Los libros que he publicado hasta ahora han sido tal fracaso
que he decidido no volver a escribir. O, mejor dicho, no volver a escribir para
el público.
Ayer le comuniqué esta decisión a P., mi amigo y editor:
—A partir de ahora escribiré sólo en mi diario, cuyo único
lector soy yo. Así es más difícil que vuelva a fracasar.
Pero él, en vez de aplaudir mi entereza y buen juicio, puso
cara de orate y me dijo:
—¿Y qué vas a hacer entonces, insensato?
—Aún no lo sé. Tendré que pensar. Algo habrá que se me dé
bien. Lo que está claro es que no estoy dotado para la literatura como yo
creía, en mi ingenuidad. Y en la tuya. Nunca seré un Dickens, ni un Galdós,
ni un Walser.
—Pero no seas tan exigente, muchacho. No aspires a tanto.
Además, esos tiempos de los grandes escritores ya pasaron, hombre de Dios. Hoy
día hay que escribir otras cositas más ligeras, más de entretener y menos de
preocupar a la gente.
—Pero es que yo no sé escribir «cositas ligeras» —dije con
toda modestia.
—Pues si no sabes, aprende. Todo es ponerse.
Salí de allí cabizbajo, con una crisis vocacional, quién sabe
si también existencial. No quería volver a casa. No quería encerrarme en mi
habitación, porque eso sería ponerme otra vez a escribir o a pensar en
escribir. Y así se ha vuelto loco más de uno. De modo que seguí caminando,
caminando, caminando. Y llegué a un parque en el que no había estado nunca
antes. Lo recorrí entero, paseando, recreándome en las frondas, en el revoloteo
de las aves y en los chiquillos que por allí se solazaban. Salí por la parte
opuesta y me encontré en un barrio en el que tampoco había estado nunca.
Y
hubiera seguido todo el día así, paseando, descubriendo la ciudad, de no ser
por el dolor de pies que me estaba entrando, no sé si por la falta de costumbre
de andar tanto, o por los zapatos, que eran nuevos y tampoco tenían costumbre
de andar.
Volví a casa en autobús, con la idea de anotar estas
«impresiones de un paseante» en mi diario, y con el firme propósito de volver a
salir al día siguiente a pasear otra vez.
Y no sólo salí al día siguiente, sino también al otro, y al
otro... Y así, sin darme cuenta, descubrí mi verdadera vocación, mi verdadero
talento, como le comuniqué a P., ya sólo mi amigo, unos días después:
—No sabes cuántas cosas estoy descubriendo, sobre la ciudad y
sobre mí mismo, en mis paseos. No sabes qué impresiones, qué impactos causan en
mí estas caminatas, cuánto provecho les saco; cuántas conversaciones
interesantes escucho aquí y allá... Sin
duda éste es mi verdadero talento: extraer tanta sustancia de un simple paseo
por la ciudad.
A pesar de mi entusiasmo no conseguí despertar ninguna
emoción en P., que sólo dijo, con su
habitual displicencia:
—Pero pasear no da de comer.
—No, en realidad lo que da es hambre —respondí yo, reconociendo
lo acertado de su observación.
Sin embargo, esto no menguó mi decisión de dedicarme a pasear
como un profesional, es decir, con un horario fijo, con dedicación y esmero, y
obteniendo a cambio no un salario, pero sí una riqueza que no se mide con números.
Cuántos personajes curiosos encontraba cada día; cuántas clases de personas;
cuántos paisajes diferentes; cuántas cosas que yo no conocía. Cuántas
sorpresas, cuánta inspiración y cuánta vida interminable.
Los paseos suponían un éxito mayor cada vez.