salirse del planeta.
Entonces le preguntaron al geógrafo:
–¿Cuál es el lugar que se encuentra a cuarenta mil kilómetros de distancia de nuestra ciudad?

Y a ese lugar desterraron al reo, que no se podía creer que lo hubieran mandado tan cerca de su casa.

***

3. La merienda                          

En una de mis visitas a la casa de Nina, la niña salió a saludarme con su entusiasmo habitual.
Me cogió de la mano y me dijo:
-Ven a mi habitación. He invitado a merendar a unas amigas.
Me pareció muy gracioso que una niña de cinco años hubiera organizado una merienda con amigas, así que la acompañé a la habitación con mucha curiosidad.
Al entrar vi, con cierta decepción, que había cuatro muñecas sentadas alrededor de una mesita, y sobre ésta, unas tacitas de plástico y unas galletas de plastilina.
-Ah -dije-, es de mentira.
-No, no -dijo Nina-, son juguetes de verdad.


***




domingo, 16 de septiembre de 2018

El capitán prisionero


Cuento

Esta entrada se publicó en el blog originalmente el 14 de junio de 2010.  Hoy la recuperamos con motivo del décimo aniversario de Juguetes del viento.



El general se acercó a la celda donde tenía recluido al   capitán  enemigo.
El prisionero estaba leyendo un libro, y aunque oyó llegar al general, no levantó la mirada de la página.
-¿Qué está leyendo, capitán?
-¿Le importa mucho lo que yo lea?
-Ande, no sea antipático.
-El Conde de Montecristo.
-Ahá. No estará buscando inspiración para fugarse, como Edmundo Dantés, ¿verdad?
-No señor. Sólo intento evadirme mentalmente.
-Pero, ¿no le resulta tentadora la idea de imitar al héroe de la novela?
-No. Sé que es imposible escapar de aquí.
-Más difícil era escapar de If, y Dantés lo consiguió.
-¿Me está animando, general?
El general lanzó una carcajada hueca y sincera.
-No, no. Sólo intento mantener una conversación interesante, para variar. Es un libro que me gusta mucho. Lo he leído varias veces. Diga usted, ¿por qué parte va?
- Morrel está en la ruina y un personaje desconocido intenta ayudarle.
-¡Ah! Es un pasaje apasionante.

El capitán, con una expresión de fastidio, cerró el libro y lo dejó a un lado.
-Vaya, parece que le molesta mi conversación, pero le recuerdo que es usted mi prisionero y se tiene que aguantar.
-No lo olvido, general.
-¿Es la primera vez que lee la novela o la conoce ya?
-Es la primera vez que la leo.
-¿Y le está gustando?
-Es magnífica. Absorbente. Apasionante, como usted ha dicho.
-Bien, bien. Siga leyendo, siga. Hasta mañana, capitán.

Al día siguiente, el general volvió a la celda del capitán.
-¿Cómo va eso, capitán? ¿Ha leído más?
-Desde luego. Estoy completamente atrapado por la historia.
-Vaya, vaya, no sabe cuánto me alegra oír eso.
-¿Ah, sí? ¿Y por qué, si puedo preguntar?
-Usted tiene información vital para mí, y los dos sabemos que no está usted dispuesto a traicionar a los suyos proporcionándome dicha información, ¿cierto?
-Cierto. Pero ¿qué tiene que ver eso con la novela?
-Usted dijo que prefiere la muerte antes que revelar la estrategia de su ejército y los planes de su general.
-Lo dije y lo mantengo.
-Bien, entonces es inútil que lo amenace con fusilarlo o torturarlo para que me dé la información.
-Puede fusilarme o torturarme ahora mismo si quiere. No tengo miedo al dolor ni a la muerte.
-Pues bien, le propongo lo siguiente: o me da la información que necesito o le cuento el final de la novela.
-¡No! –exclamó el capitán, tapándose las orejas.
-Piénselo, capitán. Hay torturas que no duelen, pero que pueden acabar con un hombre igualmente. Le daré otra oportunidad. Mañana volveré a esta misma hora, y si no está dispuesto a hablar... ya sabe.

El general se alejó de la celda, y el capitán, presa del pánico, cogió de nuevo el libro y empezó a leer frenéticamente.
Pasó toda la noche leyendo a la luz de la vela, pero sólo consiguió empeorar su situación. Porque cuanto más avanzaba en la lectura, más se apasionaba por la historia, más deseos tenía de averiguar qué pasaba a continuación y más le horrorizaba la idea de que el general le revelase el final, o siquiera algún detalle significativo.


A la mañana siguiente, el general volvió a visitar la celda.

-Bien, bien, aquí está mi Edmundo Dantés, demacrado y desesperado. Dígame, capitán, ¿ha conseguido leer mucho más?
-No me haga esto, general, se lo suplico. Fusíleme, o deme latigazos, pero no me desvele la historia.
-Vaya, eso significa que sigue en sus trece. No está dispuesto a darme la información que necesito, ¿eh?
-No señor, no voy a traicionar a los míos.
-¿Por dónde va, capitán? ¿Por qué parte de la historia?
El capitán, temiendo que el general le contase algo que aún no había leído, contestó:
-El joven Alberto ha sido secuestrado por los bandidos.
-Ah, sí, una aventura fascinante. Deme el libro, por favor.

