viernes, 22 de mayo de 2020

Ricos para siempre


Estos días vuelvo a leer los ensayos literarios de Robert Louis Stevenson.

Stevenson escribe sobre hombres muy interesantes e inteligentes, sobre grandes autores de la literatura europea y norteamericana (Poe, Hawthorne, Victor Hugo, Balzac, Montaigne, Robert Burns,  Shakespeare...), y analiza sus obras y sus pensamientos con tal agudeza y penetración que a mí me parece que él, el propio Stevenson, es el más inteligente de todos.

En uno de los ensayos, por ejemplo, compara a Thoreau con Walt Whitman, y dice que sus filosofías, tan dispares, son similares en el fondo. De Thoreau dice que persigue la superación, que es maleducado y rudo; de Whitman, que persigue la felicidad, le gusta comunicarse y ama a los demás; que mientras Thoreau vive dedicado a la superación y la mejora, el hombre feliz (Whitman) rezuma bondad y nos ayuda a vivir a los demás.
Y si siendo tan dispares, son, como dice Stevenson, similares, entonces entiendo por qué me gustan los dos.

También compara a Dickens y Thackeray respecto a una cuestión muy concreta de su literatura. Pero tampoco aquí hay ganador ni perdedor: su juicio es ecuánime, otorga a cada uno lo que le corresponde.  En cambio nosotros, los lectores, sí que ganamos: ganamos una visión de las cosas que probablemente se nos escaparía, y unas ideas que enriquecerán nuestras lecturas y les darán profundidad, con todo lo que esto implica.

Los libros nos cambian, y de eso habla también Stevenson, refiriéndose a la ficción. No sé si él pensó alguna vez que sus propias obras de ficción formarían parte de ese olimpo literario que él analizaba con tanta pasión. Pero es probable que no llegara a imaginar que sus otras obras, sus ensayos, serían para algunos de nosotros una fuente de conocimiento y de placer igual de provechosa, grata y estimulante.

Y es que hay libros que yo imagino como cofres del tesoro, de esos que los piratas entierran en islas perdidas, y que contienen no perlas ni diamantes ni monedas de oro, sino las ideas y las palabras de los mejores hombres que han pisado el mundo.
A veces cuesta descubrir dónde están, pero cuando damos con ellos, sentimos que ya somos ricos para siempre. 



isla del tesoro



jueves, 7 de mayo de 2020

El capricho del filósofo

Recordando la historia de Juguetes del viento, hoy recuperamos esta entrada que se publicó  originalmente el 16 de marzo de 2016. 


No sé si conocen ustedes a Jeremy Bentham.
Hasta hace poco yo sólo sabía que era un filósofo británico. Pero hace ese poco, en un libro que nada tiene que ver con Jeremy Bentham leí una referencia a él que me sorprendió, me “inspiró viva curiosidad” y me llevó a querer saber más de este personaje.

Jeremy Bentham
Jeremy Benthan, 1827
Y resulta que, ahora que sé algo más, el buen señor me ha caído muy bien, y por eso quiero hablarles de él, por si no lo conocen, porque creo que a ustedes también les va a resultar simpático.

Jeremy Bentham nació en Londres en 1748, y fue un niño prodigio. A los tres años empezó a estudiar latín y a los doce estudiaba leyes en Oxford.
Pero no quiso ser abogado, porque las leyes de la época no le gustaban, y le pareció mejor escribir sobre cómo se podrían mejorar y hacerlas más justas.

En sus escritos Bentham defendía la reforma de las prisiones, el sufragio universal, la despenalización de la homosexualidad y el buen trato a los animales; la libertad de prensa y el debate público. También le preocupaban el bienestar de los desfavorecidos y las políticas sociales, y cuestionó la utilidad de las instituciones, los valores morales y religiosos,  etc.
Por otra parte, lo más destacado de su teoría filosófica es su concepto del utilitarismo, que consiste, dicho de manera simple, en que el criterio para determinar si una acción es correcta o no, será el “principio de la mayor felicidad”. Es decir, será correcto todo aquello que proporcione la mayor felicidad al mayor número de personas. Y como Bentham creía que lo que mueve al ser humano es el placer y el dolor, la felicidad consistirá en aumentar el placer y disminuir el dolor.  Y esta idea  es lo que debía servir como fundamento de las leyes. Ni más ni menos.

Pero lo más sorprendente de esta ilustre figura no es su mentalidad moderna y altruista, lo que ya sería suficiente para despertar nuestra simpatía. Lo más sorprendente es el capricho que tuvo para después de muerto; un antojo post mortem que consistía básicamente en que lo disecaran y lo expusieran en una vitrina.
Y así lo especificó en su testamento, donde dio instrucciones sobre cómo se debía cumplir su voluntad:

“El esqueleto se dispondrá de manera que la figura completa quede sentada en la silla que habitualmente he utilizado yo en vida, en la actitud  que adopto cuando estoy enfrascado en mis pensamientos mientras escribo.”

También especificó que “el esqueleto se vista con uno de los trajes negros que suelo utilizar”, y que  “el cuerpo así ataviado, junto con la silla y el bastón que he llevado en los últimos años, se coloquen en un mueble o vitrina adecuados”;  y añadió que a ese mueble se fijaría una placa grabada con su nombre y su fecha de defunción “en caracteres llamativos”.
A su figura así conservada la denominó “auto-icono”.
Por último, dejó escrito en su testamento que si sus amigos y discípulos tenían a bien reunirse cada año “con el propósito de conmemorar al fundador de la teoría de la mayor felicidad”, su albacea se encargaría de que el mueble o vitrina que contendría su auto-icono se llevara a la sala en la que fuesen a reunirse.


Jeremy Bentham auto-iconComo ya se imaginarán ustedes, sus amigos, su médico y sus abogados cumplieron estrictamente la última voluntad del finado, y hoy día, el auto-icono de Jeremy Bentham está expuesto, desde 1850 y en una especie de quiosco de madera, en un vestíbulo del University College London, para sorpresa o sobresalto de todo el que pasa por allí.
Conviene especificar que la cabeza del difunto quedó tan maltrecha después de embalsamada que resultaba terrorífica, y en una concesión al buen gusto se decidió sustituirla por una reproducción de cera. La auténtica, la orgánica, se conserva en una caja fuerte y sólo se puede contemplar en circunstancias muy especiales. Bueno, y también en internet.

Todo este asunto, claro, se presta al debate y a la especulación. Muchos creen que la intención de Bentham al pedir que sus restos se conservaran de este modo tan peculiar era simplemente gastar una broma de ultratumba; otros creen que era un arrogante y un creído; y otros que era una forma de cuestionar las concepciones religiosas de la vida y la muerte.

A mí me parece que quizá había un poco de todo, y también creo que Bentham, que era tan listo,  supo prever que la sociedad, en las décadas y siglos posteriores, se volvería cada vez más frívola, más olvidadiza y más indiferente a su propio pasado; y que, convencido como estaba de las bondades de sus teorías, quiso que las generaciones futuras no se olvidasen de ellas; que no quedasen reducidas a una lección más en los libros de texto. Y siendo, como parece ser que era, un filósofo guasón, pensó que la mejor manera de que se siguiese hablando de él, y por ende de su pensamiento, era darnos a nosotros, a los frívolos habitantes del futuro, un motivo a nuestra medida para que nos fijásemos en él.
¿O acaso no es eso lo que me ha pasado a mí?

old london engraving