Cuento
En aquel pueblo ocurría algo muy bonito y misterioso,
y es que durante un día a la semana los muertos volvían a la vida.
Y lo mejor de todo es que no volvían corruptos y
agusanados y con la ropa descompuesta,
como habría sido de esperar, sino todo lo contrario: como seres
angelicales, limpios, bellos y elegantes. De hecho, algunos ganaban mucho con
esta especie de resurrección semanal.
El caso es que cada domingo por la mañana aparecían en
las calles los hermosos muertos vivientes, los dulces ángeles de
ultratumba, que paseaban por el pueblo
rodeados de un hálito de bondad y
alegría. Y era digno de ver cómo los vecinos salían de sus casas a recibirlos
emocionados, y cómo los muertos visitantes los abrazaban y se iban con sus
familiares a pasar el día.
Después, al caer la medianoche, el prodigio llegaba a
su fin, la magia ultraterrena se acababa y los plácidos difuntos simplemente
desaparecían.
Cuando empezó a ocurrir esto nadie se explicaba a qué
podría deberse, y se hicieron muchas
preguntas y se plantearon muchas teorías. Después, poco a poco todos se fueron
acostumbrando al milagro y empezó a darles igual la causa. Por último,
comprendieron cuál era el mecanismo que lo provocaba, aunque no su
funcionamiento, pero seguía dándoles igual.
Como era algo tan fabuloso decidieron que había que
guardar el secreto, que aquella
maravilla no se conociese más allá de las fronteras del pueblo. Porque si se
supiera, todo el mundo querría ser enterrado allí y los jóvenes del lugar no
darían abasto para seguir produciendo aquel prodigio.
Porque, en efecto, eran los jóvenes los que hacían
posible ese asombroso y dominical regreso del más allá.
Las noches de los sábados los alumnos del instituto
tenían poco que hacer y pocos sitios a donde ir para divertirse. En el pueblo
había un cine, una cafetería y un pequeño restaurante. Así que el recorrido
habitual era ir a tomar un refresco a la
cafetería, después a ver una película y después al restaurante a comer
hamburguesas. Pero pasada la hora de la cena se quedaban sin lugares en los que
seguir todos juntos, creando su mundo propio, ajeno al mundo de los adultos, al
que aún no pertenecían, y al de la infancia, al que ya habían dejado de
pertenecer.
Así que hubo un momento en que los más decididos
empezaron a quedarse los sábados por la noche en las afueras del pueblo, en los
alrededores del cementerio. Allí, arrebujados en la oscuridad y el silencio,
encendieron sus primeros cigarrillos, probaron sus primeras bebidas
alcohólicas, y empezaron a probarse unos a otros. Era la primera generación de
jóvenes de aquel pueblo que tomaba aquellas costumbres, pero hasta en los
lugares más apartados y más anclados en la tradición ocurren cosas nuevas
alguna vez.
Después de los primeros acercamientos tímidos, los más
apasionados empezaron a apartarse de sus compañeros en busca de rincones más
íntimos. Y como no hay nada más íntimo, silencioso y privado que un
cementerio, una pareja pionera
comprendió que sólo al otro lado de la tapia podrían estar completamente solos.
Y así fue durante un breve tiempo, hasta que otros cuantos, y después todos los
demás, decidieron que aquello era una idea estupenda y la adoptaron también.
Dicen que lo contrario de la muerte es la vida, pero
no es así. Lo verdaderamente opuesto a la muerte es
la pasión. Y si la muerte pone fin a la vida y la pasión, lo mismo ocurre al
revés: la vida y la pasión ponen fin a la muerte. Así que cada vez que los
jóvenes dejaban fluir la vida y la pasión por entre las tumbas, aquella energía
vital y amorosa ponía fin a la muerte que allí reinaba: por cada pareja que se
amaba en aquel camposanto un alma allí enterrada volvía a la vida, convertida
por un día en un bello zombi del amor.