El capitán  lo entregó  con desgana y miedo.
El general abrió el libro por la página marcada con una cinta negra.
-Vaya, vaya, me parece que me miente usted, capitán. Ese pasaje de los bandidos ha quedado ya muy atrás. Pero me gusta su intento, porque nada hay más aburrido que enfrentarse a un contrincante de inteligencia inferior.
Y  esté tranquilo, no voy a contarle el final, de momento. Esto me parece más divertido y fructífero de lo que pensé en principio, porque creo que prolongando la tortura un poco más, acabará usted cediendo a mi demanda y todos saldremos ganando: yo tendré la información y usted podrá seguir leyendo tranquilamente el libro sin que nadie lo importune.

Y tras unos momentos de pausa, añadió el general:
-Colijo que la tortura será más efectiva si tiene usted miedo cada día. Así que cada día le contaré un detallito que le fastidiará la lectura de las siguientes páginas.
Veamos... según la marca del libro, acaba usted de leer que el sirviente del conde había presenciado a escondidas el misterioso caso que tuvo lugar en la casa de Auteuil. Bien, todavía faltan muchas páginas para que se desvele quién era la dama implicada en el asunto.
-No, no, piedad... –dijo el capitán con voz temblorosa. Pero el general prosiguió:
-Le voy a robar el placer de descubrirlo por usted mismo en el momento adecuado.    Verá, después de este pasaje que acaba usted de leer hay una sorpresa tras otra, y la emoción de la lectura es suprema, pero, en vista de su tozudez, no tengo otra opción...
Y entonces el general, en un acto de perversidad inusitada,  pronunció el nombre del personaje clave en el misterio de Auteuil.
-¡No!, exclamó el capitán, que aun con las manos en los oídos pudo escucharlo.
-Ya ve que no amenazo en vano, capitán.

El capitán intentó pasar otra vez la noche leyendo. Pero a medida que pasaba las hojas y la vela se iba consumiendo, se consumía también su esperanza de terminar el libro antes de la mañana. El cansancio de sus sentidos y el agotamiento nervioso le impedían mantener los ojos abiertos.
¿Qué podría hacer? ¿Cómo escapar de la tortura? ¡Oh, desesperación!

-Buenos días, capitán. Otra noche de lectura, ¿no es así?
-Así es.
-Bien, bien ¿y hasta dónde ha llegado?
-Danglars y Montecristo intercambian información sobre Fernando Mondego.
-Ah, o sea que la intriga es absoluta.
-Desde luego.
-¿Y qué decisión ha tomado, capitán? ¿Qué hay de nuestro acuerdo?
-Acuerdo, ninguno. No voy a traicionar a mi ejército.
-Muy bien -dijo el general, exasperado por la contumacia del capitán-. Pues prepárese para oír ahora mismo el final de la novela y todos los detalles que llevan a él.

Al oír esto, el capitán se llevó las manos a los oídos con  frenesí, moviendo la cabeza y caminando de un lado a otro de la celda, mientras exclamaba ‘¡No, no!’.
El carcelero  le ató las manos a la espalda.
-Así no tendrá más remedio que escuchar –dijo el general. Y añadió-: Amordácelo también, carcelero, para que no grite.

Y entonces el general empezó a contar todos los detalles de la historia de Edmundo Dantés, el astuto héroe conocido como el Conde de Montecristo. Y reveló los motivos de cada personaje, y las consecuencias de cada acto; y las intrigas, los engaños, las dobles intenciones y las trampas a las que el conde hubo de enfrentarse, con su ingenio y su paciencia como arma más poderosa.

Y llegó al final, a la resolución de todas las tramas y todos los enigmas, para privar así al capitán de una de las mayores satisfacciones que un alma cultivada puede disfrutar: la de comprobar que un hombre, con tan sencillos instrumentos como el papel y la pluma, puede crear un mundo y llenarlo de vida, y hacer que habitemos en él y nos sintamos felizmente atrapados y sin deseos de escapar.

Cuando terminó su relato, el general se puso en pie, ordenó desatar al prisionero y dijo con desdén:
-Aquí seguirá usted encerrado, capitán, con la única compañía de un libro que ya no guarda  misterio ni interés para usted.
Y se marchó a batallar.

Hasta ese momento, el capitán había permanecido maniatado y amordazado, sentado en una silla, con la cabeza baja,  abatido, la oscura melena cayéndole sobre la cara.
Cuando el carcelero lo desató y lo dejó solo, se levantó, cogió el libro del suelo y se tumbó en el camastro.
Abrió el libro por donde marcaba la cinta negra y empezó a leer. Pero antes, se llevó de nuevo las manos a los oídos, y, con cierta dificultad, se quitó los tapones que la noche anterior había fabricado con la cera de la vela.



viernes, 7 de septiembre de 2018

No estaría mal



No estaría mal, de vez en cuando,  poder vivir en ese mundo en el que todo tiene sentido.
En el que no quedan cabos sueltos.
En el que lo malo existe con una finalidad, no sólo con un motivo.
En el que nadie muere para siempre, porque lo pasado y lo futuro existen al mismo tiempo.
En el que la vida es un arte.
En el que las personas no hablan por hablar, ni  actúan por mera inercia.
No estaría mal, de vez en cuando, poder vivir la vida verosimil.
La que está hecha de palabras y pensamientos.
La coherente.
La que no defrauda.
La que sorprende pero no desconcierta.
La que emociona pero no abruma.
La que golpea pero no lastima.
La vida que a veces confunde pero nunca miente.
La que no busca ni espera nada, sólo ofrece.
No estaría mal, de vez en cuando, poder vivir en los libros.